Plano Contrapicado Plano Contrapicado

“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

En los finales está la gloria

Mi buen amigo Jesús Generelo odia que se le cuenten cosas de una película antes de que la haya visto. Todo lo más que acepta son nombres, el director, los actores, algún otro, pero, por dios, nada de argumento. Yo le digo que muchos no podríamos ganarnos el sueldo si su ejemplo cundiera. Por fortuna, es mucho más numerosa la feligresía de los amantes del cine que adoran comentar y que se les comenten las películas, descomponerlas, incluso, sin destrozar el intríngulis, claro. Gracias a eso existen programas de cine en televisión, como Días de cine, Versión española o Historia de nuestro cine.

Un libro que no le tiene miedo a los «espoilers»

No siempre las promociones de las películas aciertan en el obligado equilibrio que hay que mantener entre lo que se puede revelar y lo que se debe ocultar al potencial espectador. Hay trailers que desvelan todo el argumento como si pretendieran ser un resumen sintético de toda la película. Seguramente se debe, más que a la torpeza del creativo que lo elabora, a la inseguridad de la distribuidora respecto al atractivo que posee su producto. El caso es que queriendo crear expectativas que vendan entradas lo que consiguen a veces es destruir todo el misterio; si tal o cual personaje muere pronto de manera “espectacular”, el publicista no se resistirá a usar esas imágenes como gancho. Y así, de esta guisa, mi amigo Jesús tiene toda la razón en resistirse a ver estos materiales que para los periodistas cinematográficos son obligados en el trabajo.

Para quienes compartan esos recelos este post es muy desaconsejable porque me propongo adentrarme en el territorio prohibido de los desenlaces. De lo que quiero hablar es de lo que en estos tiempos se ha dado en llamar “hacer un espoiler”, o sea, en román paladino destripar. No puede ser de otro modo si uno pretende glosar los finales de las historias, esos momentos sublimes que condensan en una frase, en una imagen, en un plano glorioso por su composición o su desarrollo el significado o el sentido último de la historia.

No existe una gran película que no tenga un gran final. Como afirmación categórica que es, ustedes pueden dudar y ponerse a cavilar por si se les ocurre algún ejemplo que la contradiga. Yo no encuentro ninguno. Incluso en no pocas películas de culto se barajaron varios finales, y más aún, se editaron las distintas versiones en el soporte de dvd o Blu Ray. Cosa que no ocurrió con El resplandor.

Stanley Kubrick, tan conocido por su insobornable perfeccionismo como por su inflexibilidad para que nada de lo no incluido en su montaje final se conservara, quiso hurtarnos la posibilidad de conocer un final de El resplandor, que contempló como alternativo al mítico de la fotografía en blanco y negro del Hotel Overlook en un baile de salón de 1921, en la que aparece Jack Torrance, el personaje encarnado por un enfebrecido Jack Nicholson. Sabemos de su existencia por el guion y una fotografía polaroid que se encuentra en el archivo de la Universidad de las Artes en Londres, tomada por su hija Vivian. Aunqe, en realidad, la fotografía se mantenía como último plano, pero venía antecedida de una secuencia previa que fue eliminada.

La idea de entregarme a esta reflexión me vino hace unos días cuando comentaba en una charla el drama de Michael Haneke, triste, desolador, durísimo y soberbio de 2012 titulado Amor. Si no la han visto dejen de leer estas líneas y corran a buscarla en algún lado porque es maravillosa, de lo mejor que yo he podido gozar en los últimos años. Protagonizada por Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva e Isabelle Hupert, un reparto inconmensurable, especialmente los dos primeros, tengo para mí que es la más excelsa de un buen manojo de obras grandiosas que este director austríaco nos ha regalado desde 1997, año en que dirigió Funny Games, con la que yo tuve constancia de su existencia. No puedo considerar las cuatro anteriores porque no he podido verlas aún. Hasta llegar a Amor (la penúltima porque la última, Happy End, aún no se ha estrenado) Haneke ha ido soltando cosas como La pianista, Caché o La cinta blanca  y coleccionando Palmas de Oro en Cannes, Premios del Cine Europeo y el Oscar que recibió por Amor, como merecidísimo colofón a una avaricia de premios que parecía no tener límites.

Después de asfixiar con la almohada a su mujer de avanzada edad, Anne (Emmanuelle Riva), para sofocar los sufrimientos que le infringía una apoplejía y cumpliendo de ese modo sus deseos, Georges (Jean-Louis Trintignant) vuelve de la calle con un ramo de flores que parsimoniosamente corta y dispone para adornar al cadáver. En el plano siguiente, Georges está tumbado en su cama cuando de repente escucha ruido de vajilla en la cocina, se acerca y descubre que Anne se encuentra allí fregando. Con toda naturalidad, sin atisbo alguno de enfermedad, Anne le indica que debe ponerse el abrigo para marcharse juntos, cosa que hacen de inmediato. En la escena final Eva (Isabelle Hupert) entra en el piso de sus padres, camina unos pasos y se sienta en un sofá. El último plano muestra a Eva sentada, inmóvil, pensativa. Les dejo aquí la sobrecogedora escena precedente y les advierto de que está contraindicada para espíritus demasiado sensibles.

A lo largo de toda la película Georges apenas ha mostrado exteriormente sus sentimientos. Tanto él como su mujer pertenecen a un mundo en el que la extremada corrección en el trato se parece muchísimo a la frialdad, el respeto a la indiferencia. Pero el amor al que alude el título tiene otras formas de manifestarse que las que suele adquirir en países como el nuestro. En el caso de esta pareja, el amor es sinónimo de sacrificio al final de sus vidas hasta el punto de obligar a Georges a proceder a tan dolorosa aplicación de la eutanasia. Y Haneke muestra la profundidad de ese sentimiento en esa escena mágica en la que Anne vuelve a la vida sólo para acompañar a su marido en el trance de abandonar el apartamento donde ella yace muerta. Es un final que tiene una fascinante carga poética al tiempo que la elegancia y sobriedad de la puesta en escena acostumbradas en la cinematografía del director. El último plano se lo dedica a una hija egoísta y materialista que no entendía muy bien la abnegación de su padre y como epílogo sirve también de colchón para evitar el subrayado de la prodigiosa escena anterior.

Se me ocurren muchos ejemplos, como el citado, que me emocionan soberanamente, pero hoy no voy a exponer ninguno más. En su lugar les hablaré de un libro titulado The End en el que Iván Reguera se dedica  a comentar numerosísimos finales de película. Publicada su primera edición en abril de este año en Poe Books, Reguera deja constancia de su amor por el cine y demuestra la inutilidad de sacrificar el placer inmenso de conocer muchos detalles, anécdotas e ideas sobre el sentido y significado de las películas a cambio de asistir a su visionado en un estado de virginidad que garantice por encima de todo el efecto sorpresa de los argumentos. Eso sí, no conviene llegar tan lejos como para aceptar que te cuenten el final si uno no ha visto aún la película. En este video se ofrecen 10 casos no extraídos del libro.

Pero Iván Reguera los cuenta en The End y pese a todo uno se sumerge en la lectura casi sin poder ofrecer resistencia a su amenidad, avanzando entre títulos, tanto si se han visto como si no. Allí se encuentran los más señalados, claro, Apocalypse Now, Centauros del desierto, Casablanca, 2001: Una odisea del espacio, o el que presta su imagen a la portada del libro: Con faldas y a lo loco; su “nadie es perfecto”, es legendario, como los anteriores. Pero hay muchísima más materia para deleitarse en los modos en que guionistas o directores, o la improvisación que en ocasiones tomó el mando de la inspiración, acertaron a concluir sus historias.

Ordenadas primero por nombres de directores y después por décadas desde los años 20 hasta el presente, más un remate con los peores finales de todos los tiempos que a Reguera se le han antojado  (que reúne a invitados mal avenidos como Gilda, Malditos bastardos, La lista de Schlinder, El sexto sentido, Titanic o Los otros), las películas que alimentan sus 380 páginas están nutridas por un ejercicio de documentación que nunca es ni abrumadora ni académica sino deliberadamente digestiva, como el estilo de la escritura, más preocupada por el disfrute y entretenimiento del lector que por la pedagogía, por otro lado, tampoco ausente. Todo ello se acompaña de las consiguientes ilustraciones que, ay, son el talón de Aquiles del volumen, por la insuficiente calidad de reproducción. En un futuro próximo, este tipo de libros se ilustrarán con imagen animada, como las que se ofrecen en este post, fragmentos citados, el complemento perfecto a las reflexiones, explicaciones o comentarios tan agradecidos y refrescantes como los de The End.

Ah, huelga decir que uno no sólo no tiene por qué comulgar con las opiniones expresadas en el libro, en este blog o en el video de aquí arriba, sino que, como éstas son obligadamente subjetivas, lo lógico es que la discrepancia en algunos casos propicie discusiones con las amistades. Siempre que éstas no estén en la misma onda que mi amigo Jesús, claro.

