La nueva vida robótica de una máquina de escribir

'Nude IV (Delilah)' - Jeremy Mayer

'Nude IV (Delilah)' - Jeremy Mayer

La máquina de escribir de su madre era para Jeremy Mayer un enjambre de mecanismos que tenían que ser desenredados. «Desde pequeño quise desmontar esa Underwood, vivir dentro de ella. La miraba y me imaginaba en el interior, como si fuera una ciudad, como en Metrópolis de Fritz Lang».

El pulsar agresivo, las teclas duras, el sonido tamizado de la barra separadora, el cling del timbre marginal que avisa de que la línea ha terminado… Los ruidos sordos que producen las piezas metálicas son una música en peligro de extinción.

En el estudio de Mayer, artista californiano residente en Oakland, se amontonan modelos desfasados de estas víctimas del ordenador. Sobre una superficie iluminada por un austero fluorescente descansan las piezas, que esperan desparramadas a que él las clasifique en pequeñas cajas color gris industrial.

'Penguin I' - Jeremy Mayer

'Penguin I' - Jeremy Mayer

El único fin de esta mesa de operaciones es esculpir seres humanos y animales con las tripas de las máquinas de escribir: una mujer, un cervartillo, un pulpo… Un trabajo que lleva siendo la pasión de Mayer (ya cercano a los 40 años) desde que tenía poco más de 20.

Como todo buen artesano, tiene estrictas reglas que hacen de su trabajo una tarea tan ardua como valiosa: no utiliza piezas que no pertenezcan a máquinas de escribir y no suelda ni pega los componentes. Tan solo se vale del ensamblaje para que  permanezcan unidos.

Admirador de los profetas que imaginan posibles futuros, Mayer tiene claras sus inspiraciones. La ciencia ficción, el diseño industrial, la anatomía, la arquitectura y la escultura figurativa clásica le han ayudado a configurar su estilo.

Puede pasar hasta un año y medio con cada creación. La última es el pinguino de la imagen, un criatura complicada, de cuello de muelle y varillas tipográficas a modo de costillas.

Aunque el afan del artista no es crear autómatas, parece que muchas de sus obras pudiera ponerse a caminar. Como tentado por esa fantasía, Mayer confiesa que en todas las creaciones hay un secreto: «Añado siempre algo ligeramente cinético, como una campana que suena u ojos que se mueven, pero no se lo digo a nadie más que al dueño definitivo de la obra».

Helena Celdrán

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