Archivo de enero, 2022

De la escuela de los «cagones» a La Salle

A muchos de mi edad les habrá pasado lo mismo. Pasar de la escuela de don Francisco, la de «los cagones», que no era escuela ni nada, a un colegio de pago como La Salle cambió mi vida. Hoy lo cuento en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Para aquellos que, como yo, no puedan leer la letra pequeña del periódico, copio y pego, a continuación, en texto del articulo 7 con un buen cuerpo en Word.

Almería, quién te viera… (7)

Del Hoyo de los Coheteros a La Salle

J.A. Martínez Soler

En 1951, al final de la calle Juan del Olmo se acababa la ciudad de Almería y empezaban el Cerro de Paca la Nana y el Hoyo de los Coheteros. Muchos gitanos vivían allí en cuevas y chabolas. Apiñados, apelotonados. También, algunos payos más pobres que nosotros. Cuando iba a la escuela de don Francisco, me decían que enfrente vivían el Coco y otros monstruos. No debía, bajo ningún concepto, subir al Cerro ni bajar al Hoyo.

Cosas de la vida. Resultaba que la tía María, la hermana de mi abuela paterna, vivía allí y me llevó de niño unas cuantas veces. Recuerdo que a mí me gustaba ir a su casa/cueva. Un día, la tormenta la inundó de agua. Conocí a varios niños. Una vez me invitaron a una fiesta y me colé con ellos en una boda.

Nunca vi monstruos. Allí solo había gitanos y payos. Gente pobre que vivía en chabolas de hojalata. La piedra caliza del Hoyo era tan blanda que podían excavar cuevas con pico y pala. Eran habitaciones pequeñas, de techo abovedado. Oscuras, pero muy frescas en verano. Se comunicaban entre sí. En aquellas casas/cuevas no tenían agua corriente. La traían en cántaros, garrafas y damajuanas desde la fuente de El Quemadero. Todo aquello olía, eso sí, a pozo negro.

Del Coco, ni rastro. Los mayores mentían mucho. Luego supe que el miedo viene de la ignorancia y de la ignorancia, también el racismo. Con los criterios de hoy, tanto mis padres como casi todos mis vecinos, y buena parte de la sociedad española de aquellos años, éramos racistas con respecto a los gitanos. Afortunadamente, hemos mejorado bastante, aunque no lo suficiente.

Los gitanos y los payos canturreaban. A veces, se peleaban entre ellos. No era raro ver pasar por la puerta de mi casa a un grupo llevando, casi en volandas, a algún herido ensangrentado camino de la Casa de Socorro, cerca de la Iglesia de San Sebastián. Iban corriendo y lanzando maldiciones. Al ruido de sus gritos, mis vecinos salían de sus casas para ver pasar la sangre por su puerta. Contra nuestra voluntad, y curiosidad, las madres nos metían dentro de casa. De aquellas peleas podía proceder el miedo razonable de nuestros padres y sus advertencias para que no bajáramos al Hoyo.

Me parecía a mi que todos sus habitantes eran de una misma gran familia. Chillaban y llamaban a voces a sus hijos. Gritaban más que los de mi calle. Además, como estaban en un agujero muy hundido, como un enorme cráter, todo retumbaba y hacía eco. Sus decibelios eran, desde luego, inversamente proporcionales a su renta. Nos separaban muy pocos metros y muchas pesetas.

Junto al Hoyo, en dirección al Quemadero, había una cueva enorme y oscura que llamábamos el Covarrón. Entrar allí era una prueba de valor, casi un rito iniciático, que nos daba cierto prestigio ante los niños mayores que nosotros. Nos daba miedo entrar allí. No solo por el fuerte olor a basura y a restos de hogueras apagadas por sus antiguos habitantes. Debíamos llegar hasta la piedra donde, no hacía mucho tiempo, apareció un cadáver. Era del padre del carpintero que hizo mi cuna y el ataúd de mi hermana mayor que nació muerta.

Una escuela clandestina

La Escuela de Don Francisco, conocida como <<de los Cagones>>, en la última casa de la calle Juan del Olmo, tenía ventanas frente al Hoyo de los Coheteros que ya no es lo que era. La de don Francisco no era ni escuela ni nada. No tenía ningún cartel en la puerta. Era secreta. Clandestina. Y el maestro, un rojo. Lo supe años más tarde. Era, más bien, un depósito de niños pequeños donde nos llevaban nuestras madres, cada mañana, para irse, con la cartilla de cupones en la mano, a hacer las colas del pan, del petróleo o del carbón.

De la mano de mi primo Pepe, más bajito que yo, íbamos a la escuela de «los Cagones».

Al cumplir los cuatro años, me cuentan que yo sabía ir a esa escuela solo o cogido de la mano de mi primo Pepe, un año mayor que yo. Cada uno llevaba su silla. Ahora sé que la mayoría de los recuerdos de la infancia son implantados por los padres, los maestros o los vecinos.