Pérez-Reverte no tiene suerte

Me confieso lector habitual de las novelas de Arturo Pérez-Reverte. Lo digo porque el nombre de este escritor es sinónimo de polémica, que él cultiva con el mismo entusiasmo con que le atacan quienes no le soportan, no sé si tantos como seguidores tiene en Twitter, más de un millón novecientos mil, que no son moco de pavo. Es uno de los autores con mayor éxito de ventas en España y en el extranjero y ése es un buen motivo para concitar tanta atención, que es la manera elegante que se me ocurre para no decir envidias. Además acostumbra a pisar todos los charcos sin miedo a que le partan la cara, dialécticamente, claro. Y sé por lo tanto que me expongo a caer en el punto de mira de sus odiadores, lo cual, si sucede, lo tomaré por un honor.

Me gustan sus dos últimas novelas, Falcó y Eva, ambientadas en plena guerra civil española, a las que auguro un futuro cinematográfico si el curso comercial de Oro no lo desaconseja. El protagonista que da nombre al título tiene las características acostumbradas en Reverte, el típico héroe canalla de buen corazón y conductas amorales, chulesco, autosuficiente, capaz de matar con absoluta frialdad y en otro momento demostrar sentimientos humanitarios, un espía dotado con habilidades deductivas y artes marciales que podría encajar en el traje de James Bond, por su cuidado indumentario, por sus exquisitas maneras, por su educación cosmopolita, su irresistible atractivo para las féminas y su frialdad en situaciones apuradas a prueba de bombas. Un gran personaje evadido de las cloacas de la novela negra para trabajar al servicio del ejército sublevado contra la República que mantiene un interesante affaire sexual/amoroso con una espía roja. ¡Qué gran vasallo sería si tuviera un buen señor! ¡Qué gran historia para el cine si hubiera quien acertara con su adaptación! ¿Tal vez Enrique Urbizu?

Pérez Reverte tiene un estilo literario y narrativo muy apto para la traslación de sus novelas al cine y eso explica que sean tantas las veces en que criaturas suyas han adquirido la apariencia de actores de carne y hueso y también, por desgracia, que sus historias hayan perdido el oremus en manos de directores de cine tan alejados entre sí como Roman Polanski o Gerardo Herrero. No tiene suerte con esas incursiones en la pantalla grande. No resulta fácil desentrañar dónde reside la clave de por qué ha sucedido tal cosa, pero lo cierto es que ni los citados (que dirigieron La novena puerta y Territorio comanche) ni Pedro Olea (El maestro de esgrima), Jim McBride (La tabla de Flandes), Enrique Urbizu (que no estuvo muy acertado con Cachito), Manuel Palacios (Gitano), Imanol Uribe (La carta esférica) o Agustín Díaz Yanes (Alatriste), sin mencionar las series para Antena 3 Camino de Santiago y Quart, el hombre de Roma, o las dos versiones televisivas de La reina del sur, han conseguido entregar una cinta que pase de lo aceptable a partir de alguna obra de Pérez Reverte o de algún guion directamente escrito por él.

Tal vez sean las aventuras de capa y espada a las que prestaba su carisma Viggo Mortensen, ese capitán al servicio del rey Felipe IV de España durante la Guerra de los Treinta años, en el siglo XVII, lo más apreciable en resultados estéticos de todos los intentos citados, aunque es dudoso que consiguiera recuperar el presupuesto de 24 millones de euros, el segundo más elevado de siempre en el cine español. La amistad entre el escritor y el director, Agustín Díaz Yanes, así como el acentuado gusto de ambos por la Historia, han vuelto a propiciar, once años después, la puesta en pie de otro costoso proyecto, el titulado Oro.

Para llevar a la selva amazónica a una expedición de conquistadores en busca de El Dorado, la mítica ciudad que el hambre, la miseria y la desbordante imaginación de aquellos desharrapados creía erigida en el precioso metal, Díaz Yanes ha partido de un relato no publicado de Pérez-Reverte, un guion firmado por ambos que contrae una deuda relevante en términos argumentales con la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, publicada en 1964, pues las situaciones básicas son muy semejantes a las de la expedición al Amazonas organizada por Pedro de Ursúa y la posterior rebelión de Lope de Aguirre. Desarrollo con pequeñas variaciones e idénticas motivaciones a las de los hombres que tanto Werner Herzog como Carlos Saura enviaron a las mismas tierras persiguiendo la misma quimera en Aguirre, la cólera de Dios (1972) y El Dorado (1988), otra gran superproducción de la época, por cierto, que costó 1.000 millones de pesetas. Lo que ha escrito Pérez-Reverte no se distingue por su originalidad. En este caso las comparaciones son odiosas porque volver sobre una historia ya contada (dos veces) exige aportar algo diferencial que la mejore y –lo lamento- no es el caso.

La película pretende describir la enloquecida aventura de una partida de conquistadores españoles en busca de el Dorado, que inicialmente al servicio del Rey de España, intentan sobrevivir en la selva a base de asesinar a todos los indios con los que se tropiezan y terminan masacrándose entre ellos mismos, hasta que sólo  quedan dos para dar testimonio de que los tejados y las paredes de oro de El Dorado son solo una quimera. La selva amazónica, que debería ser el más grande y primer personaje, asfixiante, opresivo, determinante de las dinámicas autodestructivas que laminan a los soldados, carece de ese punto de agresividad que uno esperaba descubrir, es un espacio bellamente fotografiado, pero apenas un lugar de paso relativamente holgado. Ni los caimanes que no se ven, ni las arenas movedizas, las lluvias o los accidentes climáticos poseen la más mínima capacidad de conmovernos.

Oro cuenta con un buen reparto, un grupo de excelentes actores que no consiguen por sí solos mantener el interés de una historia desfalleciente, a pesar de una violencia extrema descrita de un modo que termina por parecer rutinaria. Pero es necesario mencionarlos porque todo lo bueno que tiene el filme se relaciona antes que nada con ellos, sus rostros feroces, sus voces trabajadas: Raúl Arévalo y Óscar Jaenada mantienen un duelo viril que desprende destellos de autenticidad; José Coronado, por el contrario, no está a la altura de sus mejores trabajos (a las órdenes de Urbizu) por indefinición; Antonio Dechent, José Manuel Cervino, Luis Callejo, Juan José Ballesta, Andrés Gertrúdix, Diego París, lidian con las escasas posibilidades que tienen; el personaje de Bárbara Lennie, la dama deseada por la soldadesca y motivo de disputas en la expedición no consigue transmitir la pasión febril que se supone ha de inocular en aquellos hombres; Anna Castillo y Juan Carlos Aduviri se esfuerzan por evitar la caricatura de criada de la dama y de indio sabelotodo que guía a través de la espesura de la selva dejando caer frases tan poco naturales como: “¿están lejos? No están lejos, están aquí”. Juan Diego, que lleva los últimos años iluminado por las musas en los papeles que ha interpretado, tiene que sostener en esta ocasión a un individuo que bordea involuntariamente la comicidad. Está a muchas leguas del Juan Diego que nos deslumbra en No sé decir adiós.

Raúl Arévalo, Bárbara Lennie y Óscar Jaenada en Oro. Sony Pictures España

Díaz-Yanes cuenta con un guion poco original, ya lo he señalado, y su capacidad para ponerlo en escena se muestra muy limitada y en ocasiones francamente torpe. Véase, a modo de ejemplo, cuando una serpiente muerde a un personaje: la vemos un instante y acto seguido desaparece de la escena porque nadie se ocupa de ella, el resto de los personajes se queda mirando y la serpiente podría dedicarse a morder a otros incautos. Algo similar sucede cuando dos hombres intervienen en el curso de una pelea para inclinar la suerte del lado de uno de los contendientes de tal manera que uno se pregunta por qué no han intervenido antes. También es reveladora de esa torpeza la secuencia en la que el sargento (José Coronado) recibe el impacto de una flecha perdida  cuando se encuentra en un pequeño grupo, agazapado mientras observa pelear entre sí a unos indios, a los que vemos corretear a través de un agujero entre las ramas. La escena carece por completo de verosimilitud y, peor aún, de dramatismo, a pesar de las consecuencias que tiene. En otra toma un movimiento de cámara desde un plano general de la selva nos permite descubrir a una iguana colocada en primer término; ni National Geographic lo hubiera planificado de una manera tan elemental y decorativa. Algunas situaciones son difíciles de creer, como la reunión de la dama con el soldado que la pretende a espaldas del señor que se la ha quedado en propiedad, pues no otra cosa cabe decir de las brutales normas impuestas por quien detentaba el poder.

José Coronado y Raúl Arévalo en Oro. Sony Pictures España

Son algunos ejemplos tomados al azar de mi memoria indicadores del rastro de falta de inspiración que debilita esta producción de Atresmedia, que sigue el patrón de las que la preceden en la política cinematográfica de esta corporación (como en la de su competencia, Mediaset): una operación publicitaria de altos vuelos, apoyada en los rostros y prestigio de un buen grupo de intérpretes, con un “look” de solvencia técnica y una solidez global mucho más aparente que real porque en la historia y en la realización se encuentran los pies de barro.

 

Los animales tienen alma

Los animales encuentran refugio cinematográfico en el género documental. Y éste, a su vez, suele acogerse al calor de una cadena de televisión, La 2 de Televisión Española, donde acaricia los oídos somnolientos de quienes pueden permitirse una siestecita en el mullido sofá de sus casas. “Los documentales de La 2”, esa institución que si no existiera habría que inventarla porque ofrecen una coartada cultural al páramo televisivo privado y son el último resquicio de televisión pública que aún resiste a la demolición planificada por el gobierno del PP.

