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¡Hala! El martes, 18 a las 20.00h, en el Teatro Apolo de Almería

El próximo martes, 18 de octubre a las 20.00h, estáis invitados a la presentación de mi libro «La prensa libre no fue un regalo» en el Teatro Apolo de Almería, donde yo actué de niño. ¡Qué ganas tenía de pisar mi tierra!. Si estáis por allí, no os lo perdáis.

Invitación al Teatro Apolo, el martes próximo, 18 de octubre, a las 20.00 h.

Me acompañarán en la mesa del venerable escenario estos amigos que glosarán mi libro (aunque sea a favor, con merecidas críticas):

Pedro Manuel de la Cruz, director de La Voz de Almería

Prof. Dr. Rafael Quirosa, catedrático de Historia Contemporánea de la UAL

Manuel Saco Cid, autor del preámbulo, periodista de TVE, cofundador de Cambio 16, El Sol y La Gaceta de los Negocios.

Amalia Sánchez Sampedro, periodista, corresponsal política de TVE y otros medios.

Antonio Cantón Góngora, empresario y moderador del acto.

Para aquellos que no puedan asistir, copio y pego a continuación un artículo resumen de mi libro que escribí hace unos días para El Siglo, a petición de Pepe García Abad, cofundador del semanario Doblón.

«Mi amigo y colega Pepe García Abad (a quien vi el martes 27 en la primera fila del venerable salón de Actos del Ateneo) fue subdirector del semanario Doblón y director en funciones, mientras yo me recuperaba de las heridas provocadas por las torturas de mis secuestradores. Es un periodista y escritor brillante, clave en la Transición y más allá, con quien he compartido grandes aventuras profesionales y muchas risas. Y hasta la construcción de nuestras casas en el mismo barrio. Me ha pedido que le escriba una reflexión sobre mi libro para la revista elsiglodeeuropa.es que él fundó.

Mi artículo en elsiglodeeuropa.es

Lo hago de mil amores y lo comparto también con mis lectores de 20minutos.es. Todo aprovecha para el convento. Gracias, Pepe.»

La prensa libre no fue un regalo

 José A. Martínez Soler

Mi último libro (“La prensa libre no fue un regalo”) trata de la forja de un periodista que transitó de la Dictadura a la Democracia, sin querer volver a las andadas de otra guerra civil tras la muerte de tirano. Fue una lucha larga y arriesgada de los periodistas, pero, sobre todo, de la sociedad española entera a la que el traje, rígido y opresor, impuesto por el dictador se le rompía por las costuras.

Ahí cuento como peleábamos por la libertad de expresión palabra a palabra. Nos procesaban en distintos tribunales especiales, ordinarios o militares, por delitos de prensa o de orden público, la censura nos prohibía el reparto de ejemplares, la policía nos perseguía, nos detenían… Yo mismo fui secuestrado, torturado y sometido a un fusilamiento simulado por haber publicado un artículo sobre la purga de mandos moderados en la Guardia Civil. Con una pistola a dos palmos de mi frente ensangrentada, pensé que iba a morir. Y sigo vivo para contarlo. Por fin, me atrevo a contarlo.

Esta es una historia de periodistas y políticos, de empresarios y trabajadores, que trata de describir, a veces explicar, cómo se gestó la Transición pacífica en España. Una rara historia de éxito. Algunos jóvenes piensan ahora, quizás con razón, que nos quedamos cortos al optar por la reforma política y no por la ruptura total con el pasado. Posiblemente, no saben que tuvimos miedo, mucho miedo. Miedo legítimo al ruido de sables y a la represión policial.

