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Franco durmió en mi barrio

Dos veces durmió el dictador en el palacio Fischer, detrás de mi casa: en 1956 y 1961. Como si fuera un santo, el generalísimo Franco entró bajo palio en la Patrona. Cuento estos recuerdos en La Voz de Almeria y en mi blog de 20minutos.es

Franco durmió en mi barrio. Artículo 24 de mi serie «Almería, quién te viera…», publicado en La Voz de Almería y en mi blog de 20 minutos.es

Almería, quién te viera… (24)

Franco durmió en mi barrio  

J.A. Martínez Soler

Entre el Hoyo de los Coheteros y la Rambla, entre dos cuevas inmensas, había un palacio espléndido. ¡Qué contraste! Era el Cortijo Fischer. Había pertenecido a un cónsul de Dinamarca, pero cuando yo vi pasar a Franco por mi barrio, vivía allí Ramón Castilla Pérez, un señor muy bajito, con gafas oscuras y gran bigote. Era el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento (el partido único procedente de Falange) a quien conocí años más tarde como empleado menor de Campsa.

Los niños soñábamos con entrar algún día, incluso a escondidas, en aquel palacio. Una tarde, yo tenía 9 años, casi lo conseguimos. Saltamos la tapia más baja y nos colamos en el jardín. Avanzamos bastante ocultándonos tras los troncos de enormes ficus y algunos arbustos. Los “grises” de la Policía Armada nos descubrieron y nos echaron a voces, sin necesidad de desenvainar sus porras. Como la pandilla de Guillermo Brown (“Los proscritos”), queríamos comprobar si eran ciertas las leyendas oídas en mi barrio sobre los tesoros que se guardaban allí de los antiguos dueños, unos ricos extranjeros que exportaban la uva “de barco” de Almería, en toneles de madera, al mundo entero.

El edificio, por fuera, era imponente. ¿Cómo sería de lujoso por dentro? Debía de ser espectacular pues allí durmió el mismísimo Franco cuando vino a Almería el 1 y 2 de mayo de 1956. En la prensa y en los carteles le llamaban generalísimo Franco o “Caudillo”. Un pelotas del Régimen escribió entonces que Franco era como Carlos V (“otro Caudillo español del siglo XVI”)

Colocaban su foto, de tamaño enorme y vestido de militar, por todas las calles por donde pasaba, con el texto “Viva Franco”, “Almería saluda al Generalísimo”, “Almería con el Caudillo”. También habían colocado pancartas y pintadas reclamando “Más agua”, “Más árboles”. Me recordaban las rogativas a la Virgen para que lloviera.

Mis padres, vencidos por Franco en la guerra civil, nunca le dieron el título de “generalísimo” a ese general que, como los oí decir alguna vez, sin que me vieran, “dio un golpe de Estado contra la República”. ¿Nunca, nunca? Si lo pienso, quizás, alguna vez le dieron el tratamiento de “caudillo” en público. Por si acaso. Los años del miedo.

En familia nunca los oí hablar bien de Franco. Cuando hablaban mal lo hacían en voz baja y lejos de los niños. Pronto supe que lo hacían para protegernos. “Por si nos íbamos de la lengua”, decía mi madre, tan previsora. No querían correr el riesgo de que repitiéramos en nuestros colegios de pago cosas inconvenientes escuchadas en nuestra casa. Por lo visto, muchos de los padres de nuestros compañeros de colegio habían ganado la guerra. Otros, no. Durante el nazismo de Hitler, aliado de Franco, y el comunismo de Stalin, enemigo de Franco, todos dictadores autoritarios, algunos niños denunciaron a sus padres. Un sistema cruel que usaba el miedo para destrozar familias. También era sabido que, cada vez que se anunciaba la visita del dictador, la policía hacía redadas temporales de sospechosos de poca adhesión a la Dictadura. En tiempos de Fernando VII, el rey felón que mandó fusilar en Almería a Los Coloraos, condenaban a quienes mostraban “escaso fervor en el aplauso”.