Recuerdo, por ejemplo, que después del verano de 1953, en cuanto me apuntaron al Colegio Montessori, una cochera cinco portales más abajo, en la misma acera que mi casa, yo también llamaba cagones a los que iban con don Francisco. Para que se chincharan.

Clase del Montessori con doña Isabel (1953). Soy el quinto de la segunda fila por la izquierda.

Claro que de poco me sirvió aquella alegría tan prematura. Vino el verano y en septiembre me cambiaron a La Salle, un colegio enorme que había sido cárcel. Y no me extrañó saberlo. Era de pago, <<el de más lujo de Almería>>, según mi madre. Tuve una beca del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), o algo así, que mantuve durante muchos años. Lo que nadie me dijo es que iba a sentarme con los niños más ricos de la ciudad.

Colegio La Salle de Almería.

Entonces sí que dio un vuelco mi vida. El primer día de clase yo era el nuevo, asustado y agazapado, entre más de veinte niños vestidos de domingo y algunos peinados con gomina, con el flequillo convertido en un “arriba España” tan de moda. Mis compañeros de aula, y no de clase, no tenían ni idea del Cerro de Paca la Nana ni del Hoyo los Coheteros. Eran de otro mundo. Vivían lejos del barrio de la Caridad. Pronto aprendí a disimular, lo que me ayudó luego para ejercer el periodismo.

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que así se llamaban aquellos frailes, tan amantes de la disciplina y de los que ganaron la guerra civil, me hicieron admirar mucho y echar de menos a las señoritas del Montessori que nos dejaban hacer lo que quisiéramos. Doña Isabel decía que su método era “aprender en libertad” y “enseñar jugando”.

Con aquellos “hermanos” de sotana negra y babero blanco me encontré con el mundo al revés. Niño de barrio obrero en colegio de pago de niños ricos. Primero, me asusté. Mucho más que cuando bajaba solo al Hoyo de los Coheteros. Dónde va a parar. Luego, gracias al anciano hermano Ramón, de Segunda Elemental, al hermano Rufino, un sabio a quien tanto quise, y a los amigos que hice, La Salle me gustó.

No sé cuanto compañeros míos de La Salle se atreverían entonces a entrar, solos, en el Covarrón oscuro de mi barrio. No me atreví a contarles una experiencia inolvidable que me llenaba de orgullo y de terror. Un día, provisto de una vela, entré y llegué hasta la piedra del muerto. Ahora reconozco que, muerto de miedo, salí corriendo del Covarrón. Nunca más volví a entrar. Tuve pesadillas. Sabíamos que el padre del carpintero se había rebanado el cuello allí mismo con una navaja barbera. Siempre que veo a un peluquero afilando su navaja, para afeitar a un cliente, me da repelús.

Con mi padre, en el balneario Diana de Almería.

 

 

 

Mis tres mitades: judío, moro y cristiano

Recuerdo mejor las anécdotas de mi infancia en Almería, aunque algunas hayan sido implantadas por mis padres o por las fotos conservadas. que lo que hice ayer en mi clase de tallasmadera.com. Debe ser cosa de la edad. El caso es que nunca olvidé que una vecina de la calle Juan del Olmo nos llamaba judíos cuando los niños hacíamos alguna trastada. Hoy lo rescato de mi memoria y lo publico en el diario La Voz de Almería.

Mi articulo 6, de la serie «Almería, quién te viera…», publicado hoy en el diario La Voz de Almería.

Para los jubilados con vista cansada, que no puedan leer la letra pequeña del diario, copio y pego a continuación el texto original en un buen cuerpo de Word.

Almería, quién te viera… (6)

 Mis tres mitades

 J.A. Martínez Soler

<<Usted es judío como yo>>

Así se dirigió a mi, en 1976, el profesor Raimundo Lida, cervantista argentino, que enseñaba El Quijote en la Universidad de Harvard. Sus palabras me trasladaron, de pronto, a mi infancia en Almería.

Con mi esposa, Ana Westley (awestley.com) en Harvard Square, 1976-77

Cuando los niños hacíamos alguna trastada, una vecina de mi calle nos gritaba, desgañitándose, y nos insultaba. << Judío, que eres un judío>>, nos decía. Es cierto que, en el lenguaje común de los españoles, persisten aún algunos restos racistas contra los judíos: <<No seas judío>>, <<esto es una judiada>>, etc. También es verdad que, afortunadamente, cada vez menos. Salvo aquella vecina, nadie me había llamado judío hasta entonces. También, bajo la piel, nos quedan restos racistas contra los moros. No en el caso de que sean ricos.

Raimundo Lida, profesor de la Universidad de Harvard.

En 1976, el primer día de clase de un curso completo sobre El Quijote, el profesor Lida pidió a la docena de alumnos de post grado que nos identificáramos con nombre y lugar de origen. Al llegar mi turno dije: <<Me llamo Martínez Soler y soy de Almería, España>>. En ese momento, el primer cervantista vivo en aquel momento -con permiso de Martín de Riquer- exclamó, con una mezcla de sorpresa y alegría:

<< ¡Ah! Bienvenido. O sea que usted es judío como yo>>.