A medida que el dictador se acercaba a su fin, los franquistas, vencedores de la guerra civil, también tuvieron miedo a la eventual revancha de los vencidos. El miedo mutuo, una pizca de generosidad y la desconocida debilidad de ambas partes, nos hizo demócratas. Por eso nació la Constitución del 78, la más larga, y la única en paz, de la historia de España. Por fin, le quitamos la razón al gran poeta Ángel González. Decía que la historia da España era como la morcilla de su pueblo: “se hace con sangre y se repite”. Pues, no. Esta vez no fue así. Se hizo sin sangre y, pese al intento de Golpe de Estado del 23-F de 1981, no se repite.

Aunque no lo parezca, mi generación lo tuvo fácil. Cuando, por razones también biológicas, saltó el tapón generacional de los ex combatientes, incrustados en la prensa de la Dictadura, los jóvenes periodistas, ansiosos de libertad, ocupamos su lugar. Gran oportunidad. Teníamos un presente oscuro y un futuro brillante. Mi compañero de mesa en el diario franquista Arriba nos hablaba de sus batallas en la División Azul que luchó a favor de Hitler. En el despacho de al lado, Antonio Izquierdo solía poner su pistola junto a su máquina de escribir. Cerca de mi mesa había dos redactores próximos al Partido Comunista. Fascistas abiertos y comunistas y demócratas clandestinos convivíamos en la misma redacción. Los primeros, en declive; los segundos, en alza. En la muerte de Franco, la curva descendente de los franquistas se cruzó con la curva ascendente de los demócratas. Eso también ayudó la Transición pacífica.

La Iglesia católica, con el cardenal Tarancón al frente (“Tarancón, al paredón”, gritaban los fascistas del bunker) fue evolucionando lentamente del rígido nacional catolicismo, que bendecía al dictador bajo palio en sus templos, hacia posiciones mas abiertas y dialogantes. Algo parecido ocurrió con el Ejército. Ante la muerte cercana de Franco ya no era una piña. Surgieron los oficiales y jefes de la UMD (la Unión Militar Democrática) que envidiaban a sus colegas portugueses que, con claveles en sus fusiles, nos precedieron en la transición en paz de la Dictadura a la Democracia.

Y la prensa ayudó lo que pudo. Lo contaba como podía. Denunciaba la corrupción generalizada del franquismo y su incapacidad para homologarnos con Europa. Queríamos ser ciudadanos libres, como nuestros vecinos del norte, y no súbditos oprimidos por un tirano que venció en la guerra civil con la ayuda de Hitler y Mussolini.

Muerto Franco, Adolfo Suárez y otros franquistas, convertidos en demócratas de toda la vida, contribuyeron a desarmar las instituciones de la Dictadura, mediante la Ley de Reforma Política, y legalizaron a los sindicatos y partidos clandestinos, incluido el Partido Comunista. Los extremistas o inmovilistas del bunker franquistas se refugiaron durante décadas en sus cuevas. (Solo ahora enseñan su patita con las siglas de VOX). Los demás firmaron los Pactos de la Moncloa y acordaron la Constitución de 1978, la única aprobada sin ruptura con el pasado. Surgieron líderes extraordinarios (Suárez, Abril Martorell, González, Guerra, Carrillo, Fraga, etc.), propiciados por una situación de alto riesgo también extraordinaria. Fue una transición bastante ejemplar, con sus luces y sombras, que ha servido de ejemplo para otros países.

Creo que toda la sociedad española debe felicitarse por ello y animar a los jóvenes para que no se duerman en la defensa de la libertad. “Por ella, Sancho, se puede y se debe aventurar la vida”, dijo don Quijote. La libertad, como el oxígeno, se valora más cuando te falta. Y ésta no nos tocó en una tómbola. Ojalá nunca les falte a los jóvenes de hoy, mejor formados que nosotros. Este no es un libro de texto para futuros periodistas, pero puede ayudarles a construir y consolidar su futuro en libertad conociendo mejor el pasado de su padres y abuelos. Así sea. Y a los de mi generación puede provocarles un ataque de nostalgia (“La sonrisa al trasluz” que decía Gómez de la Serna) y, ¿por qué no?, un chute de amor a España. Amén.