Pronto me percaté de que teníamos dos lenguajes: el privado y el público, el real y el oficial. Éramos pequeños, pero no tontos. Esa lección la memorizaría de maravilla durante los nueve años que pasé en colegio La Salle. Allí me quedó claro que los frailes habían ganado la guerra que ellos llamaban “Cruzada”. Mis padres y mis tíos (no todos, pues yo tenía un tío de Falange) la habían perdido. Vaya lío.

En vísperas de la segunda visita del Caudillo a mi tierra y de su paso por la Calle Ramos, esquina al barrio de la Caridad, para dormir en el Cortijo Fischer, vimos mucha actividad por la zona. Albañiles y paletas construían, a toda prisa, tabiques provisionales y enclenques, hechos con cañas y yeso o escayola, para que Franco no viera las chabolas de los pobres ni los solares abandonados llenos de basura y miseria.  Como si fuera un santo, el generalísimo Franco entró bajo palio en la Patrona. También le llevaron a las minas de Rodalquilar donde vio fundir un lingote de oro almeriense. Todo eso lo vimos -cómo no- en el NoDo

Ese mismo día, en mi calle, celebramos “las mayas”, niñas engalanadas y pintadas, sentadas en un trono, para las que pedíamos “una perrica pa la maya, por favor”. Por la noche, celebrábamos las cruces de mayo. La mejor del Distrito Quinto era, sin duda, la del electricista de la calle Restoy que lucía un montón de bombillas de colores que, de niño, me resultaba fascinante.

El día 3 de mayo, con Franco camino de Granada, tumbamos a patadas las endebles tapias falsas de mi barrio. Mucho más tarde supe que lo de tapar la miseria no era solo cosa del dictador español. Por ejemplo, la zarina de Rusia, Catalina la Grande (a la que, por lo visto, quiere imitar ahora el sangriento Putin), viajaba precedida de una tropa de sirvientes que colocaban decorados a ambos lados del camino imperial para que la emperatriz de las todas las Rusias no viera la pobreza del pueblo.

Mucho más trabajo costó a los falangistas almerienses la demolición del Monumento a Los Coloraos (fusilados por Fernando VII en 1824). No pudieron tirarlo a patadas. Seguramente confundieron “coloraos” (el color de las chaquetas británicas que vistieron en Gibraltar los liberales en el siglo XIX) con los “rojos” de la guerra civil del siglo XX. La razón para demoler ese símbolo excelso de la historia de nuestra tierra reza así en un documento de marzo de 1943, dos meses antes de la visita de Franco: “Orden de demolición del monumento a los Coloraos, “…porque lucharon contra nuestras sagradas tradiciones, obedeciendo a consignas extranjeras…”. Quizás viene de ahí la manía que el PP le tiene al Pingurucho.En esa fecha había más de 45.000 españoles de la División Azul de Franco luchando junto a Hitler con uniforme alemán. Un año antes, el 11 de agosto de 1942, ocho almerienses fueron fusilados en la tapia del cementerio, condenados por repartir un folleto (“el parte inglés”) con noticias de la BBC. Ese era el ambiente de entonces.Afortunadamente, con la llegada de la Democracia (y la ayuda del mármol de Macael) pudimos reconstruir el Pingurucho en la Plaza Vieja donde en 2024 celebraremos por todo lo alto el bicentenario de los asesinatos de los mártires por la libertad por orden del rey felón.

Dos veces durmió el dictador en el palacio Fischer, detrás de mi casa: en 1956 y 1961. En cambio, cuando vino por primera vez a Almería, el 9 de mayo de 1943, durmió en otro palacete privado que está en la plaza Circular: la espléndida casa de los González Montoya.El 16 de julio de 2010, le rendí una visita de cortesía a doña Paquita, viuda de José González Montoya, en su espléndido chalé vasco. Quise agradecerle su compromiso con la conservación y mejora del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar que yo presidía entonces. Me mostró su casa señorial. “En esa cama durmió Franco con doña Carmen”, me dijo, no sin picardía, bajando un poco la voz y dándome un codazo cómplice, al mostrarme el dormitorio principal. Nos miramos y ambos, a la vez, soltamos una carcajada.