-<<No lo sabía. Yo pensaba que solo era mitad moro y mitad cristiano. Ahora ya tengo mis tres mitades>>, le repliqué.

Judío, moro y cristiano

Esbozó una sonrisa y me explicó entonces que Soler, el apellido de mi madre, de mi abuelo, bisabuelo y tatarabuelo procedía posiblemente de los judíos de Mallorca (conocidos como chuetas) desde donde se extendió por la costa del Levante peninsular.

Isabel Soler, mi madre, natural de Nacimiento, Almería.

<<Busque usted>>, me dijo, <<en las guías telefónicas de Tel Aviv o de Jerusalén o en sus cementerios. Allí encontrará varios Soler, sus familiares lejanos>>.

Con James Thomson, presidente de la Fundación Nieman de Harvard. 1976-77.

Desde aquel día leo sobre los judíos de España, y del mundo, con más curiosidad. Fui descubriendo retazos de esas tres mitades almerienses: judío, moro y cristiano. Cuanto más aprendí, más me encariñé con lo que descubría. Sólo se puede amar lo que se conoce. Presumo, no sin razón, de mis <<tres mitades>>, y estudio con más interés las obras de Américo Castro, maestro de mi maestro Juan Marichal, sobre su <<Edad conflictiva>> y la cultura medieval española, una y trina, con sus tres religiones monoteístas.

Símbolos de las tres religiones monoteístas.

También, más me subleva la injusticia tremenda, el racismo y el robo despiadado, contra los sefarditas, los judíos españoles, y contra los moriscos. Si la historia de Estados Unidos es, en gran parte, la historia de la esclavitud y del exterminio de los indígenas, la historia de España (de Sefarad y de Al Ándalus) es, a su vez, una historia de antisemitismo, anti islamismo y supervivencia. El disimulo, el arte de sobrevivir, la al takiyya de los árabes, siempre me ha interesado.

Ritos secretos en la Alpujarra

He sabido, por ejemplo, que, durante siglos y hasta muy recientemente, algunos aparentes conversos al cristianismo, que vivieron en la Alpujarra almeriense, han mantenido, de generación en generación y en secreto, sus ritos originales hebreos o musulmanes.

También me sorprendió saber que los dos sabios más grandes del mundo en el siglo XII, Averroes, musulmán, y Maimónides, hebreo, convivieron en Almería bajo el mismo techo en el cerro de los yemeníes, hoy de san Cristóbal.

El sabio musulmán Averroes vivió en Almería en casa del sabio judío Maimonides. Lo publiqué en La Voz cuando era profesor titular en la UAL.

Apreciar mis raíces del sureste español no sólo me ha ayudado a entender mejor mi país (sus virtudes y sus injusticias), mi Almería (¿dónde están las antiguas sinagogas y mezquitas?), a entablar amistades singulares (los Nieman Zvi dor Ner o Jamil Mroue, por ejemplo), a conocer nuevos países, vistos con otros ojos, y a comprender mejor el mundo, con mayores dosis de tolerancia, esa palabra tan extranjera en España. Y todo ello, gracias al profesor Lida y a mi vecina racista.

En una ocasión, compartí viaje en tren con un viejo conocido, Emilio Quílez, desde Almería a Madrid. Le ofrecí medio bocata de jamón serrano y me lo rechazó cortésmente. Se disculpó diciéndome que se había convertido al Islam, a partir del momento en que descubrió que su apellido Quílez, leído al revés en un espejo, significaba <<muslim>>. Sus padres, abuelos y tatarabuelos siempre dijeron que su nombre debía leerse al revés. Conversión o expulsión. En ocasiones, también huían de la hoguera.

Relieve del emir Jayrán que tallé en madera de cedro. Está colgado en la entrada al aljibe árabe del hotel Catedral (Almería).

Una colega norteamericana, de apellido Carvajal, busca sus raíces sefarditas por toda la península ibérica. Y las va encontrando. Por razones semejantes, mi amigo Diego Selva, ya fallecido, se convirtió al judaísmo al descubrir sus orígenes hebreos. Mi colega Manuel Navarro, redactor de empresas en el semanario Doblón, que yo fundé en 1974, y en diario El País, también presumía de sus raíces hebreas.

Cuando estalló la primera guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por Sadam Husein, dictador de Irak, me dio por estudiar la lengua árabe, durante dos años, por si era capaz de entender algo de fuentes distintas de las occidentales. Acabó la guerra y no pude descifrar ningún titular de periódicos de Oriente Medio.

Con Nicolás Franco, sobrino del dictador, ante mi talla de Jayrán, primer emir de la taifa independiente de Almería.