Parta abrir el apetito a posibles compradores, también copio el prólogo que, por ser almeriense y amigo, escribió para mi libro el teniente general Andrés Cassinello, cuyo libro ha sido presentado en Madrid el pasado 5 de octubre:

Prólogo del tte general Cassinello

Prólogo (2) pag 16

Y, ya puestos a presumir, ¿por qué no copiar y pegar el Preámbulo que ha escrito mi amigo Manuel Saco? Ahí va:

Preámbulo que escribió para mi libro Manuel Saco, que editó primorosamente el manuscrito, junto con mi hijo Erik, mi esposa (awestley.com) y el general Cassinello.

Preámbulo (2) pag 18

Preámbulo (3) Pag 19

Preámbulo (4) Pag 20

Primera página de mi libro.

 

 

“Hijo mío, no te signifiques”

Hoy recuerdo uno de los episodios más dolorosos para mi madre, a quien yo tenía por miedosa y cobarde. Hasta que me reveló su historia. Nunca más la tuve por miedosa. Fue una heroína. Lo cuento en La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Mi articulo publicado hoy en La Voz de Almería

Almería, quién te viera… (25)

Hijo mío, no te signifiques

 J.A. Martínez Soler

Hasta aquel día, siempre tuve a mi madre por miedosa. Sus frases típicas eran fruto del temor que habitaba entre nosotros durante la Dictadura de Franco. “Las paredes oyen” , “En boca cerrada no entran moscas” o bien, “Hijo mío, no te signifiques” eran sus tres mandamientos favoritos. En el verano de 1963, con 16 años, visité a mi tío Antonio, el miliciano exiliado en Francia. Me llevé un buen chasco. “¿Miedosa, mi Isabel? No sabes lo que dices. Tu madre merece un monumento. Salvó la vida a muchos vecinos de Nacimiento. Pregúntale si sabe algo del hijo de su primo José León”, me replicó mi tío.

En 1984, el primer gobierno socialista desde la guerra aprobó una Ley por la que se reconocía la paga de jubilado a los españoles que habían pertenecido al Ejército de la II República. Mi padre quiso cobrar su pensión de suboficial republicano y lo consiguió. Siempre estuvo orgulloso de su lucha en defensa de los ideales de la República y esta paga fue para él un símbolo de la reconciliación en España. Tras el éxito de esta gestión burocrática, mi madre me pidió que ayudara también a su prima Paca a cobrar la pensión de viuda de militar de la II República. Lo conseguimos también, pero no fue tan fácil.

La República daba a su marido, el primo José, por “desaparecido”, lo que equivalía a muerto en combate. Entonces fue cuando recordé algo de lo que, en 1963, me contó el tío Antonio cuando le visité en Francia. En una tarde fresquita, invité a mi madre a tomar un helado de chocolate en la terraza de la heladería Adolfo del Paseo Versalles. Le pedí que me contara lo que supiera sobre sus primos José y Paca. Conocía algunos detalles de esa historia, pero me faltaban piezas para armar el puzzle. Para vencer su miedo secular a hablar de la guerra civil, le insistí en que podía fiarse de mí y que no lo contaría jamás sin su permiso. Soltó una carcajada socarrona. Con su sorna habitual, me hizo esta observación:

– “¿Fiarme yo de un periodista? ¡Pero qué cosas tienes, hijo mío! Tú eres mu confiao. Mira lo que te pasó en la mili, por bocazas. ¿Y qué me dices de los que te secuestraron y torturaron? ¡Es que no aprendes!”

Entonces le dije:

– “A mí no me importa tanto, pero el hijo de José y de Paca, que vendrá a verme a Madrid, tiene derecho a saber lo que pasó con su padre. Y me ha pedido que te lo pregunte a ti porque piensa que su madre solo le ha contado una parte pequeña de la historia”.

