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Un secreto a voces en La Salle de Almería

Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar que quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte.

Excursión al cortijo de los frailes de La Salle en Almería. Estoy detrás del que lleva el palo.

Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.

Para aquellos que no puedan leer la letra pequeña del diario o no puedan ampliar la foto de esta página de La Voz de Almería de hoy, copio y pego en texto del artículo en un cuerpo más grande en Word.

Fiesta en La Salle. Soy el tercero, segunda fila por la derecha.

Almería, quién te viera… (10)

 Un secreto a voces en La Salle de Almería

J.A. Martínez Soler

Jamás he contado nada de esto por escrito. Verbalmente, solo a tres amigos íntimos, compañeros de aula. Los tocamientos y abusos que sufrí una vez en el Colegio La Salle de Almería, cuando yo era preadolescente, me dejaron una huella traumática escondida. A veces, para tratar que quitarle hierro al asunto, nos hemos reído al comentarlo entre estos amigos de clase que sufrieron la misma o parecida suerte. Me dejó, además, una basurilla en mi corazón y la convicción de que algunos frailes eran unos hipócritas de tomo y lomo de los que no te podías fiar. <<Una cosa es lo que dicen y otra, lo que hacen>>. El abuso sexual era algo feo que formaba parte de los secretos más íntimos de aquel mundo siniestro. A veces, aterrador.

El poderoso abusaba del débil. El mayor, del menor. Lo veíamos, no sin dolor, como algo casi inevitable. A nadie se le hubiera ocurrido entonces denunciar tales delitos a la policía, ni siquiera decirlo a sus padres. Guardé el secreto con tal fuerza y de tal forma, hasta para mí, que procuré olvidarlo completamente. Comparado con lo que sospechábamos que pasaba con algunos alumnos internos, sin pruebas fehacientes, lo mío carecía de importancia.

Lo peor de todo fue la decepción que me causó aquel fraile, que presumía de ser más amigo que profesor, cuando “se pasó de la raya”. Esa era la expresión de moda entre los niños para identificar a los pederastas con sotana. Ocurrió en el despacho del hermano prefecto cuando éste estaba de viaje y el hermano José ocupó provisionalmente su puesto. Me llamó al despacho, que tanto miedo nos causaba, para explicarme algo que ya no recuerdo y me sentó en sus rodillas.

Tenía ocho o nueve años y llevaba poco tiempo en el Colegio. Yo confiaba en él. Conmigo se mostraba simpático y generoso. Me daba caramelos y vales de buen comportamiento para mejorar mis notas o aliviar los castigos. En un momento, pasó de acariciarme el cuello y la cara a mis muslos. Yo vestía pantalón corto. Enrojecí de vergüenza y de impotencia. Me quedé paralizado. Él apestaba a sudor seco. Su respiración se aceleraba. No pude o no supe reaccionar hasta que me abrazó e intentó acariciarme el pito. O sea, hacerme una paja. Llegó a tocarlo. Aturdido, salté de sus rodillas, a punto estuve de caerme rodando por el suelo, y salí corriendo, espantado, de aquel despacho/mazmorra.

Tardé mucho tiempo en volver a cruzarme con él o a mirarle a la cara. Por supuesto, dejó de darme regaliz, bolas dulces y vales. Me daba miedo. Al año siguiente, fue trasladado a otro colegio, lejos de Almería. Entre los niños, el comportamiento de aquel fraile pederasta, y de otros con tendencias depravadas parecidas, era un secreto a voces. Sin especificar, decíamos: “Cuidado con éste o con aquél; ya sabes”.

Ahora ya sabemos, sí, que la jerarquía eclesiástica católica, sobre todo la española, encubría y encubre persistentemente los delitos de pederastia de sus curas y frailes, sexualmente reprimidos por el celibato, enfermos mentales o simplemente pervertidos. A veces, también los premia. Ese fue el caso del papa Juan Pablo II, que ya es santo, con el tenebroso padre Marcial, violador de niños y fundador de los Legionarios de Cristo. La Iglesia Católica aún tiende a tratar las violaciones de niños solo como pecado, no como un delito penal. Afortunadamente, el papa Francisco, que no es como el presunto santo Juan Pablo II, empieza a hablar en público del asunto. Su portavoz para la lucha contra los abusos sexuales de curas y frailes, el jesuita Hans Zollner, ha dicho que “esconder lo que la sociedad ya sabe no es creíble”.