Sin embargo, me emocionó poder cantar algo en árabe y escribir Almariyya, el nombre de la tierra que me vio nacer, de derecha a izquierda, en su lengua original cuando la ciudad fue fundada por Abderramán III en el siglo X. Desde entonces, miré la muralla del emir Jayrán, desde la ventana de mi cuarto en la calle Juan del Olmo, con otros ojos. Ojos judíos, moros y cristianos… ¿Por qué no? Aprendí a respetar más a las personas. No a las ideas.

Desde la ventana de mi cuarto, en la calle Juan del Olmo, Almería, veía la muralla del emir Jayrán.

 

 

 

Aniversario del Buenos Dias, primer informativo matinal

Poco antes de Navidad de 1985, Jose Maria Calviño, director general de RTVE, me pidió que inventara un programa informativo matinal, deprisa y corriendo, antes de que el Gobierno concediera las licencias para emitir a las televisiones privadas, que ya estaban llamando a la puerta para acabar con el monopolio estatal de TVE. Con tan poco tiempo de antelación (dos semanas para estrenar en enero), le dije que inventar, inventar, algo nuevo y de calidad lo veía muy complicado por precipitado, pero que a mí se me daba muy bien copiar. En Europa solo había nacido el matinal de la BBC (Breakfast Televisión) y aún estaba verde. Prefería copiar de las grandes cadenas norteamericanas (ABC, CBS y NBC) que tenían más experiencia. La técnica americana al gusto español. Pase una semana en Nueva York copiando todo lo que pude. En enero de 1986, con el mejor equipo del mundo, nació una estrella: el Buenos Días, primer informativo de la mañana en la TVE, la única que había en aquel momento en España.

Equipo de fundadores del Buenos días en enero de 1986

Ayer mismo me llegó un enlace del archivo de TVE que recordaba el aniversario de este feliz nacimiento.
#Undíacomohoy (#1986) el programa #BuenosDías de #JoséAntonioMartínezSoler inaugura la #televisión matinal en España.
Aquí puedes ver aquel primer programa, íntegro –> http://rtve.es/v/4722045/

Mirad lo que llegó por las redes.

Todos los fundadores han podido decir con orgullo: «Yo estuve allí». Y yo, tan feliz. Aunque pasé un año sin dormir por las noches, lo pasé muy bien. Creábamos algo desde la nada, como dios.
Hubo programas gloriosos, increíbles. Recuerdo la entrevista que le hicimos en directo al Aga Khan, el príncipe de los Ismaelitas, en el Patio de los Leones de la Alhambra.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/programas-y-concursos-en-el-archivo-de-rtve/edicion-buenos-dias-1986/2929395/

Aquella fecha quedó inmortalizada por la foto que me envió la Casa Real con mi hija Andrea a cuentas saludando a los Reyes y al Aga Khan en la víspera del programa.  Iba firmada, cosa rara, por el Rey y la Reina.

Saludo al Rey con mi hija Andrea a cuestas. Foto de la Casa Real dedicada, a la vez, por Juan Carlos y Sofia. Cosa rara.

Disculpad la mala calidad de esta foto. Es una foto de la foto original que tuvimos enmarcada hasta que vimos al Rey cazando elefantes y supimos de sus fechorías de golfo redomado. Descolgamos la foto original de la Casa Real y la tiramos a la basura.

 

La Señora me abrió una puerta al futuro

¡Qué poco dura la alegría en la casa del jubilado! Durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, con escasez de noticias salvo las de la pandemia, el diario La Voz de Almería publicó los artículos 3 y 4 de mi serie «Almería, quién te viera…» nada menos que en domingo y no, como antes, en días laborables. Me sentí alguien. Pero no me hice ilusiones. Fui cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina. Hoy, jueves, vuelve mi serie a La Voz, pero en días laborables, de menor tirada y lectura que el domingo. ¡Qué le vamos a hacer! Para quienes tengan la vista cansada y no puedan leer la letra impresa tan pequeña, me permití copiar y pegar a continuación mi artículo 5 en un buen cuerpo de Word. Hay que dar facilidades a los de mi edad.

Artículo 5 de la serie «Almería, quién te viera…» publicado hoy jueves en el diario La Voz de Almería.

Almería, quién te viera… (6)

La Señora me abrió una puerta al futuro

J.A. Martínez Soler

Qué emoción leer, por primera vez, Las aventuras de Guillermo, las obras de Julio Verne o de Emilio Salgari. Descubrí esos libros de preadolescente de forma no fortuita. Nunca olvidé el ansia por conocer otros mundos que me produjeron aquellas lecturas tan tempranas.

Muchos años antes, como los “proscritos” de Guillermo Brown, unos niños jugaban a las guerrillas, a pedrada limpia, en la ladera del monte coronado por el castillo árabe de Tabernas (Almería). Una pandilla contra otra. Una piedra perdida golpeó al hermano mayor de mi padre en la cabeza y lo dejó malherido.