Con este recurso conseguí que me contara, con algunas lágrimas, algo de lo que pasó en Nacimiento, su pueblo. Me dijo que José y Paca se casaron poco antes de la guerra. Se querían con locura y, por desgracia, solo vivieron juntos unos meses. Mientras José estuvo en el frente, en el de Teruel, como mi padre, no supieron nada de él.

Con gesto de misterio, y aun bajando más la voz, me dijo que, a principios de los años 40, poco después de acabar la guerra, cuando estaba en Nacimiento huyendo del hambre, recibió un recado muy raro de un amigo del tío Antonio, que estaba en la sierra con los maquis. Al atardecer del día siguiente, debía pasar varias veces, pero sin detenerse, por la fuente del Acebuche de Nacimiento. Según le dijo, “era cuestión de vida o muerte”.

“El corazón me dio un vuelco cuando vi a José allí mismo, después de darle por muerto. Parecía totalmente un mendigo. Nos abrazamos.” Mi madre intentó convencerle de que se fuera a Francia como su Antonio. Paca se reuniría allí con él. Le dijo que el pueblo estaba lleno de guardias civiles, y hasta de tropas del Ejército, que buscaban a los maquis de día y de noche por toda la sierra de los Filabres y Monte Negro. Le advirtió de que aún se oían tiroteos no lejos del pueblo.

Mi madre preparó un plan, que había usado otras veces, para que José pudiera bajar del monte, envuelto en mantones negros como si fuera una mujer, sin levantar sospechas en la Guardia Civil. Arriesgando su vida, acompañaba a su primo hasta su casa en el pueblo. Aquellas visitas nocturnas se fueron convirtiendo en una rutina. Cuando aumentaron los golpes de la guerrilla, en algún momento ella llegó a creer que José se había olvidado del proyecto de huir a Francia con su mujer. Por otros maquis, mi madre supo que José era uno de sus cabecillas. Un día encontró a su prima Paca con mala cara. Había estado vomitando. La acompañó, andando rambla arriba, al médico de Gérgal.

– “Me lo temía. Lo que faltaba: preñada. Me rogó, me suplicó, por lo que más quisiera, que no se lo dijera a su José y que no le trajera nunca más al pueblo. Temía por su vida, si alguien más se enteraba de su embarazo. Siendo, como era, una mujer honrá, irían a por él”.

Le prometió no traer más a José al pueblo. Durante varios meses, José envió mensajes desesperados pidiendo ver a mi madre. Ella acudió al lugar de las citas anteriores, pero sin disfraz para él. Él creía que Paca se había cansado de esa vida tan dura de la guerrilla. Llegó a pensar que ya no le quería. Mi madre guardó un largo silencio.

“Eso me dolió mucho. Ahí perdí el control y metí la pata. Fue el error más grande de mi vida. Aún no me lo perdono. Por eso nunca he querido hablar de esto con nadie. Le dije: No puedes bajar más al pueblo porque Paca está preñada y la Guardia Civil lo sabe. Van a por ti”.

José se quedó de una pieza. Solo repetía y repetía:

– “Tengo que verla, prima, tengo que verla; aunque solo sea una vez. Y esta vez va en serio. Te lo prometo: nos iremos a Francia con tu Antonio. Ya lo tengo to arreglao. Díselo”.

Entre suspiros y algún gemido, me madre me dijo: “No volví a verle nunca más. Pobretico mío. A los pocos días, vi mucho movimiento de guardias por to los alrededores del pueblo. Esa noche no pude pegar ojo. De madrugá, me sobresaltó una ensalá de tiros que venían de mu cerca. El tiroteo duró más de una hora o de dos horas. Poco antes de amanecer ya no volví a oír ningún tiro”.

Cuando se hizo de día, mi madre fue, desesperada, a casa de Paca. Allí estaba, con un guardia civil a cada lado. Recibió a mi madre con estas palabras: “Me lo han quitao, prima. A mi José, me lo han quitao. Acribillao a tiros en el terrao. Y se han llevao su cuerpo”.