Pero a veces los animales saltan de la pequeña a la gran pantalla y del género en el que son fuertes al de la ficción, que no siempre les ha tratado muy bien. El oficio que con más frecuencia les ha sido reservado es el de amenaza para los humanos: King Kong, Tiburón, los dinosaurios del Parque Jurásico, Anaconda u otras especies. Todos los citados, por fortuna, fueron creados artificialmente y ningún animal sufrió para meterse en el papel.

Aunque también han sido numerosos los pacíficos compañeros, fueran éstos niños, adultos o ambos a la vez. Aquí la lista podría ser extensa: la mona Cheetah, inseparable de Tarzan, el perro Rin Tin Tin o la perra Lassie, la ballena Willie…

Los niños, claro, siempre estuvieron desprotegidos ante las conservadoras ideas educativas, no siempre muy presentables, de un tal Walt Disney con sus dálmatas, su Dumbo, su Rey León, etc. Pero mucho peor que eso, los niños y sus papás han sido ignorantes del sufrimiento de los simpáticos animalitos de carne y hueso protagonistas de otras historias que tanta gracia les hacían, desde Babe el cerdito valiente hasta el legendario delfín Flipper.

Dicen las malas lenguas que muchos cochinillos tuvieron que ser sacrificados durante el rodaje de Babe. Y respecto a Flipper, Richard O’Barry comentó el gran trauma que supuso para él ver cómo el delfín llamado Cathy, del que era adiestrador, moría en sus brazos por el procedimiento de dejar de respirar voluntariamente (cosa que en efecto los cetáceos pueden hacer, a diferencia de los humanos). El suicidio del inteligente animal lo atribuyó a los padecimientos que soportó hasta convertirse en estrella de la televisión, de los que O’Barry se sentía responsable (aunque para encarnar el personaje de Flipper no sólo se utilizó un delfín sino cinco). O’Barry decidió convertirse en militante defensor de los derechos de los delfines y su historia se cuenta en una apasionante película titulada The Cove realizada en 2009 por Louie Psihoyos, que entre otros muchos premios ganó un Oscar al Mejor Documental. Psihoyos y O’Barry denunciaban las matanzas sistemáticas de estos animales en Taiji, Wakayama, Japón.

También hay documentales más luminosos, aunque no menos dramáticos, por motivos bien distintos, que The Cove. Me estoy refiriendo a una de las películas de no ficción más emocionantes que yo recuerdo haber visto nunca con animales de la jungla por protagonistas: The Last Lions, producido por National Geographic y dirigido por Dereck Joubert en 2011. Cuenta la lucha por la supervivencia de una leona y sus cachorros con tal habilidad narrativa y tal dominio del suspense y de la puesta en escena que se diría que los felinos eran actores perfectamente aleccionados para ubicarse en el encuadre, cosa que, naturalmente, no era cierta, pues el registro de imagen es estrictamente documental. Recuerdo una secuencia con un cachorrito arrastrándose herido que casi me hizo saltar las lágrimas de emoción. La recomiendo encarecidamente.

Hoy se estrena en España una película en la que los animales son en cierto modo protagonistas no acreditados. Su título, Spoor (El rastro) y su directora, la veterana Agniezska Holland. Y a pesar de que narra una historia con tintes oscuros, de crímenes en un medio rural, en los Sudetes polacos, creo que gustará a los amantes de los animales, aunque no verán en la publicidad que se haga mención a este aspecto de la misma porque se trata de un thriller cuyo interés aparente se aleja de él.

Una actriz para mí desconocida, Agniezska Mandat-Grabka, que recibió la recompensa a su excelente trabajo en el festival de Valladolid en forma de Espiga de Oro (ex aequo con Laetitia Dosch, por Jeune Femme), interpreta a una entrañable, bastante excéntrica y solitaria ardiente defensora del reino animal, comenzando por sus dos perros, la única familia que se le conoce.

Conmueve ver a la señora Duszejco buscarlos el día en que no aparecen como de costumbre correteando en su casa en el campo. Emociona verla enfrentarse a los cazadores que organizan grandes batidas para exterminar a la fauna salvaje. Nos ponemos a su lado cuando acude infructuosamente a la policía para denunciar a un vecino que mató a un joven jabalí, al que ella se abrazaba compungida e impotente mientras la fiera agonizaba. Podríamos abofetear en su nombre al cura que con absoluta insensibilidad e ignorancia le dice que su dios prohíbe matar pero sólo se refiere a las personas y no a los animales, porque ésos no tienen alma y por tanto no se salvarán.

Por las imágenes de Spoor (El rastro) se cuelan muchos animales, perros, jabalíes, corzos, zorros, hurones, pájaros que yo no identifico, mientras se va sucediendo una serie de crímenes que la policía, un tanto despreocupadamente, debe investigar. A veces observamos a través de la mirada de los animales el absurdo y desquiciado mundo de los humanos. Holland los fotografía agazapados entre las ramas de los árboles o la maleza del bosque, deja entrever su miedo, o les permite huir aterrados ante las detonaciones que escupen las escopetas de los asesinos, que es lo que la señora Duszejco llama a los que posan ufanos ante su cosecha de cadáveres de cuadrúpedos inocentes. Y vemos toda la compasión hacia esas víctimas de la crueldad humana –algunos lo llaman deporte- no sólo en la manera con que la señora Duszejco intenta protegerlas sino en el modo en que la realizadora pone el foco tanto en la mujer como en esos animales, desdeñando un tanto la trama policial, que resulta coja.

Es cierto que como thriller Spoor (El rastro) no satisfará demasiado a quienes se interesen particularmente por los mecanismos narrativos del género, la investigación, el suspense y el enigma sobre el autor de las muertes de los cazadores, porque en el fondo la realizadora tampoco parece demasiado interesada en él. El relato adquiere más densidad en el esbozo de un retrato colectivo, de una sociedad cerrada, atrasada, insensible y estúpida, y de una atmósfera viciada que en el de los personajes que cobran más presencia y cercanía, a excepción hecha de la protagonista. De lejos, la tontuna de algunos bípedos y sus ridículas maneras de morir nos recuerda al horizonte Fargo de los Coen, eso sí, trasladados al paisaje polaco, su idioma, su tipología y mentalidad.

La pregunta que yo le hubiera hecho a Holland de haber tenido ocasión es si puede aplicarse en este caso el viejo rótulo de “Ningún animal sufrió daños durante el rodaje”, lo que a menudo es completamente falso, o si los animales que son sacrificados en escena lo son también en la realidad. Me apostaría el bigote a que la respuesta no me iba a agradar. Y entonces me pregunto: ¿es legítimo denunciar en una película el maltrato animal maltratando a animales? ¿Es tolerable esa contradicción? ¿Ustedes qué opinan?

Fanáticos contra Isabel Coixet

En un post reciente, titulado Algunos videos los carga el diablo, intentaba este cronista defender a Anna Maruny, una actriz que estaba recibiendo palos hasta en el carnet de identidad por haber participado en una desdichada pieza propagandística puesta en circulación por los partidarios de la independencia de Cataluña. El video era en mi opinión infame pero la actriz oficiaba de actriz y por tanto las críticas debían ser dirigidas a los responsables de aquél, no a ella. Tonterías, pensaron muchos, muchísimos, una legión, ella se lo había buscado. Me quejé entonces de no haber visto una reacción proporcionada de la profesión, de sus compañeros, salvo un par de ellos, en su defensa.

A Isabel Coixet, la directora catalana, española y universal, le había pasado algo parecido, pero esta vez los golpes le llovían del lado contrario. Y eran más graves y dolorosos. No sólo se limitaban al acoso en las redes sino que hasta su familia, su madre, ha tenido que sufrir los insultos, las pintadas, etc, el habitual despliegue de desprecio orquestado que durante tanto tiempo hemos visto en Euskadi en los años de plomo de ETA, que creíamos impropio de la civilizada Cataluña. Qué ingenuos éramos; la civilización de un territorio o de la comunidad que lo habita no vacunan contra el virus del nacionalismo excluyente y cuando se dan las condiciones favorables la infección puede extenderse como una epidemia letal.

Isabel Coixet presenta La librería durante la SEMINCI. Javier Álvarez-EPV-EFE

Isabel forma parte valiosa del patrimonio cultural catalán, y por tanto español, mal que les pese a quienes le niegan el pan y la sal porque no comulga con ese sentimiento egoísta y fanático. No hay derecho a que haya tenido que defenderse  casi en solitario de las descalificaciones a las que ha sido sometida con lindezas del tipo “fascista” y otras cositas semejantes por dejar por escrito algunas reflexiones, como la necesidad de “tender puentes, de centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal, sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado, convulso, ardiente, complejo y terrible”. Ojalá me equivoque y me haya pasado desapercibido pero ¿ha habido algún pronunciamiento de la Academia de Cine de Cataluña, o de la Española ofreciendo amparo, protección y cariño a Isabel Coixet por las barbaridades que ha tenido que escuchar? Con mucho gusto rectificaré si descubro que estoy mal informado, pero me temo lo peor.