Castillo de Tabernas (Almería)

Mi abuela (Dolores Idáñez García), aguantando las lágrimas con dificultad, me lo contó más de una vez. Reconoció pronto al herido: su primogénito. Pidió auxilio a voces. Le tomó en brazos y bajó la cuesta empinada, a toda prisa, en busca de ayuda. Una carrera angustiosa. A la desesperada. Sus gritos debieron de ser desgarradores. Pero no llegó a tiempo a la casa del médico. A mitad de camino, su hijo, con la cabeza ensangrentada, dejó de respirar en sus brazos.  Aquel accidente, trágico y estúpido, marcó su vida. También, sin duda, la del resto de su familia.

En la casa de mi padre, las desgracias entraron por arrobas. Cuando mi padre apenas tenía poco más de un año, la gripe famosa de 1918, que diezmó Europa meses antes del fin de la primera guerra mundial, mató a su padre. Aquella epidemia fatal, la más terrible conocida hasta la actual del coronavirus, comenzó en agosto del 18, y, en solo dos años, causó la muerte de entre 50 y 100 millones de personas. Mi padre se crió huérfano de padre y yo, sin tío y sin abuelo.

Mi abuela paterna, Dolores Idáñez.

Tras la muerte de su hijo mayor, mi abuela Dolores, viuda joven, sin dinero para la diligencia ni para la camioneta, salió un día de Tabernas con sus dos niños pequeños con destino a la capital. Partieron al amanecer en un carro de mercancías. Con su risa burlona me contó más de una vez que, en las cuestas arriba de aquel largo viaje, el carretero y ella tenían que echar pie a tierra para ayudar a la mula. De ella aprendí esta rima: “Cuesta arriba te quiero, mulo/ que las cuestas abajo yo me las subo”.

Los libros de los Cassinello

Con las buenas referencias que traía escritas por gente principal de Tabernas, mi abuela entró a trabajar, como la última de las criadas, para una familia de grandes propiedades y nombre con historia. Poseían una finca enorme en las afueras de la capital con varias casas, un palacete, dos balsas y coche de caballos. ¡Ah! Y un gran algarrobo. Estaba entre La Molineta y la Cruz de Caravaca. En mi familia siempre nos hemos referido a ese lugar, casi mítico, como “el cortijo de la Señora”. También tenían una casona grande en la plaza Careaga, cerca de la catedral.

Ese acontecimiento fortuito marcaría la vida de mi padre. Y, por supuesto, la mía.

Cuando yo iba a recoger a mi abuela, ya anciana, la Señora nunca fue tan severa conmigo como decían sus sirvientes. Yo la admiraba. En ocasiones, la temía. Siempre la envidiaba. Ella era poderosa. Lo que decía, se hacía. En su cortijo y en sus empresas. Con ella, había que andar con cuidado. Mi abuela me lo tenía dicho: “Ya sabes: en casa de la Señora, ver, oír y callar”.

Mi fervor religioso preadolescente debió enternecer a la Señora que era fiel católica. En el colegio La Salle, yo ayudaba a misa en latín y era congregante mariano. Quizás, por eso, me regaló el primer libro y me invitó varias veces a acompañarla hasta la Catedral en su coche de caballos particular. ¡Qué pasada! Me hice amigo del cochero, quien más de una vez me dejó ir sentado a su lado, en el pescante, y llevar las riendas del caballo. Luego, tan contento, le quitaba el polvo a la estatua de la Virgen que hay detrás del coro catedralicio.

Desde niño, mi trato frecuente y afectuoso con la Señora, doña Serafina Cortés, viuda de Cassinello, aristócrata e hija (o nieta) de un almirante que fue muy importante en Filipinas y Palao, marcó el rumbo de mis lecturas. Me preguntaba por mis notas en el colegio y me recomendaba qué leer. Los libros usados que me regalaba me abrieron el apetito de leer más, preguntar más, investigar cualquier misterio que tuviera delante, y soñar con aventuras increíbles. Doña Serafina me preguntaba por los libros y conversábamos. A veces, me ponía de ejemplo frente a alguno de sus nietos. Nunca supe por qué, me sentía mimado por la Señora (yo me dejaba querer) y, también, por su hija, la señorita Pilar, de la edad de mi padre. La última vez que ví a Pilar Cassinello Cortés fue en el funeral de mi padre en Los Franciscanos. Me abrazó y, con lágrimas, me dijo: “Hijo mío, yo quería mucho a tu padre”.

A los dos meses y pico del golpe de Estado de Franco en 1936, don Andrés Cassinello, el esposo de doña Serafina, fue fusilado en el pozo de Cantavieja, en la zona de Tabernas, el pueblo de mi familia paterna. Mi padre se ponía furioso al recordar la muerte trágica de su jefe, el hombre que le dio trabajo como botones y le protegió desde pequeño. “Por crímenes como el de don Andrés”, me dijo un día, sin ocultar su rabia, “acabamos perdiendo la guerra”.