Cientos de casos sangrantes ocurrieron en Massachusetts, uno de los Estados norteamericanos con más católicos, donde creció mi mujer. Incluían multitud de violaciones de niños, descubiertas por unos colegas del diario The Boston Globe, probadas en juicio, que han llevado a muchos sacerdotes y religiosos a la cárcel. (Véase la película Spotlight, ganadora del Oscar en 2016). Las indemnizaciones ordenadas por los jueces rozan los 3.000 millones de dólares, lo que ha llevado a la archidiócesis a la bancarrota. El cardenal arzobispo de Boston, que hizo la vista gorda, sigue huido y refugiado en el Vaticano. El papa emérito Benedicto XVI, acusado ahora de encubrir otros casos de clérigos abusadores de menores, cuando era arzobispo de Munich, sigue en el Vaticano sin dar la cara. Finalmente, ayer mismo pidió perdón como ex arzobispo de Munich y Papa emérito.

También la católica Irlanda está plagada de escándalos de pederastia que salen frecuentemente a la luz y acaban en los tribunales con indemnizaciones de 1.500 millones de euros. Con la cantidad de propiedades que tiene el clero en España no les supondría una gran pérdida vender inmuebles para compensar algunos de los daños gravísimos que han cometido contra sus víctimas indefensas. Lo peor, no obstante, es la impunidad. El todavía obispo de Tenerife llegó a decir impunemente que los niños provocaban a los clérigos.

En Francia, 330.000 víctimas en 70 años. En Australia no prescriben nunca esos delitos. ¿Qué pasa en España? ¿Acaso creemos que no ocurre aquí algo parecido a lo de Estados Unidos, Irlanda, Francia, Alemania o Australia? El silencio sepulcral que cubre los casos de pederastia de curas y frailes en España no tiene que envidiar, en nada, a la “omertá” que protege, con el secreto cómplice, a la mafia en Italia. España no puede ser tan diferente. La complicidad con el silencio es criminal. “Hay circunstancias en las que callarse es mentir”. Lo aprendí de Unamuno.

En las últimas semanas, han alzado su voz varios adultos valientes que, cuando eran niños, sufrieron violaciones y otros abusos sexuales por parte de frailes y curas católicos. Quizás, por eso, y por el informe que El País entregó al Papa Francisco con más de doscientos casos de pederastia en la Iglesia Católica en España, la Fiscalía ha tomado ya cartas en el asunto y todos los partidos políticos, excepto VOX y PP, se han mostrado partidarios de formar una Comisión de Investigación sobre estos delitos que podría ser dirigida por el Defensor del Pueblo. Ya era hora. Esta nueva atmósfera de esperanza en la lucha por la Justicia y contra el encubrimiento culpable de la jerarquía católica, me anima también a mi a contar ahora aquella triste experiencia.

He superado en mi vida tres mudanzas transatlánticas, saltos de 6.000 kilómetros, con toda la familia a cuestas. Ninguna de ellas me causó tanto trauma como la que me llevó del Colegio Montessori al Colegio La Salle cuando estaba a punto de cumplir los ocho años. El primer día que pisé aquel edificio enorme, que fue cárcel, quise salir corriendo hacia mi barrio y al regazo del Montessori.

Mi foto oficial en el Colegio Montessori, en una cochera de la calle Juan del Olmo, Almería.

En el 2013, hace 9 años, celebramos en La Salle (copas, misas, banquetes, risas) los 50 años de nuestra promoción de Ingreso en Bachillerato. Los actos conmemorativos, ciertamente emocionantes y agridulces, fueron presididos por la ausencia de nuestros compañeros difuntos.  A mí me tocó el honor, indeclinable, de dar el discurso de nuestras “Bodas de Oro” y del Primer Siglo de La Salle en Almería, juntos, en el Auditorio Maestro Padilla lleno a rebosar. Mi único mérito, adquirido durante ese medio siglo, lo sé, había sido simplemente salir en la tele. Para muchos, y especialmente para mi madre, salir en la tele era el no va más. Lo que dije allí, y está publicado, era verdad: un canto a la excelencia educativa de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Mi agradecimiento hacia la mayoría de mis frailes (los hermanos Sebastián, Felipe, Amado de María, Rufino, Pelayo, Joaquín, León, etc.,) también fue sincero.