Dada la inflación informativa con las peripecias del president y sus consellers más fieles, o más cobardes, fugados, todas las portadas y programas de radio y televisión dedicados día sí, día también, a este interminable procés, las historias particulares, como las de Maruny y Coixet (sin intentar establecer paralelismos forzados) pasan a un limbo en el que dejan de ser noticia, pero ello no significa que el sufrimiento haya desaparecido. Me lo preguntaba cuando veía los esfuerzos de Isabel en centrarse en hablar de su última película, La librería, en el festival de Valladolid, sin poder evitar tener que referirse a la pesadilla nacionalista: “Me afecta mucho todo, también a la salud. Tengo ataques de angustia, pero no soy la única. En este momento, hay mucha gente en un estado de angustia y tristeza muy profunda, en un estado de incertidumbre. Es muy difícil vivir así la vida cotidiana”.

Isabel Coixet y Bill Nighy en la SEMINCI. R-GARCIA-EFE

Triste testimonio que nos habla de los tiempos de intransigencia, de la falta de respeto a las opiniones disidentes, que vivimos. Tiempos en los que si no comulgas con las ideas supuestamente mayoritarias te asaetean en las redes sociales no con argumentos sino con palabras de grueso calibre, con insultos, en realidad. Para muestra uno tiene algunos comentarios recibidos en algunos posts de este mismo blog. Por fortuna, también hay personalidades respetadas dispuestas a ofrecer su hombro a quienes lo merecen que compensan las infamias, como la de Álex Grijelmo en este diario en su carta abierta a Isabel Coixet.

Como La librería se estrena el próximo día 10 vale la pena dejar consignado que esta adaptación literaria del libro homónimo de Penelope Fitzgerald ha ganado el premio a la mejor adaptación literaria en la Feria del Libro de Frankfurt. El filme cuenta con un reparto cuyos integrantes te permiten paladear las palabras: la actriz inglesa Emily Mortimer, la norteamericana Patricia Clarkson y el británico Bill Nighy.

Todos ellos ponen la alfombra de una historia que fascinó a la directora catalana porque rescata, antes de su desaparición, ese mundo en extinción que son los libros de papel y las librerías de viejo, templos en los que se huele el polvo acumulado sobre los anaqueles. A Coixet le encanta el tacto de los lomos encuadernados, el diseño de los títulos sobre las portadas, el silencio religioso que reina en esos espacios. La librería es un canto de amor a todo eso y tiene un aire de despedida, de testimonio sentimental de que hubo un tiempo en que leer libros significaba entrar allí, mirar, tocar, hojear y comprar algún ejemplar, o encargar otros no presentes.

La película no se limita a eso, claro, porque sería excesivamente leve la materia para dar densidad al relato, y le añade la crítica a una clase y unos modos y mentalidades sociales muy reaccionarios. Cuando alguien tiene un sueño, otro tiene que oponerse a él para establecer un antagonismo sin el cual no habría conflicto ni habría historia que contar.

Emily Mortimer encarna a la viuda Florence Green que debe enfrentarse a las fuerzas vivas de la ciudad encabezadas por la señora Gamart, para poder llevar a cabo su ilusión de levantar y mantener el negocio de una librería en la pequeña población costera de Hardborough, Suffolk. Esta buena mujer, empeñada en fundar un centro de arte en la Casa antigua, en la que Florence ha plantado su negocio, está interpretada por Patricia Clarkson, la actriz norteamericana con la que Isabel Coixet ha contado por tercera vez, y tiene el perfil característico de mujer intrigante y pérfida que le hace la vida imposible a la protagonista, más por maldad pura y dura que por otros motivos más justificados.

Isabel Coixet dirige a Emily Mortimer en La librería. A Contracorriente

Florence cuenta con dos aliados para mantenerse en su amor por los libros, desmesuradamente expresado en las 250 copias que pide de Lolita, en cifra incomprensible dadas las inexistentes ventas que lleva a cabo en una localidad que apenas tiene un único lector o aficionado a la lectura. Los dos aliados son la niña Christine (Honor Kneafsey), que trabaja como ayudante en la librería y el señor Brundish, un misántropo que vive recluido en un caserón plantado en lo alto de una colina, con el que establece una conexión espiritual lamentablemente demasiado tardía. Bill Nighy le da a este personaje el aire aristocrático, flemático pero enérgico, que los grandes actores británicos saben dar.

La vida transcurre sin demasiados sobresaltos a lo largo de la película hasta que todo se precipita al final, con lo que buena parte oscila entre el preciosismo de la imagen, la cadencia del inglés pronunciado con delectación y los gestos de hipocresía de los que se oponen a Florence, una falta general de tensión que afecta al ritmo y a la historia en sí misma, sólo agitada en la fase del desenlace. No es el cine más logrado de Coixet; la frialdad de la sociedad británica se refleja en el modo narrativo, como sucedía en Nadie quiere la noche (2015); tampoco tiene el sentido del humor de Aprendiendo a conducir (2014), sus dos últimos largometrajes de ficción. Pero uno encuentra en él la sinceridad de una cineasta que ama a sus personajes y trata de infundirles su calor, su fuerza y su determinación por conseguir sus objetivos.

Patricia Clarkson y Bill Nighy en La librería

Ojalá Isabel Coixet no tuviera que hablar de política forzada por los malos modos que tanto se estilan. Ojalá pudiera limitarse a expresarse cuando le apeteciera, como una ciudadana más preocupada por las injusticias o las desigualdades, libremente, sin temor a ser criminalizada en su propia tierra. Ojalá cuando comparezca para hablar de sus películas nadie tenga que preguntarle más que por la materia con que las crea.

Diez días que estremecieron al mundo

La madrugada del  25 de octubre, 7 de noviembre según el calendario gregoriano, de 1917 el sóviet de Petrogrado, capital de la Rusia imperial zarista, asaltó siguiendo las instrucciones de Lenin el palacio de Invierno, sede del gobierno provisional y se hizo con el poder. Obreros, militares rebeldes y milicianos bolcheviques estaban fraguando con aquella ocupación los cimientos de la Revolución de Octubre, sentaron las bases de lo que cinco años más tarde se llamaría la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un país inmenso e inmensamente pobre que se convirtió en la gran superpotencia socialista capaz de plantar cara a la nación más poderosa del mundo, los Estados Unidos de América. Tuvo, no obstante, que pagar un precio también descomunalmente alto: las purgas estalinistas, la inmensa mayoría de dirigentes comunistas que habían hecho la revolución en el partido de Lenin torturados y asesinados, millones de personas perseguidas y después, durante la Segunda Guerra Mundial, 20 millones de muertos, entre soldados y ciudadanos soviéticos, para derrotar al ejército nazi. Y el remate fue la desnaturalización y pérdida de gran parte de los ideales del socialismo.

Lenin arengando a las masas durante la Revolución de Octubre de 1917

La Gran Revolución de Octubre, de cuyo acto germinal mañana se cumplen cien años, también alumbró un arte nuevo y revolucionario, el cine, cuya potencialidad propagandística, en una sociedad con unos niveles de analfabetismo en el conjunto de la población acordes con el atraso secular, no se le escapaba a los nuevos dirigentes. Muchos jóvenes directores, aleccionados por el poder, tomaron las cámaras y lograron la cuadratura del círculo: producir películas de agitación política, llevar a cabo una labor pedagógica y realizar un cine experimental que dio un impulso decisivo al desarrollo del lenguaje cinematográfico mediante aportaciones teóricas plasmadas en algunas obras maestras de la historia del cine. Los nombres mayúsculos que configuran esta vanguardia artística son Sergei M. Eisenstein, Vsevolod Pudovkin, Dziga Vertvov y Lev Kuleshov. No son los únicos, pero seguramente sí los más grandes.

Del conjunto de grandes obras que entre todos legaron -antes de que Stalin impusiera la doctrina del realismo socialista en 1934 y acabara con los experimentos- como por ejemplo La huelga (1924) y Octubre (1928), de Eisenstein, La madre, de Pudovkin (1926), El hombre de la cámara, de Vertov (1929), o Tierra, de Dovzhenko (1930), con toda seguridad es El acorazado Potemkin (1925), de Eisenstein,  la más universalmente conocida y muy especialmente por una de sus secuencias, la de la matanza de las escalinatas de Odesa, materia de estudio obligatorio en las escuelas de cine de todo el mundo. Un desafío para desentrañar la percepción del sentido del tiempo en sus 170 planos contenidos en una duración de seis minutos aproximadamente y una referencia cumbre para otros importantes directores de todas las épocas.

Si alguno de ustedes no ha visto El acorazado Potemkin es posible que sí haya visto Los intocables de Elliot Ness, dirigida en 1987 por Brian de Palma en la que el director de Carrie rinde un homenaje al maestro soviético trazando un paralelismo con la escalinata de la estación Grand Central Terminal de Nueva York, en una secuencia igualmente brillante, en la que por supuesto no falta el carrito del bebé a punto de despeñarse escaleras abajo. Por cierto, la secuencia se rodó en realidad en la Union Station de Chicago, lo que demuestra que a la relatividad del tiempo se le acompaña la del espacio e incluso la de la acción: De Palma, siempre audaz, había permutado el ataque del ejército zarista al pueblo de Odesa por el enfrentamiento a tiros de Elliot Ness (Kevin Costner) y sus nueve hombres «intocables» contra los pistoleros del capo de los gángsters, Al Capone (Robert de Niro).