Su marido, contrario al desarrollo inmobiliario de su finca, la había reservado para sus cacerías. Doña Paquita mantuvo virgen el Cabo de Gata y, en su testamento, cedió el palacete donde durmió el dictador al Ayuntamiento de Almería para sede de un Museo. Me gustó conocerla. A punto de cumplir los 100 años, había evolucionado. Como tantos almerienses.

Franco en el puerto de Almería en 1961

Franco en Almería

Franco en las minas de oro de Rodalquilar en 1956

 

Escrito sobre la demolición del Monumento a Los Coloraos, poco antes de la visita del dictador a Almería

Con mi hijo David a cuestas (1989) ante el pingurucho reconstruido de Los Coloraos.

Con doña Paquita en su casa donde durmió Franco con doña Carmen en 1943

De la escuela de los «cagones» a La Salle

A muchos de mi edad les habrá pasado lo mismo. Pasar de la escuela de don Francisco, la de «los cagones», que no era escuela ni nada, a un colegio de pago como La Salle cambió mi vida. Hoy lo cuento en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Para aquellos que, como yo, no puedan leer la letra pequeña del periódico, copio y pego, a continuación, en texto del articulo 7 con un buen cuerpo en Word.

Almería, quién te viera… (7)

Del Hoyo de los Coheteros a La Salle

J.A. Martínez Soler

En 1951, al final de la calle Juan del Olmo se acababa la ciudad de Almería y empezaban el Cerro de Paca la Nana y el Hoyo de los Coheteros. Muchos gitanos vivían allí en cuevas y chabolas. Apiñados, apelotonados. También, algunos payos más pobres que nosotros. Cuando iba a la escuela de don Francisco, me decían que enfrente vivían el Coco y otros monstruos. No debía, bajo ningún concepto, subir al Cerro ni bajar al Hoyo.

Cosas de la vida. Resultaba que la tía María, la hermana de mi abuela paterna, vivía allí y me llevó de niño unas cuantas veces. Recuerdo que a mí me gustaba ir a su casa/cueva. Un día, la tormenta la inundó de agua. Conocí a varios niños. Una vez me invitaron a una fiesta y me colé con ellos en una boda.

Nunca vi monstruos. Allí solo había gitanos y payos. Gente pobre que vivía en chabolas de hojalata. La piedra caliza del Hoyo era tan blanda que podían excavar cuevas con pico y pala. Eran habitaciones pequeñas, de techo abovedado. Oscuras, pero muy frescas en verano. Se comunicaban entre sí. En aquellas casas/cuevas no tenían agua corriente. La traían en cántaros, garrafas y damajuanas desde la fuente de El Quemadero. Todo aquello olía, eso sí, a pozo negro.

Del Coco, ni rastro. Los mayores mentían mucho. Luego supe que el miedo viene de la ignorancia y de la ignorancia, también el racismo. Con los criterios de hoy, tanto mis padres como casi todos mis vecinos, y buena parte de la sociedad española de aquellos años, éramos racistas con respecto a los gitanos. Afortunadamente, hemos mejorado bastante, aunque no lo suficiente.

Los gitanos y los payos canturreaban. A veces, se peleaban entre ellos. No era raro ver pasar por la puerta de mi casa a un grupo llevando, casi en volandas, a algún herido ensangrentado camino de la Casa de Socorro, cerca de la Iglesia de San Sebastián. Iban corriendo y lanzando maldiciones. Al ruido de sus gritos, mis vecinos salían de sus casas para ver pasar la sangre por su puerta. Contra nuestra voluntad, y curiosidad, las madres nos metían dentro de casa. De aquellas peleas podía proceder el miedo razonable de nuestros padres y sus advertencias para que no bajáramos al Hoyo.

Me parecía a mi que todos sus habitantes eran de una misma gran familia. Chillaban y llamaban a voces a sus hijos. Gritaban más que los de mi calle. Además, como estaban en un agujero muy hundido, como un enorme cráter, todo retumbaba y hacía eco. Sus decibelios eran, desde luego, inversamente proporcionales a su renta. Nos separaban muy pocos metros y muchas pesetas.