Compañeros de curso tras la representación de Gólgota 36, en La Salle. En el centro, el hermano Joaquín, alias Cabezón, bruto y noble. Yo soy el primero por la derecha. El hoy general Manuel Jesus Solana es el primero por la izquierda.

Como ya era habitual en mí, no dije todo lo que pensaba. Oculté los abusos de los pederastas. Para entonces, yo gozaba del grado de maestro del disimulo. Ahora es distinto. Mi reciente jubilación, con la casa pagada y mis hijos criados, ha quebrado mi carrera triunfal hacia al doctorado en el arte de la diplomacia. Ya puedo decir y escribir casi todo lo que me de la gana. Como si fuera libre. Eso hago, por ejemplo, ahora. De los frailes no pederastas recibí una excelente educación y, por ello, les debo gratitud. De las manzanas podridas (“ya sabes”) huíamos como del diablo. Aquello era un secreto a voces. Ojalá, por fin, los culpables paguen penalmente por sus delitos y así se haga justicia con las víctimas.

 

 

 

 

 

 

De la escuela de los «cagones» a La Salle

A muchos de mi edad les habrá pasado lo mismo. Pasar de la escuela de don Francisco, la de «los cagones», que no era escuela ni nada, a un colegio de pago como La Salle cambió mi vida. Hoy lo cuento en el diario La Voz de Almería y en mi blog de 20minutos.es.

Para aquellos que, como yo, no puedan leer la letra pequeña del periódico, copio y pego, a continuación, en texto del articulo 7 con un buen cuerpo en Word.

Almería, quién te viera… (7)

Del Hoyo de los Coheteros a La Salle

J.A. Martínez Soler

En 1951, al final de la calle Juan del Olmo se acababa la ciudad de Almería y empezaban el Cerro de Paca la Nana y el Hoyo de los Coheteros. Muchos gitanos vivían allí en cuevas y chabolas. Apiñados, apelotonados. También, algunos payos más pobres que nosotros. Cuando iba a la escuela de don Francisco, me decían que enfrente vivían el Coco y otros monstruos. No debía, bajo ningún concepto, subir al Cerro ni bajar al Hoyo.

Cosas de la vida. Resultaba que la tía María, la hermana de mi abuela paterna, vivía allí y me llevó de niño unas cuantas veces. Recuerdo que a mí me gustaba ir a su casa/cueva. Un día, la tormenta la inundó de agua. Conocí a varios niños. Una vez me invitaron a una fiesta y me colé con ellos en una boda.

Nunca vi monstruos. Allí solo había gitanos y payos. Gente pobre que vivía en chabolas de hojalata. La piedra caliza del Hoyo era tan blanda que podían excavar cuevas con pico y pala. Eran habitaciones pequeñas, de techo abovedado. Oscuras, pero muy frescas en verano. Se comunicaban entre sí. En aquellas casas/cuevas no tenían agua corriente. La traían en cántaros, garrafas y damajuanas desde la fuente de El Quemadero. Todo aquello olía, eso sí, a pozo negro.

Del Coco, ni rastro. Los mayores mentían mucho. Luego supe que el miedo viene de la ignorancia y de la ignorancia, también el racismo. Con los criterios de hoy, tanto mis padres como casi todos mis vecinos, y buena parte de la sociedad española de aquellos años, éramos racistas con respecto a los gitanos. Afortunadamente, hemos mejorado bastante, aunque no lo suficiente.

Los gitanos y los payos canturreaban. A veces, se peleaban entre ellos. No era raro ver pasar por la puerta de mi casa a un grupo llevando, casi en volandas, a algún herido ensangrentado camino de la Casa de Socorro, cerca de la Iglesia de San Sebastián. Iban corriendo y lanzando maldiciones. Al ruido de sus gritos, mis vecinos salían de sus casas para ver pasar la sangre por su puerta. Contra nuestra voluntad, y curiosidad, las madres nos metían dentro de casa. De aquellas peleas podía proceder el miedo razonable de nuestros padres y sus advertencias para que no bajáramos al Hoyo.

Me parecía a mi que todos sus habitantes eran de una misma gran familia. Chillaban y llamaban a voces a sus hijos. Gritaban más que los de mi calle. Además, como estaban en un agujero muy hundido, como un enorme cráter, todo retumbaba y hacía eco. Sus decibelios eran, desde luego, inversamente proporcionales a su renta. Nos separaban muy pocos metros y muchas pesetas.