El cineasta polaco Zbigniew Rybczyński en 1987 utilizó también la misma secuencia mítica para realizar un mediometraje de 24 minutos de duración titulado Steps. Al dramatismo de la secuencia monocromática de Eisenstein se sobrepone la imagen en color de un grupo de turistas, cámara en ristre, perfectamente integrados en la acción en la que hombres, mujeres y niños tratan de escapar al fuego del ejército zarista huyendo despavoridos escalinata abajo… Una versión sorprendente de la secuencia clásica a la cual añade un extraño y negrísimo sentido del humor.

También fue sorprendente ver que Warren Beatty se marcaba en 1981 en el corazón de Hollywood una superproducción de 230 minutos de duración titulada Rojos para glosar la figura del revolucionario norteamericano más famoso del siglo, el periodista que fundó el Partido Comunista de Estados Unidos, John Reed. Escuchar los sones de la Internacional a todo trapo, con cientos de extras portando banderas rojas adornadas con su hoz y martillo correspondiente, enmarcados en la estupenda fotografía de Vittorio Storaro ganadora de un Oscar, para proyectarse “en las mejores pantallas” de todo el mundo y que aquello no oficiara como ladina propaganda anticomunista es una de las contradicciones más flagrantes del capitalismo. O una alucinante prueba más de su poder para asimilarlo todo. Pero también una experiencia estética emocionante.

Warren Beatty escribía, dirigía e interpretaba a John Reed en una función que no sólo le procuró –a él también- un Oscar a la Mejor dirección sino que hacía olvidar, aunque fuera momentáneamente, la fama de promiscuidad sobrehumana que le perseguía. Los 12.775 polvos en 35 años que Peter Biskind le calculó (¡ejem!) se tradujeron en el pasmoso aserto de Entertainment Weekly: «la vida sexual de Beatty es su mayor contribución a la cultura pop». Al menos en su época de esplendor, nadie se quejó nunca de haber pasado por el lecho de este latin lover; muy al contrario, muchas mujeres, famosas o no, presumían de haber podido hacerlo. No se sabe si entre las miles de amantes que se le atribuyen estaba Diane Keaton, que encarnaba cálidamente a Louise Bryant, la esposa del revolucionario norteamericano, con quien participaba con idéntico o mayor entusiasmo en la exaltación de aquellos “diez días que estremecieron al mundo”.

¡Todos a la hoguera!

Ya he dejado fijada aquí mi posición sobre el caso de Harvey Weinstein y no es mi intención repetirme y menos aún añadir leña al fuego. Pero me subleva que el incendio se esté propagando a diestro y siniestro y me temo que vamos a terminar todos –los hombres- achicharrados. Me parece a mí que en la pira de expiación que han montado entre unos y otras no va a haber sitio para tanta gente y no quedará más remedio que habilitar una máquina de turnomatic, ante la cual, como los que hacían cola a los pies del cadalso durante la revolución francesa, nos iremos ubicando educadamente: perdón, ¿es usted el último?, disculpe ¿es ésta la guillotina de los abusadores? ¿la pederastia es aquí o hay otra hoguera?

Iba a escribir: el último en caer de rodillas en el oprobio ha sido Kevin Spacey. Pero, qué va, la lista se va engrosando aceleradamente y antes de que este post se publique seguro que ya han caído unos cuantos más. A Spacey le ha recordado el actor Anthony Rapp que cuando éste tenía 14 años, allá por 1986, el vidrioso Keyser Soze, protagonista de Sospechosos habituales, ya cojeaba de otras inclinaciones imperdonables. Si en American Beauty Spacey le hacía ojitos a una lolita (¡y qué lolita, que era Mena Suvari!), dice Rapp que aquello era pura ficción, que lo que le gustaba en realidad era otro material, vamos, que le echó mano al paquete.

Kevin Spacey y Mena Suvari en American Beauty. UNITED INTERNATIONAL PICTURES

Ah, no, perdón, lo del paquete lo dice el director y productor Tony Montana, a quien no hay que confundir con el protagonista de El precio del poder, de Brian de Palma (1983), que éste hubiera resuelto el asunto con cuatro tiros (de su pistola para Spacey y de coca para él). Montana dice que tuvo que quitarle la mano de su entrepierna, donde se había posado como quien no quiere la cosa, mientras las suyas andaban ocupadas en sostener una bebida y pagar la consumición.

En ardua competición con Harvey Weinstein, a Kevin Spacey le salen damnificados por las esquinas y otro actor no identificado en los medios se ha sumado a la triste fiesta para relatar cositas parecidas, aunque hasta ahora el hombre sólo ha reconocido y solicitado disculpas por el caso Rapp. En 1986 Spacey aún no era nadie artísticamente hablando y se encontraba sobre las tablas en un montaje de Broadway con un título que parece pensado para este momento tan delicado: El largo viaje del día hacia la noche. Por otro lado participó en su primera película, que en España se tituló Se acabó el pastel. O sea que todo era premonitorio porque la suma de ambos títulos dan para visualizar lo que ahora podría decirse de la carrera de este gran actor, que lo uno no quita lo otro.

Kevin Spacey. GTRES

Como ya es costumbre, desde lo del factótum de Miramax, muchas manos han cogido la pala para arrojar su montoncito de tierra sobre la tumba del muerto cuando aún está caliente. La actriz, comediante y presentadora de televisión Rosie O’Donnell le dedicó en un tuit la siguiente lindeza: “¿No recuerdas el incidente de hace treinta años? Vete a tomar por el culo, Kevin, como Harvey, todos sabíamos de ti. Espero que más hombres vayan adelante”. ¡Caramba con miss O’Donnell, tanto tiempo esperando a reconocer que lo sabía y callaba como los demás le han agriado el carácter!

 

La palada más gorda, que ha resonado sobre el ataúd del actor dejando constancia de su carácter irremisible, ha venido sin embargo de Netflix, que ha anunciado perdiendo el culo (con perdón) que ha dado por terminada la serie House of Cards, y que adiós a Francis Underwood y su sarcástica sonrisa. Ni las 53 candidaturas al Emmy acaudaladas por la serie han bastado para contener el pánico. Como colofón a esta cadena de sinsabores, la Academia de Televisión estadounidense le ha retirado el Emmy de honor antes de que pudiera recogerlo el próximo 20 de este mes. Spacey se ha quedado sin su International Emmy Founders Award 2017. La guasa es que este premio se otorga cada año a “un individuo que traspasa los límites para tocar la humanidad”. Pues siendo así, creo yo que deberían habérselo dado con más razón, ¿no creen?

Imagen promocional de la serie House of Cards. Netflix

Todo el mundo reacciona, como se dice ahora, sobreactuando. Este tsunami de denuncias por conductas inapropiadas, que yo no juzgaré porque no soy quién, ni tengo todos los elementos de juicio y entre ellos las alegaciones de los acusados, se lleva por delante a cualquier nombre famoso que parezca cuadrar, por la razón que sea, en este fango inmundo. Se meten en el mismo saco a Woody Allen, a Roman Polanski, e incluso a Bernardo Bertolucci, víctima también de un linchamiento moral a escala planetaria descaradamente desproporcionado. Por poner sólo tres ejemplos.

Allen, acusado por su mujer Mia Farrow de haber abusado de la hija adoptiva de ambos, Dylan Farrow, cuando tenía siete años de edad, dos décadas y media atrás. Nunca fue procesado por tales acusaciones ni por otras. La investigación policial de Connecticut, que duró seis meses con la participación de psicólogos del Hospital de Yale-New Haven determinó que el juez Elliot Wilk cerrara el caso sin llevarlo a los tribunales. Los expertos tenían dos hipótesis: “una, que estas eran declaraciones hechas por una niña perturbada emocionalmente y que se convirtieron en ideas fijas. La otra hipótesis era que había sido entrenada o sugestionada por su madre. No llegamos a ninguna conclusión. Pensamos que era probablemente una combinación de ambas». Pero Woody Allen sigue siendo sospechoso, o más bien culpable, una estupenda diana contra la que lanzar los dardos del odio.

El director Woody Allen. GTRES

Roman Polanski sigue sufriendo el acoso de un juez norteamericano por un caso de relaciones sexuales consentidas con una menor hace treinta años, el de Samantha Geimer, que en su día dijo haber perdonado al director polaco. Aún así, la persecución se reaviva periódicamente con nuevas denuncias que no llegan judicialmente a nada. Polanski ha tenido que escuchar hace unos días las tonterías de las aguerridas chicas de Femen que perturbaron su homenaje por parte de la Cinemateca Francesa de París porque no necesitan juicios ni pruebas para declararle reo de todo lo que se le acuse, siempre que tenga que ver con algo sexual. Aunque el escrache modalidad tetas al aire es el más benigno de cuantos los exaltados puedan organizarte no debe de ser muy excitante y viene a sumarse a la ingente cantidad de artículos que lo confunden todo y allanan el camino a estos ridículos shows.