Aguantó en el terrado hasta que se le acabaron las balas. Mi madre terminó así su relato:  «Ya se lo puedes contar así a su hijo José cuando vaya a verte a Madrid. Dile que su padre fue un hombre cabal, enamorao de su madre y fiel a sus ideales”.

Abracé a mi madre y le di las gracias. Después de esa tarde, unidos por aquel doloroso secreto compartido, ya no fuimos los mismos. Nunca más la tuve por miedosa.

Mi madre, Isabel Soler, en 1936

 

Mi padres

De bebé con mis padres

Con mis padres, mi hija Andrea y mi tío Antonio, el miliciano, cuando vino a mi casa en Almería después de la muerte de Franco.

Me sorprendió que no me publicaran ayer mi artículo de la serie «Almería, quien te viera» que suele salir cada domingo. Hasta que vi la portada de La Voz de Almería. ¡Qué tonto fui! ¿Como no me iba a desplazar del domingo un notición como el pase del equipo de Almería a Primera División? Seis o siete páginas de fútbol. Razón de más. El director de La Voz, Pedro Manuel de la Cruz, me dijo que «el futbol lo trastoca todo». Le comprendí. Yo hubiera hecho lo mismo. Faltaría más.

Portada de La Voz de Almería de ayer domingo

¡Enhorabuena, Almería! Me alegré de la victoria del Real Madrid en la Champion. Pero me alegró mucho más ver al equipo de mi tierra en Primera. ¿Por qué será?

El Almería volvió ayer a la Primera División

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lazarillo de mi tía ciega

Ya soy profeta en mi tierra. El director del diario La Voz de Almería, Pedro Manuel de la Cruz, ha publicado mi artículo 4 de memorias de infancia y adolescencia ¡en domingo! A muchos les parecerá esto una minucia, pero para un jubilado feliz y vanidoso como yo esto significa que aún soy alguien en mi tierra… O bien, que, por las fiestas, no tenía nada mejor a mano en la nevera de la redacción. He sido cocinero antes que fraile y sé lo que se cuece en la cocina.

Mi recuerdo de mi tía Matilde publicado hoy domingo en La Voz de Almería.

Es la única foto que conservo de mi tía Matilde. Al encontrarla en mi sótano no pude reprimir los buenos recuerdos que guardo de ella. Copio y pego en mi blog de 20minutos.es el texto del artículo en Word, en un cuerpo más grande y cómodo, para los de mi edad que no sepan agrandar este PDF en el móvil con sus dedos.

Almería, quién te viera… (4)

Lazarillo de mi tía ciega

 J.A. Martínez Soler

Hace unos cuarenta años visité a mi familia de Tabernas (Almería) para que conocieran a mi hijo Erik. En cuanto vi los cuartos/buharilla de la servidumbre (las “camarillas”) me acordé de lo mucho que aprendí como Lazarillo de mi tía Matilde. Fue mi maestra em el arte del disimulo.

Matilde Martínez Madolell, hermana de mi abuelo paterno, era una superviviente sagaz. Solo veía bultos o manchas en movimiento. A veces, ni eso. Únicamente, sombras. Pero no era ciega de nacimiento. Perdió la vista en plena juventud. Cuando yo tenía ocho años, me decía que podía imaginar lo que le contaba “como si lo estuviera viendo”. Hasta su muerte, ella fue la última de los Martínez que vivió en una de esas “camarillas” de Tabernas que dieron nombre a toda mi familia paterna.

Mi abuela, Dolores Idáñez, salió huyendo de la miseria de Tabernas, a pie, en los años veinte, con dos hijos pequeños. Aterrizó de sirvienta en la casa señorial de doña Serafina Cortés y de don Andrés Cassinello. Pocas veces regresó a su pueblo. Su marido, mi abuelo Juan, había muerto por la epidemia de gripe del año 1918, mal llamada “española”. Nunca pude imaginarme lo que dignificó aquella tragedia europea hasta que viví la pandemia del coronavirus. Casi toda su familia había huido de la pobreza, como ella, pero a lugares más lejanos: Argentina y Cataluña.

