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De la escuela de los «cagones» a La Salle

A muchos de mi edad les habrá pasado lo mismo. Pasar de la escuela de don Francisco, la de «los cagones», que no era escuela ni nada, a un colegio de pago como La Salle cambió mi vida. Hoy lo cuento en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Para aquellos que, como yo, no puedan leer la letra pequeña del periódico, copio y pego, a continuación, en texto del articulo 7 con un buen cuerpo en Word.

Almería, quién te viera… (7)

Del Hoyo de los Coheteros a La Salle

J.A. Martínez Soler

En 1951, al final de la calle Juan del Olmo se acababa la ciudad de Almería y empezaban el Cerro de Paca la Nana y el Hoyo de los Coheteros. Muchos gitanos vivían allí en cuevas y chabolas. Apiñados, apelotonados. También, algunos payos más pobres que nosotros. Cuando iba a la escuela de don Francisco, me decían que enfrente vivían el Coco y otros monstruos. No debía, bajo ningún concepto, subir al Cerro ni bajar al Hoyo.

Cosas de la vida. Resultaba que la tía María, la hermana de mi abuela paterna, vivía allí y me llevó de niño unas cuantas veces. Recuerdo que a mí me gustaba ir a su casa/cueva. Un día, la tormenta la inundó de agua. Conocí a varios niños. Una vez me invitaron a una fiesta y me colé con ellos en una boda.

Nunca vi monstruos. Allí solo había gitanos y payos. Gente pobre que vivía en chabolas de hojalata. La piedra caliza del Hoyo era tan blanda que podían excavar cuevas con pico y pala. Eran habitaciones pequeñas, de techo abovedado. Oscuras, pero muy frescas en verano. Se comunicaban entre sí. En aquellas casas/cuevas no tenían agua corriente. La traían en cántaros, garrafas y damajuanas desde la fuente de El Quemadero. Todo aquello olía, eso sí, a pozo negro.

Del Coco, ni rastro. Los mayores mentían mucho. Luego supe que el miedo viene de la ignorancia y de la ignorancia, también el racismo. Con los criterios de hoy, tanto mis padres como casi todos mis vecinos, y buena parte de la sociedad española de aquellos años, éramos racistas con respecto a los gitanos. Afortunadamente, hemos mejorado bastante, aunque no lo suficiente.

Los gitanos y los payos canturreaban. A veces, se peleaban entre ellos. No era raro ver pasar por la puerta de mi casa a un grupo llevando, casi en volandas, a algún herido ensangrentado camino de la Casa de Socorro, cerca de la Iglesia de San Sebastián. Iban corriendo y lanzando maldiciones. Al ruido de sus gritos, mis vecinos salían de sus casas para ver pasar la sangre por su puerta. Contra nuestra voluntad, y curiosidad, las madres nos metían dentro de casa. De aquellas peleas podía proceder el miedo razonable de nuestros padres y sus advertencias para que no bajáramos al Hoyo.

Me parecía a mi que todos sus habitantes eran de una misma gran familia. Chillaban y llamaban a voces a sus hijos. Gritaban más que los de mi calle. Además, como estaban en un agujero muy hundido, como un enorme cráter, todo retumbaba y hacía eco. Sus decibelios eran, desde luego, inversamente proporcionales a su renta. Nos separaban muy pocos metros y muchas pesetas.

Junto al Hoyo, en dirección al Quemadero, había una cueva enorme y oscura que llamábamos el Covarrón. Entrar allí era una prueba de valor, casi un rito iniciático, que nos daba cierto prestigio ante los niños mayores que nosotros. Nos daba miedo entrar allí. No solo por el fuerte olor a basura y a restos de hogueras apagadas por sus antiguos habitantes. Debíamos llegar hasta la piedra donde, no hacía mucho tiempo, apareció un cadáver. Era del padre del carpintero que hizo mi cuna y el ataúd de mi hermana mayor que nació muerta.

Una escuela clandestina

La Escuela de Don Francisco, conocida como <<de los Cagones>>, en la última casa de la calle Juan del Olmo, tenía ventanas frente al Hoyo de los Coheteros que ya no es lo que era. La de don Francisco no era ni escuela ni nada. No tenía ningún cartel en la puerta. Era secreta. Clandestina. Y el maestro, un rojo. Lo supe años más tarde. Era, más bien, un depósito de niños pequeños donde nos llevaban nuestras madres, cada mañana, para irse, con la cartilla de cupones en la mano, a hacer las colas del pan, del petróleo o del carbón.

De la mano de mi primo Pepe, más bajito que yo, íbamos a la escuela de «los Cagones».

Al cumplir los cuatro años, me cuentan que yo sabía ir a esa escuela solo o cogido de la mano de mi primo Pepe, un año mayor que yo. Cada uno llevaba su silla. Ahora sé que la mayoría de los recuerdos de la infancia son implantados por los padres, los maestros o los vecinos.

Recuerdo, por ejemplo, que después del verano de 1953, en cuanto me apuntaron al Colegio Montessori, una cochera cinco portales más abajo, en la misma acera que mi casa, yo también llamaba cagones a los que iban con don Francisco. Para que se chincharan.

Clase del Montessori con doña Isabel (1953). Soy el quinto de la segunda fila por la izquierda.

Claro que de poco me sirvió aquella alegría tan prematura. Vino el verano y en septiembre me cambiaron a La Salle, un colegio enorme que había sido cárcel. Y no me extrañó saberlo. Era de pago, <<el de más lujo de Almería>>, según mi madre. Tuve una beca del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), o algo así, que mantuve durante muchos años. Lo que nadie me dijo es que iba a sentarme con los niños más ricos de la ciudad.

Colegio La Salle de Almería.

Entonces sí que dio un vuelco mi vida. El primer día de clase yo era el nuevo, asustado y agazapado, entre más de veinte niños vestidos de domingo y algunos peinados con gomina, con el flequillo convertido en un “arriba España” tan de moda. Mis compañeros de aula, y no de clase, no tenían ni idea del Cerro de Paca la Nana ni del Hoyo los Coheteros. Eran de otro mundo. Vivían lejos del barrio de la Caridad. Pronto aprendí a disimular, lo que me ayudó luego para ejercer el periodismo.

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que así se llamaban aquellos frailes, tan amantes de la disciplina y de los que ganaron la guerra civil, me hicieron admirar mucho y echar de menos a las señoritas del Montessori que nos dejaban hacer lo que quisiéramos. Doña Isabel decía que su método era “aprender en libertad” y “enseñar jugando”.

Con aquellos “hermanos” de sotana negra y babero blanco me encontré con el mundo al revés. Niño de barrio obrero en colegio de pago de niños ricos. Primero, me asusté. Mucho más que cuando bajaba solo al Hoyo de los Coheteros. Dónde va a parar. Luego, gracias al anciano hermano Ramón, de Segunda Elemental, al hermano Rufino, un sabio a quien tanto quise, y a los amigos que hice, La Salle me gustó.

No sé cuanto compañeros míos de La Salle se atreverían entonces a entrar, solos, en el Covarrón oscuro de mi barrio. No me atreví a contarles una experiencia inolvidable que me llenaba de orgullo y de terror. Un día, provisto de una vela, entré y llegué hasta la piedra del muerto. Ahora reconozco que, muerto de miedo, salí corriendo del Covarrón. Nunca más volví a entrar. Tuve pesadillas. Sabíamos que el padre del carpintero se había rebanado el cuello allí mismo con una navaja barbera. Siempre que veo a un peluquero afilando su navaja, para afeitar a un cliente, me da repelús.

Con mi padre, en el balneario Diana de Almería.