 

Y qué decir de Bernardo Bertolucci, arrastrado por los pelos a esta bacanal de lapidaciones, por el gravísimo delito de no haber advertido previamente a su actriz Maria Schneider que en la escena de violación anal (por supuesto, simulada) se utilizaría como supuesto lubricante lo que luego la convirtió en la más famosa escena sexual de la historia del cine. O de cómo volver a ensuciar una de las más bellas y grandes obras del arte cinematográfico. Que si Brando violó a Schneider con mantequilla, que si el trauma de la escena llevó a la actriz a un agujero negro mental, que si Bertolucci es uno más de los pérfidos directores que maltratan a sus actrices y merecen la reprobación universal al grito de ¡feministas y feministos del mundo, uníos! ¡Cuántas insensateces se han dicho y escrito a propósito de la famosa secuencia en contra de este director genial, por el que quiero romper aquí y ahora una lanza!

La famosa secuencia de El último tango en París

La iconoclasia es un bonito deporte últimamente muy practicado por los fanáticos del Islam, los partidarios de la yihad, los muyahidines, o los talibanes que tan pronto derriban los budas de Bamiyan, como la Alhambra de Granada si les dejaran. Ahora nos llega de Hollywood la iconoclastia antiabusadores ilustres, confesos o no, una moda que amenaza con derribar a artistas que son parte del patrimonio universal de la cultura. Hombre, por dios, ¡a ver si distinguimos y afinamos un poco! Y sobre todo, ¡no se me amontonen ni me formen jaurías, por favor!

Dos ciervos enamorados

Hay un tipo de cine intimista que requiere para ser disfrutado un estado de ánimo especial facilitador de la comunión con el autor. Sin esa condición, en circunstancias muy diferentes, es posible que la película resultara francamente aburrida. En cuerpo y alma, séptimo largometraje de la húngara Ildikó Enyedi y primera que realiza después de 18 años, pertenece a esa categoría. El Jurado del Festival de Berlín evidentemente supo colocarse en la onda de la directora y debió de deleitarse con la manera en que el filme combina la delicadeza sentimental con la violencia ambiental en la que ubica la historia porque le premió con el Oso de Oro, enriqueciendo la fauna que aparece en él, ciervos, toros y vacas.

Ildikó Enyedi con su Oso de Oro en el festival de Berlín. EFE

Algunos cronistas destacaban la relativa inconsistencia de la trama secundaria que opera como telón de fondo de la principal, olvidando tal vez que aquella funciona como un “macguffin” de leves tintes surrealistas, y por tanto no debe de costar demasiado relativizar su importancia. En efecto, el robo de unos afrodisíacos, destinados al ganado, para su consumo en una fiesta entre los trabajadores del matadero provoca en ese centro de trabajo una investigación policial y psicológica que da lugar a un interrogatorio sobre la vida sexual de los empleados que podríamos calificar como mínimo de singular. No estoy seguro de si el sutil sentido del humor que se desliza en tales escenas ha sido aplicado deliberadamente por la directora Enyedi o es cosa mía, pero yo juraría que estar, está.

Telón de fondo, decía, que se superpone al acongojante destino de las bestias que viven enjauladas las últimas horas de vida antes de ser sacrificadas con metódica pulcritud y frialdad para ser convertidas en chuletas, solomillos y todo tipo de mercancías destinadas al consumo de las carnicerías. La mirada compasiva de Enyedi, aproximando la cámara a la tristeza en los ojos de los animales, nos permite sentir que no son cosas, sino seres vivos; no se aparta del crudo ritual de muerte que pone en escena, sin regodearse, pero también sin esquivar crueldad de la imagen. Algunos, como el arriba firmante, tuvieron que defenderse en algún momento cerrando los ojos. El absurdo comportamiento humano, diversión para los dioses, en rotundo contraste con el implacable mazazo de la muerte de unos inocentes a los que les negamos el alma. ¿Y si la tuvieran, como los replicantes de Blade Runner?

Alexandra Borbély y Morcsányi Géza en En cuerpo y alma. Karma Films

Y luego, o antes, o durante, o por encima está el feliz encuentro de dos seres solitarios (por cierto, magníficamente interpretados) que trabajan en el matadero, Maria (Alexandra Borbély) la supervisora de calidad de las reses, una joven fría y profesional que huye de todo roce con sus semejantes, y uno de sus jefes, Endre (Morcsányi Géza), un tipo cuanto menos tranquilo. Es una historia de amor que se abre paso contra los enormes obstáculos que se interponen: el espacio duro y hostil para desarrollar sentimientos en que ambos trabajan y sobre todo sus propias experiencias vitales: la incapacidad congénita de la chica, afectada del síndrome de Asperger, y el estado emocional, casi vacío, del hombre (cristalizado en la inutilidad de un brazo que con seguridad le cobra una factura psicológica) que le lleva a reconocer haber renunciado desde tiempo atrás a volver a buscar el calor de una mujer. Ella no ha renunciado al amor, simplemente ni lo conoce ni siquiera sabe lo que es el contacto físico.

Lo más hermoso de En cuerpo y alma, estrenada el viernes pasado, es la sensibilidad de la directora, sin caer en la cursilería y peligrosamente sin miedo a rozarla, con que establece un paralelismo entre las bellísimas imágenes de los ciervos en el bosque, supuesta materia onírica con la que ambos amantes elaboran sus sueños idénticos, y los deseos que van creciendo entre ellos. A semejanza de lo que en literatura dio en llamarse realismo mágico, tales sueños se sitúan en un espacio tan ambiguo que niega al espectador  elementos suficientes para despejar las dudas acerca de su veracidad. ¿Pero a quién le importa? Resta la delicada y emocionante construcción de un relato que no puede presumir de originalidad en cuanto al fondo pero sí de personalidad propia en el modo de contarlo.

Imagen onírica de En cuerpo y alma

 

Algunos vídeos los carga el diablo

Nada, que no hay manera. El Process de nunca acabar nos persigue día tras día y yo no puedo sustraerme a la tentación de dejarlo que se cuele en este cinéfilo rincón. El caso es que a la velocidad que se producen las novedades, vaya usted a saber qué habrá pasado entre el momento en que estoy escribiendo y el momento en que esto sale a la luz, mañana lunes 30 a las 08:00 horas. De momento tenemos una independencia de opereta, un govern cesado y unas elecciones autonómicas convocadas por don Mariano a las que no sabemos qué partidos se van a presentar. El enorme prestigio internacional (y nacional) de Cataluña por los suelos. Bueno, de todos modos, yo tiro hacia adelante.

Uno más de los episodios chuscos de este ridículo sainete en que se ha convertido la política española a raíz de la huida hacia delante de los independentistas catalanes lleva el nombre de una actriz, Anna Maruny, y el título de un video, Help Catalunya. Save Europe. El trabajito es un vergonzante ejemplo de “agit-prop” manipulador, un spot electoral que nos devuelve a los tiempos en que todo estaba por construirse y en las campañas electorales se disputaban los votos con cuchillo en la boca, cuando Suárez presidía la UCD, Felipe González vestía chaqueta de pana y Santiago Carrillo acababa de empeñar su peluca para poder pagar unos carteles.

Para los no avisados, jóvenes que no hayan vivido los agitados tiempos de la transición y años precedentes, ese vocablo era la abreviatura de “agitación y propaganda”, de cuando los comunistas españoles luchaban contra la dictadura sin un duro, ni siquiera de Moscú, y se las arreglaban para confeccionar materiales de comunicación que lógicamente no perdían demasiado tiempo ni energía en matizar los argumentos. Ni falta que hacía, porque la realidad entonces no admitía demasiados matices, tenía la contundencia de las porras de los grises y los disparos al aire que de vez en cuando cazaban a algún manifestante volador. Las películas en 16 mm.que confeccionaba el “colectivo de imagen” del PCE no necesitaban de textos lacrimógenos ni verdades a medias, la dictadura se encargaba de decir las verdades como puños, quiero decir con los puños.

El vídeo en cuestión no merece que se le dediquen ni dos párrafos porque su discurso parece el trabajo de fin de curso de un erasmus diplomado en ciencias políticas abducido tras haberse tomado unas cañas con Gabriel Rufián. Una mezcla grosera de simplezas extraída de algún reportaje de TV3 sobre imágenes de origen en algún caso ajeno a Cataluña, Galicia, por más señas, tanto da, que descaradamente saquea la idea de otro video: I am Ukranian, cuyos autores, opositores ucranianos a Rusia del movimiento Euromaidan de Kiev, consiguieron en 2014 casi nueve millones de visitas. Las diferencias entre el modelo y la copia son peliagudas, como se ve. En el primero, la mujer que se dirigía al exterior pidiendo ayuda no era una actriz, sino la activista Yulia Marushevska que no tenía que esforzarse demasiado en mostrarse afligida porque los rebeldes ucranianos pagaron una factura de un centenar de muertos. Las semejanzas de aquella situación con la opresión de Cataluña parecen patéticamente forzadas y la convierten en un Kosovo con sardana y castellers.

Pero yo traigo aquí el dichoso video, difundido por la organización independentista Omnium Cultural, no por su éxito arrollador en la Red, al parecer 217.000 visualizaciones tan sólo unas pocas horas después de haberse colgado y millón y medio de reproducciones en YouTube hace una semana, cualquiera sabe cuántas lleva ya a fecha de hoy. Lo que me ha removido un poquito los bajos ha sido la historia de su protagonista, Anna Maruny, cuya carrera está pagando los platos rotos en formato lluvia de improperios. Miles de tuiteros de toda España le han llamado de todo menos bonita.