Carnet de mi padre como suboficial del Ejército de la II República

El señor Cassinello tenía 50 años, recién cumplidos, cuando lo mataron.  Su hermano don José (un capitán de 41 años) fue fusilado también por los “rojos”, dos años más tarde, en el campo de Turón (Granada). Mi padre, de la UGT y oficial del Ejército de la República, se libró de ser fusilado al caer prisionero de los falangistas, de noche, en el frente helado de Teruel, porque cubría sus galones de teniente con el abrigo de un soldado muerto. Mi abuela le guardó luto cuando le dieron oficialmente por “desaparecido en combate”. Milagrosamente, o por influencias nunca confirmadas, quizás de la Señora, mi padre fue liberado del campo de concentración franquista en Zamora, regresó a Almería y fue contratado de nuevo por la familia Cassinello. Se convirtió en Pepe “el del Cemento” con almacén en la calle Pedro Jover.

Con el teniente general Andrés Cassinello y Antonio Cantón en nuestra tertulia de almerienses transterrados a Madrid

 

Lo que es la vida. Hoy presumo de mi relación afectuosa con el teniente general Andrés Cassinello Pérez, un militar brillante de 94 años, huérfano de don José Cassinello y de doña Adela Pérez, a quien también conocí, y sobrino de la Señora. Este ilustre militar, que conoció bien a mi padre, ayudó al presidente Suárez a transitar de la Dictadura a la Democracia. Creó el embrión del CNI y su información fue clave para la legalización del Partido Comunista y los encuentros clandestinos entre Felipe González y Adolfo Suárez. Los demócratas estamos en deuda con él. Hoy preside la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición, a la que pertenezco. Con él comparto tertulia de almerienses transterrados a Madrid. Le considero un amigo.

El general Cassinello, siendo niño huérfano de padre, solía comer en casa de la Señora donde mi abuela cocinaba. Muy bien, por cierto. Ambos hemos probado las mismas recetas de Tabernas. Habrá leído también, antes que yo, los libros usados que me regaló su tía doña Serafina. Desde luego, escribe muy bien y disfruto leyendo sus libros. Se lo preguntaré en la próxima tertulia.

 

 

 

«Pensar con las manos»…. desde hace 150 años

El día que me jubilé en 20 minutos busqué en Internet «cómo aprender a tallar madera». Me salió la Escuela de Arte La Palma, Madrid, que pronto cumpliría 150 años y por dónde han pasado los grandes escultores españoles.  Conocí a su director, Pedro Sanz Labajos, quien me animó a matricularme allí.

Con Pedro Sanz, director de La Palma, en mi casa, presumiendo de mi relieve del «Arco de Averroes». Me regaló una maza de encina hecha por él mismo. Una joya.

Pero la escuela oficial exigía dedicación plena: toda una carrera de varios años. No ofrecían cursos ni seminarios especializados en talla y escultura en madera. Entonces opté por el taller (tallasmadera.com) por horas de una maestra particular: Sandra Krysiak, licenciada en Bellas Artes y ex profesora de La Escuela de Arte La Palma. Fue un acierto.

Con mi maestra de talla, Sandra Krysiak, y el espléndido corsé que ella talló para Maya Hansen.

Ahora se cumplen los 150 años de vida de la Escuela de Arte La Palma. Lo acabo de ver en ABC que publica una entrevista con Pedro Sanz Labajos. Por allí pasaron artistas como Juan Gris, Joan Miró, Antonio López, Isabel Quintanilla, Julio López o Ángel Carranz.  Es una pena que estos aniversarios tan gloriosos (un siglo y medio) pasen sin pena ni gloria por el escaso interés que las autoridades académicas de España y de la Comunidad de Madrid muestran por la creación artística.

Con Antonio López, ex alumno de La Palma, y mi maestra Sandra Krysiak, ex profesora de La Palma, en el taller de Bellas Artes Coronado.

Yo pongo aquí mi granito de arena porque estoy en deuda con mi maestra y con mis compañeros de tallasmadera.com. Si lo sé, me jubilo antes. La talla y el tenis (junto con mis nietos) han convertido mi jubilación en una fuente de júbilo.

Mi nieta Ana Isabel con mi talla «Paternidad» en Junio de 2021 en Santa Fe, NM.

¡Feliz cumpleaños para La Palma! Me refiero a la Escuela de Arte. No al volcán canario que tanto nos estremeció.

Mi nieta, con 13 meses, ya es más alta que mi talla en palo rojo.

Una de mis primeras tallas (en madera de castaño) fue dedicada a mi nieto Leo. Tiene el troll en su cuarto. Y yo en mi corazón.

Una de mis primera tallas fue este troll para mi nieto Leo.

 

Lazarillo de mi tía ciega

Ya soy profeta en mi tierra. El director del diario La Voz de Almería, Pedro Manuel de la Cruz, ha publicado mi artículo 4 de memorias de infancia y adolescencia ¡en domingo! A muchos les parecerá esto una minucia, pero para un jubilado feliz y vanidoso como yo esto significa que aún soy alguien en mi tierra… O bien, que, por las fiestas, no tenía nada mejor a mano en la nevera de la redacción. He sido cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina.