Junto al Hoyo, en dirección al Quemadero, había una cueva enorme y oscura que llamábamos el Covarrón. Entrar allí era una prueba de valor, casi un rito iniciático, que nos daba cierto prestigio ante los niños mayores que nosotros. Nos daba miedo entrar allí. No solo por el fuerte olor a basura y a restos de hogueras apagadas por sus antiguos habitantes. Debíamos llegar hasta la piedra donde, no hacía mucho tiempo, apareció un cadáver. Era del padre del carpintero que hizo mi cuna y el ataúd de mi hermana mayor que nació muerta.

Una escuela clandestina

La Escuela de Don Francisco, conocida como <<de los Cagones>>, en la última casa de la calle Juan del Olmo, tenía ventanas frente al Hoyo de los Coheteros que ya no es lo que era. La de don Francisco no era ni escuela ni nada. No tenía ningún cartel en la puerta. Era secreta. Clandestina. Y el maestro, un rojo. Lo supe años más tarde. Era, más bien, un depósito de niños pequeños donde nos llevaban nuestras madres, cada mañana, para irse, con la cartilla de cupones en la mano, a hacer las colas del pan, del petróleo o del carbón.

De la mano de mi primo Pepe, más bajito que yo, íbamos a la escuela de «los Cagones».

Al cumplir los cuatro años, me cuentan que yo sabía ir a esa escuela solo o cogido de la mano de mi primo Pepe, un año mayor que yo. Cada uno llevaba su silla. Ahora sé que la mayoría de los recuerdos de la infancia son implantados por los padres, los maestros o los vecinos.

Recuerdo, por ejemplo, que después del verano de 1953, en cuanto me apuntaron al Colegio Montessori, una cochera cinco portales más abajo, en la misma acera que mi casa, yo también llamaba cagones a los que iban con don Francisco. Para que se chincharan.

Clase del Montessori con doña Isabel (1953). Soy el quinto de la segunda fila por la izquierda.

Claro que de poco me sirvió aquella alegría tan prematura. Vino el verano y en septiembre me cambiaron a La Salle, un colegio enorme que había sido cárcel. Y no me extrañó saberlo. Era de pago, <<el de más lujo de Almería>>, según mi madre. Tuve una beca del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), o algo así, que mantuve durante muchos años. Lo que nadie me dijo es que iba a sentarme con los niños más ricos de la ciudad.

Colegio La Salle de Almería.

Entonces sí que dio un vuelco mi vida. El primer día de clase yo era el nuevo, asustado y agazapado, entre más de veinte niños vestidos de domingo y algunos peinados con gomina, con el flequillo convertido en un “arriba España” tan de moda. Mis compañeros de aula, y no de clase, no tenían ni idea del Cerro de Paca la Nana ni del Hoyo los Coheteros. Eran de otro mundo. Vivían lejos del barrio de la Caridad. Pronto aprendí a disimular, lo que me ayudó luego para ejercer el periodismo.

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que así se llamaban aquellos frailes, tan amantes de la disciplina y de los que ganaron la guerra civil, me hicieron admirar mucho y echar de menos a las señoritas del Montessori que nos dejaban hacer lo que quisiéramos. Doña Isabel decía que su método era “aprender en libertad” y “enseñar jugando”.

Con aquellos “hermanos” de sotana negra y babero blanco me encontré con el mundo al revés. Niño de barrio obrero en colegio de pago de niños ricos. Primero, me asusté. Mucho más que cuando bajaba solo al Hoyo de los Coheteros. Dónde va a parar. Luego, gracias al anciano hermano Ramón, de Segunda Elemental, al hermano Rufino, un sabio a quien tanto quise, y a los amigos que hice, La Salle me gustó.

No sé cuanto compañeros míos de La Salle se atreverían entonces a entrar, solos, en el Covarrón oscuro de mi barrio. No me atreví a contarles una experiencia inolvidable que me llenaba de orgullo y de terror. Un día, provisto de una vela, entré y llegué hasta la piedra del muerto. Ahora reconozco que, muerto de miedo, salí corriendo del Covarrón. Nunca más volví a entrar. Tuve pesadillas. Sabíamos que el padre del carpintero se había rebanado el cuello allí mismo con una navaja barbera. Siempre que veo a un peluquero afilando su navaja, para afeitar a un cliente, me da repelús.

Con mi padre, en el balneario Diana de Almería.