La chica ha desaparecido del mapa como si le hubiese tocado el Euromillón, pero sin aviso de Hacienda para que apoquine su parte. Lo de menos es que haya cancelado sus perfiles públicos en las redes sociales o que ni siquiera responda, según dicen, a los correos electrónicos. Lo jodido es que a ver quién es el productor guapo que la contrata para una serie o película al otro lado del Ebro. Y me temo que los ayuntamientos catalanes rebeldes no van a estar muy boyantes para pagar obras de teatro en gira nacional porque agotarán las partidas dedicadas a cultura en organizar juegos florales para celebrar la república catalana. Por lo menos hasta navidades, que después dios dirá.

26 años, apasionada por Shakespeare, ha estudiado en centros como el Institut del Teatre, la Escuela Superior de Arte Dramático Eòlia y la Escuela de Artes Escénicas Coco Comín de Barcelona, cuatro meses en el Estudio de Actores Stella Adler y también en la compañía teatral Saratoga International Theater Institute (SITI Company), habla tres idiomas, además de catalán, claro está, toca el piano y la guitarra e incluso ha estudiado canto y danza. Su experiencia en cine no es copiosa, aparte de unos cuantos cortometrajes y un spot publicitario para la marca Sanex, pero al menos ha participado como secundaria en una producción norteamericana rodada en Nueva York con un título que no presagia nada bueno: Zombie Pizza! dirigida por un tal Mike Dudko…

El colofón con letras de molde de tan lucido curriculum  es haber sido el rostro mediático-artístico del nuevo estado virtual. Lo malo es que con este honor, si la flamante Arcadia feliz no acaba de cuajar, lo tiene un poco crudo para hacerse un hueco en la industria en suelo español y va a tener que seguir buscándose la vida al otro lado del charco, o donde sea, pero lejos. Y esto, amigos, aunque seamos miembros de la cofradía de Hasta el moño del santísimo Process, hemos de reconocer que no está bien y no podemos aprobarlo.

Porque, reflexionemos: ¿esta persecución a la muchacha a qué se debe? ¿A que la chica hace demasiado bien su papel y parece que lo que dice es trigo de su cosecha? ¿A que su actuación es tan sentida que levanta ampollas en la sensibilidad españolista? ¿O será que la gente no entiende que se puede ser muy  profesional y no por ello asumir la ideología del personaje? ¿O más bien a que su estomagante monólogo se desliza de lo melodramático a lo ridículo y ella no hace nada por evitarlo? Los de Polonia lo tuvieron claro con su parodia, mucho más eficaz, o al menos más inteligente y sin peligro de que les corrieran a gorrazos los intransigentes, a los que la ironía no les es fácil de entender:

Para la madre de Anna Maruny éste era un trabajito más de su hija y no hay que sacar conclusiones precipitadas por ello, qué va a decir la pobre mujer, a ver a quién convence de que la niña no duerme con una estelada en la almohada. La Asociación de Actores y Directores Profesionales de Cataluña (AADPC) ha salido con el capote y ha anunciado que “tomará medidas legales por el asedio” sufrido por una de sus asociadas. Pero poco trapo me parece para semejante morlaco. Va a ser difícil que se evaporen los ecos de tan sonada actuación porque en el punto de tensión al que hemos llegado al que da la cara se la parten. A los miembros de la farándula les sale muy caro identificarse con una causa política, que se lo digan a Willy Toledo, especialista en pisar todos los charcos y salir empapado hasta los calzoncillos. Por cierto, qué gran actor cómico se pierde el cine español con Guillermo; y esto va sin ironía. No he visto muchas reacciones corporativas o solidarias por parte del mundillo de actores o cineastas. Salvo a Alberto San Juan o Antonio de la Torre, no he leído declaraciones contrarias a la persecución que sufre su compañera. Deberían recordar el famoso poema de Friedrich Gustav Emil Martin Niemöller atribuido erróneamente a Bertold Brecht: primero vinieron a buscar a los comunistas, pero yo no dije nada porque no era comunista… (poema al que por cierto se le ha amputado ese primer verso en el Museo del Holocausto en Washington).

Imagen de Anna Maruny en el vídeo Help Catalunya. Save Europe

Lo digo alto y fuerte: no soy partidario de apedrear a los actores que manifiestan sus ideas. De hecho, muchos de ellos siempre me han inspirado mucha simpatía por valientes. Claro que eran otros tiempos y otras causas más honorables a mi entender. Cada uno es muy libre de acudir o no a ver sus trabajos, eso sí, allá cada cual. Lo más probable es que Anna no haya calculado los derroteros por los que iba a ir la cosa y puede que esté arrepentida. O no. Si no fuera el caso, sólo le reprocharía haberse prestado a una farsa tan burda. Nada que no pudiera perdonarle cuando pase un tiempo, madure y caiga en la cuenta de lo absurdo que es creerse distinto a la gente con la que llevas siglos compartiendo el mismo sol y el mismo azul mediterráneo.

Por si le sirve, le regalo una bonita frase del gran actor francés Yves Montand que he leído en algún sitio: “Podría interpretar el papel de fascista en una película antifascista, pero jamás interpretaría el papel de antifascista en una película fascista”.

Ante tal provocación…

Mientras trato de concentrarme en la escritura de este post, allá fuera Puigdemont y sus mariachis se empeñan en distraerme con su comedia de enredo secesionista, que si entro, que si salgo, que proclamo, que no proclamo, remedando a Bartleby y su preferiría no hacerlo, aunque nunca sabremos qué es lo que preferiría no hacer. Si no fuera por la dificultad de encontrar árbitro y terreno de juego imparciales aceptables para ambos equipos, yo propondría que lo dirimieran sobre el césped dos selecciones nacionales de diputados nacionalistas, de un lado los que se envuelven en la señera y del otro los del club de amigos del aguilucho, o de la corona, que viene a ser más o menos lo mismo, pero en versión postfranquista. En caso de empate, podrían dirimirlo al futbolín, que sale más barato y si no consiguen ponerse de acuerdo en las reglas, se suspende la competición hasta la temporada que viene. Y descansamos un poquito.

Una imagen de Futbolín, de Juan José Campanella. Universal Pictures

Tengo para mí que una de las causas de que no se encuentren soluciones políticas a asuntos de clara naturaleza política es la deficiente calidad moral de la clase política gobernante, educada por sus padres y abuelos en la intransigencia, un virus que llevan en los genes y se transmite de generación en generación. La intransigencia es un material químico, si se me permite la expresión, refractario al sentido del humor. ¡Cuánto sentido del humor les falta a don Mariano y sus gurtelitos y al citado President y sus hooligans del Process!

A pesar de que en España, la guasa y el cachondeo tienen más solera que la sangría y nos han dejado para la posteridad las más sublimes obras de literatura y cine, desde El Quijote hasta Bienvenido Mister Marshall, en cuanto que a alguien le da por mear un poquito fuera del tiesto enseguida salen voces dispuestas a crujirlo y a pedir su excomunión. ¡La excomunión! ¡Ja! ¡Qué más quisiera José Luis García Sánchez que lo excomulgaran!

Viene esto a cuento de la meadita que el citado director se ha marcado en la SEMINCI de Valladolid que se clausura mañana después de recibir, emocionado él, rodeado de buenos amigos, la Espiga de Honor de la 62 edición. Vergonzoso, impresentable, lamentable, maleducado, fueron algunas de las perlas con que algunos le obsequiaron, desagradecidos, en correspondencia por el consejo que el cineasta les había regalado: “¡Vayan más al cine y menos a las procesiones!”.

José Luis García Sánchez con su Espiga de Oro recibe un beso de Ana Belén en la Seminci. EFE

Jajaja. No me dirán que no tiene gracia teniendo en cuenta que la hoy denominada Semana Internacional de Cine de Valladolid en sus orígenes tuvo por nombre un enunciado a tono con la España clerical de los años 50. En un estilo preconciliar que aún hoy cuenta con muchos adeptos (acuérdense del ministro Jorge Fernández Díaz, el Ministro del Interior que condecoró con la Medalla de Oro al Mérito Policial a la Virgen María Santísima del Amor y además decía tener a su lado a un ángel de la guarda llamado Marcelo que le ayudaba a aparcar) los asistentes a este piadoso festival eran recibidos con textos de este calado en 1960: “La V Semana Internacional de Cine Religioso y de Valores Humanos os da la bienvenida. Habéis llegado a ella —estáis llegando aún— impulsados por un afán noble de estudio y de superación espiritual, humana, queriendo buscar en ella precisamente lo que ella quiere daros: una dimensión trascendente de la sociedad, del hombre, del bien y de Dios a través del cine.”