Mi recuerdo de mi tía Matilde publicado hoy domingo en La Voz de Almería.

Es la única foto que conservo de mi tía Matilde. Al encontrarla en mi sótano no pude reprimir los buenos recuerdos que guardo de ella. Copio y pego en mi blog de 20minutos.es el texto del artículo en Word, en un cuerpo más grande y cómodo, para los de mi edad que no sepan agrandar este PDF en el móvil con sus dedos.

Almería, quién te viera… (4)

Lazarillo de mi tía ciega

 J.A. Martínez Soler

Hace unos cuarenta años visité a mi familia de Tabernas (Almería) para que conocieran a mi hijo Erik. En cuanto vi los cuartos/buharilla de la servidumbre (las “camarillas”) me acordé de lo mucho que aprendí como Lazarillo de mi tía Matilde. Fue mi maestra em el arte del disimulo.

Matilde Martínez Madolell, hermana de mi abuelo paterno, era una superviviente sagaz. Solo veía bultos o manchas en movimiento. A veces, ni eso. Únicamente, sombras. Pero no era ciega de nacimiento. Perdió la vista en plena juventud. Cuando yo tenía ocho años, me decía que podía imaginar lo que le contaba “como si lo estuviera viendo”. Hasta su muerte, ella fue la última de los Martínez que vivió en una de esas “camarillas” de Tabernas que dieron nombre a toda mi familia paterna.

Mi abuela, Dolores Idáñez, salió huyendo de la miseria de Tabernas, a pie, en los años veinte, con dos hijos pequeños. Aterrizó de sirvienta en la casa señorial de doña Serafina Cortés y de don Andrés Cassinello. Pocas veces regresó a su pueblo. Su marido, mi abuelo Juan, había muerto por la epidemia de gripe del año 1918, mal llamada “española”. Nunca pude imaginarme lo que dignificó aquella tragedia europea hasta que viví la pandemia del coronavirus. Casi toda su familia había huido de la pobreza, como ella, pero a lugares más lejanos: Argentina y Cataluña.

Cada vez que mi tía abuela venía a Almería, a tratarse los ojos con doña Elena, su oculista y protectora, yo era su lazarillo. Lo hacía, casi siempre, con mucho gusto. Y ella, la mayor y más fina halagadora que he conocido en mi vida, me mimaba. Me traía caramelos y un puñado de almendras. Decía que yo era su lazarillo favorito. Era el único.

No sé si fui buen lazarillo. Sí fui, casi seguro, su mejor alumno en el arte de halagar con finura. Sin que apenas se notara. De ella aprendí la eficacia del halago crítico, el más provechoso de todos para el ejercicio del periodismo.

-“Tiene usted un defecto muy grande y se lo digo de corazón: su perfeccionismo, tan exagerado, no le favorece”, decía mi tía a su protector o protectora.

Un halago como éste entra fácil en el sujeto digno de tales presuntas alabanzas. Es creíble, pues va envuelto en suave crítica. Libre de resistencias y prevenciones, el ego del receptor engorda, sin percatarse del efecto retardado del halago crítico. Le estalla dentro. Y lo agradece el doble. Doble propina para mi tía Matilde. ¡Qué habilidad y delicadeza en sus engaños! En ocasiones, lucía tanta mala leche como el ciego de Tormes y tanta picaresca como su Lazarillo.

En la capital, yo era su bastón habitual. Cogida de mi brazo, íbamos andando, a veces a paso ligero, a su consulta oftalmológica y a una ronda de visitas, casi siempre las mismas, que yo conocía como la palma de mi mano. La doctora nunca le cobró ni un céntimo por sus revisiones de ojos ni por sus tratamientos. Al contrario, le daba gratis sus pomadas y gotas. Además, cuando ya no le quedaban pacientes en la sala de espera, nos daba de merendar a los dos y le preguntaba por su vida en Tabernas y por la de sus conocidos. Al despedirse, doña Elena le metía disimuladamente unos billetes en el bolsillo. “¡Que Dios se lo pague!”, le decía mi tía agradeciendo la limosna.

Ella sabía casi todo sobre la gente rica del pueblo. Podría haber sido una gran periodista del corazón, en la sección que entonces se llamaba “Ecos de Sociedad”. Tenía poca vista, pero no perdía ningún sonido. Los acechaba. A falta de ojos, oído avizor. Estaba al corriente de las novedades, detalles, minucias, escándalos, rumores y habladurías de la gente principal, cuyas casas frecuentaba en busca de limosna, comida, información o compañía.