Cada vez que mi tía abuela venía a Almería, a tratarse los ojos con doña Elena, su oculista y protectora, yo era su lazarillo. Lo hacía, casi siempre, con mucho gusto. Y ella, la mayor y más fina halagadora que he conocido en mi vida, me mimaba. Me traía caramelos y un puñado de almendras. Decía que yo era su lazarillo favorito. Era el único.

No sé si fui buen lazarillo. Sí fui, casi seguro, su mejor alumno en el arte de halagar con finura. Sin que apenas se notara. De ella aprendí la eficacia del halago crítico, el más provechoso de todos para el ejercicio del periodismo.

-“Tiene usted un defecto muy grande y se lo digo de corazón: su perfeccionismo, tan exagerado, no le favorece”, decía mi tía a su protector o protectora.

Un halago como éste entra fácil en el sujeto digno de tales presuntas alabanzas. Es creíble, pues va envuelto en suave crítica. Libre de resistencias y prevenciones, el ego del receptor engorda, sin percatarse del efecto retardado del halago crítico. Le estalla dentro. Y lo agradece el doble. Doble propina para mi tía Matilde. ¡Qué habilidad y delicadeza en sus engaños! En ocasiones, lucía tanta mala leche como el ciego de Tormes y tanta picaresca como su Lazarillo.

En la capital, yo era su bastón habitual. Cogida de mi brazo, íbamos andando, a veces a paso ligero, a su consulta oftalmológica y a una ronda de visitas, casi siempre las mismas, que yo conocía como la palma de mi mano. La doctora nunca le cobró ni un céntimo por sus revisiones de ojos ni por sus tratamientos. Al contrario, le daba gratis sus pomadas y gotas. Además, cuando ya no le quedaban pacientes en la sala de espera, nos daba de merendar a los dos y le preguntaba por su vida en Tabernas y por la de sus conocidos. Al despedirse, doña Elena le metía disimuladamente unos billetes en el bolsillo. “¡Que Dios se lo pague!”, le decía mi tía agradeciendo la limosna.

Ella sabía casi todo sobre la gente rica del pueblo. Podría haber sido una gran periodista del corazón, en la sección que entonces se llamaba “Ecos de Sociedad”. Tenía poca vista, pero no perdía ningún sonido. Los acechaba. A falta de ojos, oído avizor. Estaba al corriente de las novedades, detalles, minucias, escándalos, rumores y habladurías de la gente principal, cuyas casas frecuentaba en busca de limosna, comida, información o compañía.

Catedrática del disimulo

Recogía información a espuertas. La distribuía, eso sí, con cuentagotas. Despachaba las migajas más sabrosas o morbosas con gran eficacia. Compadecía, casi al borde de la lágrima, las desgracias que sufrían los conocidos de Tabernas y otros pueblos de alrededor. Conocedora de que la envidia era, como ella me decía, “el deporte nacional de España”, nunca relataba éxitos ajenos, de personas ausentes, que pudieran reducir la limosna del oyente. Daba gusto verla y oírla. Gran actriz. Lo hacía con una habilidad y sutileza que jamás encontré en los diplomáticos de carrera. No le faltaban moralejas ni jaculatorias muy adecuadas para cada momento. Catedrática del disimulo.

Era orgullosa. Y muy limpia. Procuraba no dar nunca lástima a nadie. Les hablaba con modestia, pero sin servilismo. Más de una vez, como si actuara de maestra, la escuché dar broncas cariñosas a sus protectoras. “Usted siempre ha sido más generosa; muéstrese como ha sido hasta ahora: la mejor. Y discúlpese”, les decía, por ejemplo, ante las críticas a otra igual. Mi tía gesticulaba y movía su cabeza como si sus ojos grises, cubiertos por gafas oscuras enormes, escudriñaran el escenario.