Cartel de la 1ª Semana Internacional de Cine Religioso y de Valores Humanos

Hoy ya no se estila dedicar palabras tan hermosas y relamidas a los cineastas. Y menos aún a malpensantes como García Sánchez que se jactaba en Pucela de que la SEMINCI “es de los pocos sitios donde los del cine hemos ganado a los curas”, como prólogo a la bonita declaración que les he relatado. ¿Pues qué querían? Este hombre ha sido muy coherente con la obra por la que recibía el homenaje y no podía defraudar a quienes así le reconocían sus méritos. Pero muchos francotiradores de colmillo retorcido, siempre ojo avizor a la caza del rojo, apostados en Twitter, no han dudado en sentirse ultrajados y pedir que le colocaran como pararrayos del “Buen Mozo”, que es como se conoce popularmente a la figura del Sagrado Corazón de Jesús encaramado en la torre de la Catedral. ¡Que le quiten la Espiga! Claman presos de un insólito afán recolector. Menos mal que el actual alcalde, el socialista Óscar Puente, con varios dedos de frente más que el pepero Javier León de la Riva, ha afeado las palabras de García Sánchez discretamente, con la boca pequeña, pero se ha declarado incompetente en esa materia. No quiero ni imaginar lo que hubiera dicho su predecesor, muy capaz de retarle en duelo al amanecer con puñal en mitad de la Plaza Mayor.

El «Buen Mozo» sobre la catedral de Valladolid

Qué poco toleran los meapilas el anticlericalismo educado y alborotador. Si don Luis Buñuel visitara hoy el festival sacarían los cirios en procesión para rogar al cielo que le enviara las siete plagas. Menudas las gastaba el de Calanda. En sus memorias redactadas por Jean-Claude Carrière, Mi último suspiro, una joyita de la que ya he hablado aquí, recordaba con regocijo de cuando niño unos dibujos de “una revista anarquista y ferozmente anticlerical” que mostraban “dos curas gordos sentados en una carreta y Cristo enganchado a las varas, sudando y jadeando”. Y citaba como excelente ejercicio de provocación la descripción que dicha revista hacía de una manifestación celebrada en Madrid durante la cual unos obreros atacaron con saña a unos sacerdotes: “Ayer por la tarde, un grupo de obreros subían tranquilamente por la calle de la Montera cuando por la acera contraria vieron bajar a dos sacerdotes. Ante tal provocación…”. No me negarán que, comparado con estas muestras de belicosidad, García Sánchez parece un remilgado menchevique.

Mi viejo ejemplar de Mi último suspiro.

Un actor no es un perro

Parece ser que los perros modifican sus expresiones con un ánimo comunicador. Eso quiere decir que son capaces poner buena cara a los humanos intentando camelarles para que éstos no les aticen una patada o les regalen una carantoña. Ya sabemos de sobra, porque todos lo hemos podido experimentar alguna vez, que cuando enseñan los dientes y acompañan el gesto con un gruñido es que no están de buenas pulgas y es mejor mantenerse a una distancia prudente de ellos. En fin, esto que parece algo muy conocido y fácil de deducir por el común de los mortales ha requerido del aval de un equipo de investigación de la Universidad de Portsmouth (Reino Unido), previo sesudo estudio de los que a uno, ignorante, le parecen materia propia del conocimiento inútil.

“Hemos demostrado que las expresiones faciales en los perros están sujetas a efectos de audiencia. Estas pueden adaptarse según la atención humana, lo que sugiere alguna función comunicativa y no simples estados emocionales basados en la excitación de los canes”. O sea, en resumidas cuentas, que los canes son animales dotados de expresividad. Algunos críticos muy severos pensarán al leer esta noticia que es verdad, que Rin Tin Tin era más elocuente con sus muecas que, pongamos por caso, Arnold Schwarzenegger en Terminator. Aclaro, por si hay algún lector despistado, que Rin Tin Tin fue el nombre  del personaje canino interpretado por varios perros de la raza pastor alemán, protagonista de una serie de televisión de los años 50.

Un simpático can muy expresivo. EFE

A mi amigo David Torres no le ha gustado nada Blade Runner 2049 y sospecho que gran parte de la culpa se la atribuye a Ryan Gosling. David le tiene una tirria desmesurada –creo yo- al protagonista de Drive y La La Land, a quien considera tan hierático como al oráculo de Delfos. Bien, diré antes que nada que a mí la ficción de Denis Villeneuve sí me gustó y mucho. Considerablemente. Tanto que, de no ser por tres cositas (aunque no menores) que la rebajan la calificación, yo la habría adjetivado como obra maestra. Pero no es éste el momento de entrar en esos detalles.

Sin que yo piense que Ryan Gosling es el hermano gemelo de Jerry Lewis, desde luego que no, en realidad coincido con David en que este actor maneja un aparato facial más bien parco en recorrido, mucho. Pero eso no le hace inútil para según qué papeles. De hecho, hay muchos actores en la historia del cine que convertían su severidad, o su economía de gestos, en el principal atractivo de sus personajes. Pienso, por ejemplo en el Alain Delon de El silencio de un hombre (El samurái) y me pregunto si Jean-Pierre Melville no se pondría de los nervios en más de una toma. Sin ir tan lejos, tampoco es que Harrison Ford hiciera ningún despliegue armamentístico de guiños en el Blade Runner de Ridley Scott. Fácil que tuviera en la cabeza el careto de Humphrey Bogart en Casablanca.

Ryan Gosling en una escena de Blade Runner 2049

¿Por qué los directores aceptaban tanta austeridad en sus actores? ¿Eran instrucciones suyas o cosa de las estrellas? Para indagar en esta peliaguda materia habría que ir caso por caso pero yo prefiero tirar por la calle de en medio y atribuirlo a que los directores tienen muy presente el nunca bien ponderado Efecto Kuleshov.

La última vez que leí algo respecto a este principio del montaje cinematográfico fue en relación con Pablo Iglesias e Irene Montero. Resulta que un video de Europa Press contenía un inserto de un plano en el que estos dos peligrosos delincuentes se reían mientras los demás diputados aplaudían en memoria del asesinao Miguel Ángel Blanco. Dicho de otro modo: entre dos planos de la bancada que guardaba respetuoso silencio se incrustaba la imagen de los podemitas sonrientes. Lo malo es que ese plano no correspondía al mismo momento de la sesión. ¡Hombre, un poco chusca, la manipulación! Cambiar el contexto de una imagen, ya lo ven, cambia por completo su significado.

 

Aquí llega la explicación académica del Efecto Kuleshov. El cineasta que presta su nombre elaboró la teoría del montaje así denominada en la Unión Soviética de los años veinte. Para ello mostró tres secuencias compuestas de tres planos. El primero era el rostro de un actor más bien cara de palo de nombre Iván Mozzhujin. El segundo era un plato de sopa. Y el tercero, el mismo actor que esbozaba una mínima sonrisa. El espectador atribuía un significado fácil de deducir al rostro del personaje: la satisfacción de un hambriento.  A continuación, en la siguiente secuencia, Kuleshov cambiaba el plato de sopa por una mujer dentro de un ataúd dejando exactamente el mismo rostro del actor por delante y por detrás. El espectador ahora veía la pena reflejada en el gesto de Mozzhujin. Cuando Kuleshov sustituía el ataúd por una niña jugando con un oso de peluche, el espectador interpretaba que el actor ya no estaba triste sino que sonreía pensando en dios sabe qué.

La conclusión de este bonito experimento es que el espectador participa activamente en la atribución de significados a las imágenes en función de los contextos en que las percibe y que, por tanto, el mismo gesto es susceptible de ser interpretado de maneras muy distintas, como si se tratara de expresiones diferentes. Lo más divertido de todo esto es que no está del todo claro que el ensayo consistiera exactamente en lo explicado ya que aunque consta la explicación aportada por Pudovkin, el propio Kuleshov añadió más mordiente a  la mitología de su “Efecto” afirmando en una tardía entrevista que no hubo tal mujer en el ataúd, sino ¡una mujer desnuda en un sofá! Vaya, que sin cambiar el fondo de la cuestión la forma había adquirido un aspecto bastante menos fúnebre. Aunque muchos se temen que esto respondía o bien a una tomadura de pelo o bien a una involuntaria y senil confusión.

Aquí debajo pueden ver una versión didáctica y pícara realizada por el maestro Alfred Hitchcock.

En este punto volvemos a los perros, a los actores de limitada expresividad a Kuleshov y a Iglesias-Montero con las siguientes deducciones:

  1. Los perros y los actores pueden ser excelentes intérpretes, tan sólo hace falta una correcta aplicación del Efecto Kuleshov en el montaje.
  2. Ryan Gosling ofrece un excelente rendimiento en Blade Runner 2049. Su rostro puede denotar tristeza, soledad, dureza o fragilidad según convenga a Denis Villeneuve y siempre en función de con quién se vea las caras y de las cosas que se ve constreñido a hacer. Y eso sin tener que mover apenas un músculo de la cara, es la gracia que tiene.
  3. Pablo Iglesias e Irene Montero no son actor y actriz y no hay por qué ubicar los planos en que aparecen sonriendo cuando todo el mundo guarda respetuoso silencio por un asesinado. En ese caso Kuleshov tiene vetada su presencia.

Aunque lo intuyeron, a los señores investigadores de la Universidad de Portsmouth seguramente no se les ocurrió pensar en las ilimitadas posibilidades que ofrece un arqueo de cejas a tiempo o un sutil movimiento de orejas si hablamos de cine. Incluso si los protagonistas de estos ademanes son peludos y ladran.