Catedrática del disimulo

Recogía información a espuertas. La distribuía, eso sí, con cuentagotas. Despachaba las migajas más sabrosas o morbosas con gran eficacia. Compadecía, casi al borde de la lágrima, las desgracias que sufrían los conocidos de Tabernas y otros pueblos de alrededor. Conocedora de que la envidia era, como ella me decía, “el deporte nacional de España”, nunca relataba éxitos ajenos, de personas ausentes, que pudieran reducir la limosna del oyente. Daba gusto verla y oírla. Gran actriz. Lo hacía con una habilidad y sutileza que jamás encontré en los diplomáticos de carrera. No le faltaban moralejas ni jaculatorias muy adecuadas para cada momento. Catedrática del disimulo.

Era orgullosa. Y muy limpia. Procuraba no dar nunca lástima a nadie. Les hablaba con modestia, pero sin servilismo. Más de una vez, como si actuara de maestra, la escuché dar broncas cariñosas a sus protectoras. “Usted siempre ha sido más generosa; muéstrese como ha sido hasta ahora: la mejor. Y discúlpese”, les decía, por ejemplo, ante las críticas a otra igual. Mi tía gesticulaba y movía su cabeza como si sus ojos grises, cubiertos por gafas oscuras enormes, escudriñaran el escenario.

En ocasiones, exhibía un cierto mal genio, controlado o fingido, para dramatizar mejor el relato. Por encima de todo, manejaba su lengua como un florete de seda.

Cuando entré en la adolescencia, y fui más consciente de sus actuaciones magistrales, aumentó mi comprensión hacia el comportamiento de la tía Matilde hasta disculpar sus engaños de mendiga pícara. Me reía mucho con ella. A esa edad, pude apreciar mejor su arte al repartir los halagos, y las migajas informativas, entre sus protectores. Era exquisita y habilidosa. Otro ejemplo inolvidable:

-“Hace usted muy bien en alegrarse del éxito de Fulanita; en eso, demuestra usted su grandeza. Compadecer un fracaso no tiene mérito, lo hace cualquiera. Usted es muy especial”.

De adulto, al analizar el qué y el porqué de las limosnas, comprendí que ella era una superviviente de muchas tragedias. Era la más pequeña de su familia. Quedó huérfana siendo una niña. Era muy guapa. Perdió a su novio en la gripe de 1918 que asoló el país. Por lo mismo, también murió su hermano favorito, mi abuelo Juan. Nadie sabe por qué, un día sufrió lo que mi prima Amalia llamó “un pasmo” y se quedó ciega. Ciega, sola y pobre.

Sus protectores, mayoritariamente mujeres de buena posición, le daban regularmente limosnas, en dinero o en especies, a cambio de chismes, misas y oraciones por sus almas y las de sus muertos. O, quizás, simplemente, por la oportunidad que les brindaba de sentirse mejores personas; la oportunidad de poder ser caritativas. Ella explotaba ese favor que hacía a sus protectoras.

Era incapaz de anotar por escrito los encargos que recibía de misas, novenas y otros rezos y liturgias por la salvación del alma de sus mecenas fallecidos y asociados. ¿De qué podían servirle las notas si no podía leerlas? No le hacían falta. La tía Matilde había desarrollado una memoria prodigiosa. No se le escapaba ningún encargo.

Abrigada con un enorme mantón negro y pañuelo del mismo color, que cubría un moño gris perfectamente armado, pasaba muchísimo tiempo en la iglesia parroquial de Tabernas. También en la de los Franciscanos, cerca de mi casa, adonde yo la llevaba y la recogía fuera de las horas de clase.

En el fondo, no debía de ser muy beata. A veces, yo me preguntaba si creía en Dios o todo en ella era puro teatro. Sin duda, la cercanía al altar le podría resultar muy rentable. Creo que exageraba su piedad religiosa que, a veces, rozaba la mojigatería. Al pasar tantas horas en las iglesias consolidaba su prestigio de mediadora ante Dios, la Virgen y los santos. A mí me parecía, más bien, una persona bastante práctica y cínica. Bueno, quizás, más pícara que cínica. Dominaba el arte de engordar los egos ajenos y amansar los miedos de sus benefactores. El miedo a la muerte estaba de su parte.

De no ser por la ceguera, mi tía abuela podría haberse hecho rica como vidente o asesora de empresas. Una vez le oí decir que, si olvidaba rezar o pagar unas misas a favor del alma de alguien, cuyo encargo tenía, y había cobrado, no había forma humana de cursar reclamaciones “desde el otro barrio”. Cogida de mi brazo, sin mirarme con sus ojos secos, como si hablara para ella misma, me decía:

-“Sería la primera vez que alguien regresara del purgatorio para exigir su pase al cielo por las misas que yo olvidé pagarle al cura”.

Acto seguido, me apretaba el brazo y soltaba una risita que a mí me parecía muy reveladora de su carácter. Y de su inteligencia práctica. Siempre agradecí sus enseñanzas y admiré su maestría.

Pie de foto:

Con mi tía Matilde y mi hijo Erik, junto a las camarillas, al pie del castillo de Tabernas.