Junto al Hoyo, en dirección al Quemadero, había una cueva enorme y oscura que llamábamos el Covarrón. Entrar allí era una prueba de valor, casi un rito iniciático, que nos daba cierto prestigio ante los niños mayores que nosotros. Nos daba miedo entrar allí. No solo por el fuerte olor a basura y a restos de hogueras apagadas por sus antiguos habitantes. Debíamos llegar hasta la piedra donde, no hacía mucho tiempo, apareció un cadáver. Era del padre del carpintero que hizo mi cuna y el ataúd de mi hermana mayor que nació muerta.

Una escuela clandestina

La Escuela de Don Francisco, conocida como <<de los Cagones>>, en la última casa de la calle Juan del Olmo, tenía ventanas frente al Hoyo de los Coheteros que ya no es lo que era. La de don Francisco no era ni escuela ni nada. No tenía ningún cartel en la puerta. Era secreta. Clandestina. Y el maestro, un rojo. Lo supe años más tarde. Era, más bien, un depósito de niños pequeños donde nos llevaban nuestras madres, cada mañana, para irse, con la cartilla de cupones en la mano, a hacer las colas del pan, del petróleo o del carbón.

De la mano de mi primo Pepe, más bajito que yo, íbamos a la escuela de «los Cagones».

Al cumplir los cuatro años, me cuentan que yo sabía ir a esa escuela solo o cogido de la mano de mi primo Pepe, un año mayor que yo. Cada uno llevaba su silla. Ahora sé que la mayoría de los recuerdos de la infancia son implantados por los padres, los maestros o los vecinos.

Recuerdo, por ejemplo, que después del verano de 1953, en cuanto me apuntaron al Colegio Montessori, una cochera cinco portales más abajo, en la misma acera que mi casa, yo también llamaba cagones a los que iban con don Francisco. Para que se chincharan.

Clase del Montessori con doña Isabel (1953). Soy el quinto de la segunda fila por la izquierda.

Claro que de poco me sirvió aquella alegría tan prematura. Vino el verano y en septiembre me cambiaron a La Salle, un colegio enorme que había sido cárcel. Y no me extrañó saberlo. Era de pago, <<el de más lujo de Almería>>, según mi madre. Tuve una beca del PIO (Patronato de Igualdad de Oportunidades), o algo así, que mantuve durante muchos años. Lo que nadie me dijo es que iba a sentarme con los niños más ricos de la ciudad.

Colegio La Salle de Almería.

Entonces sí que dio un vuelco mi vida. El primer día de clase yo era el nuevo, asustado y agazapado, entre más de veinte niños vestidos de domingo y algunos peinados con gomina, con el flequillo convertido en un “arriba España” tan de moda. Mis compañeros de aula, y no de clase, no tenían ni idea del Cerro de Paca la Nana ni del Hoyo los Coheteros. Eran de otro mundo. Vivían lejos del barrio de la Caridad. Pronto aprendí a disimular, lo que me ayudó luego para ejercer el periodismo.

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que así se llamaban aquellos frailes, tan amantes de la disciplina y de los que ganaron la guerra civil, me hicieron admirar mucho y echar de menos a las señoritas del Montessori que nos dejaban hacer lo que quisiéramos. Doña Isabel decía que su método era “aprender en libertad” y “enseñar jugando”.

Con aquellos “hermanos” de sotana negra y babero blanco me encontré con el mundo al revés. Niño de barrio obrero en colegio de pago de niños ricos. Primero, me asusté. Mucho más que cuando bajaba solo al Hoyo de los Coheteros. Dónde va a parar. Luego, gracias al anciano hermano Ramón, de Segunda Elemental, al hermano Rufino, un sabio a quien tanto quise, y a los amigos que hice, La Salle me gustó.

No sé cuanto compañeros míos de La Salle se atreverían entonces a entrar, solos, en el Covarrón oscuro de mi barrio. No me atreví a contarles una experiencia inolvidable que me llenaba de orgullo y de terror. Un día, provisto de una vela, entré y llegué hasta la piedra del muerto. Ahora reconozco que, muerto de miedo, salí corriendo del Covarrón. Nunca más volví a entrar. Tuve pesadillas. Sabíamos que el padre del carpintero se había rebanado el cuello allí mismo con una navaja barbera. Siempre que veo a un peluquero afilando su navaja, para afeitar a un cliente, me da repelús.

Con mi padre, en el balneario Diana de Almería.