En ocasiones, exhibía un cierto mal genio, controlado o fingido, para dramatizar mejor el relato. Por encima de todo, manejaba su lengua como un florete de seda.

Cuando entré en la adolescencia, y fui más consciente de sus actuaciones magistrales, aumentó mi comprensión hacia el comportamiento de la tía Matilde hasta disculpar sus engaños de mendiga pícara. Me reía mucho con ella. A esa edad, pude apreciar mejor su arte al repartir los halagos, y las migajas informativas, entre sus protectores. Era exquisita y habilidosa. Otro ejemplo inolvidable:

-“Hace usted muy bien en alegrarse del éxito de Fulanita; en eso, demuestra usted su grandeza. Compadecer un fracaso no tiene mérito, lo hace cualquiera. Usted es muy especial”.

De adulto, al analizar el qué y el porqué de las limosnas, comprendí que ella era una superviviente de muchas tragedias. Era la más pequeña de su familia. Quedó huérfana siendo una niña. Era muy guapa. Perdió a su novio en la gripe de 1918 que asoló el país. Por lo mismo, también murió su hermano favorito, mi abuelo Juan. Nadie sabe por qué, un día sufrió lo que mi prima Amalia llamó “un pasmo” y se quedó ciega. Ciega, sola y pobre.

Sus protectores, mayoritariamente mujeres de buena posición, le daban regularmente limosnas, en dinero o en especies, a cambio de chismes, misas y oraciones por sus almas y las de sus muertos. O, quizás, simplemente, por la oportunidad que les brindaba de sentirse mejores personas; la oportunidad de poder ser caritativas. Ella explotaba ese favor que hacía a sus protectoras.

Era incapaz de anotar por escrito los encargos que recibía de misas, novenas y otros rezos y liturgias por la salvación del alma de sus mecenas fallecidos y asociados. ¿De qué podían servirle las notas si no podía leerlas? No le hacían falta. La tía Matilde había desarrollado una memoria prodigiosa. No se le escapaba ningún encargo.

Abrigada con un enorme mantón negro y pañuelo del mismo color, que cubría un moño gris perfectamente armado, pasaba muchísimo tiempo en la iglesia parroquial de Tabernas. También en la de los Franciscanos, cerca de mi casa, adonde yo la llevaba y la recogía fuera de las horas de clase.

En el fondo, no debía de ser muy beata. A veces, yo me preguntaba si creía en Dios o todo en ella era puro teatro. Sin duda, la cercanía al altar le podría resultar muy rentable. Creo que exageraba su piedad religiosa que, a veces, rozaba la mojigatería. Al pasar tantas horas en las iglesias consolidaba su prestigio de mediadora ante Dios, la Virgen y los santos. A mí me parecía, más bien, una persona bastante práctica y cínica. Bueno, quizás, más pícara que cínica. Dominaba el arte de engordar los egos ajenos y amansar los miedos de sus benefactores. El miedo a la muerte estaba de su parte.

De no ser por la ceguera, mi tía abuela podría haberse hecho rica como vidente o asesora de empresas. Una vez le oí decir que, si olvidaba rezar o pagar unas misas a favor del alma de alguien, cuyo encargo tenía, y había cobrado, no había forma humana de cursar reclamaciones “desde el otro barrio”. Cogida de mi brazo, sin mirarme con sus ojos secos, como si hablara para ella misma, me decía:

-“Sería la primera vez que alguien regresara del purgatorio para exigir su pase al cielo por las misas que yo olvidé pagarle al cura”.

Acto seguido, me apretaba el brazo y soltaba una risita que a mí me parecía muy reveladora de su carácter. Y de su inteligencia práctica. Siempre agradecí sus enseñanzas y admiré su maestría.

Pie de foto:

Con mi tía Matilde y mi hijo Erik, junto a las camarillas, al pie del castillo de Tabernas.