J. D. Salinger sigue sin estar a salvo cuatro años después de su muerte

Por María J. Mateomariajesus_mateo

El silencio suele tomar tintes legendarios o, en su defecto, acabar convertido en rumorología. No hay nada como no hablar de uno mismo para que los demás se pongan a ello con total dedicación. Nada como no dar la versión propia de los hechos como para que la de los otros se convierta en la oficial.

La historia de Jerome David Salinger es un buen ejemplo de la tiranía que impone la fama, y del peligro que supone retirarse de la vida pública y renunciar a interpretar un papel en este gran teatro que es el mundo.

Evasivo y misterioso, el autor de El guardián entre el centeno fue, tras su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, víctima de una herida psíquica incurable que quiso ocultar a sus coetáneos durante un tiempo que supuso décadas en el refugio de New Hampshire, adonde se retiró y murió en 2010.

135525Pero ni siquiera atrincherado en la zanja defensiva que construyó, ni reconfortado por la pasión de escribir —antes de abandonarla— J. D. Salinger, pudo mantenerse a salvo, lejos de los focos —que para él eran dardos— de la opinión pública.

Fue así cómo las especulaciones en torno a su figura fueron reproduciéndose y cómo muchas de ellas acabaron convertidas en presuntas biografías que resultaron ser, antes que nada, un compendio de conjeturas en las que intentaba descubrir al hombre y no tanto al escritor.

Con un planteamiento distinto —no sé aún si real o no; habrá que leerla—sale este martes en España, de la mano de Seix Barral, Salinger, la obra que aspira a ofrecer la «semblanza definitiva» del autor.

Se trata de una obra profusa, escrita por David Shields y Shane Salerno, que vio la luz hace unos meses en Estados Unidos, y en la que se incluyen entrevistas, cartas, fotos y conversaciones desconocidas hasta el momento.

Una obra que, acompañada también de un documental, trata de ofrecer una «perspectiva poliédrica» del autor, dicen sus artífices, y que me provoca ahora una sensación contradictoria: una mezcla de una excesiva curiosidad, que se suma a la certeza de saber que el autor al que van dedicadas las más de 750 páginas que componen la obra desaprobaría su lectura.

Y es que, después de todo lo que sabemos de Salinger, o mejor dicho, de todo lo que no sabemos… me pregunto por qué andar removiendo entre recuerdos y documentos de alguien que nunca quiso publicidad. Y sobre todo, por qué hacerlo cuando, al fin y al cabo, contamos ya con lo importante: su obra. 

Leía hace unos días una reflexión de Virginia Woolf acerca de la «curiosidad» que suscitan la «biografías y autobiografías» de «grandes hombres» y «de hombres que hace tiempo que murieron y fueron olvidados, que descansan, uno junto al otro con las novelas y poemas», y que viene al caso recordar.

«¿Hasta qué punto —interpelaba la genial escritora— debemos preguntarnos, está un libro influenciado por la vida de su autor? ¿Hasta qué punto no entraña peligro permitir que el hombre interprete al escritor? ¿Hasta qué punto debemos oponernos o ceder a las simpatías o antipatías que el propio hombre provoca en nosotros (…)?» Son éstas preguntas —concluía— las que nos acechan cuando leemos vidas y cartas, y que debemos responder nosotros mismos, ya que nada puede tener unas consecuencias más funestas que ser guiados por las preferencias de otros en una cuestión tan personal».

Yo me pregunto, entretanto, si no estaremos tratando de aplacar una curiosidad malsana a cualquier precio, con métodos inadecuados y, sobre todo, con objetivos desvirtuados. Porque… ¿acaso ganaremos tanto registrando los cajones de la vida de un autor tan celoso como Salinger? ¿Husmeando sobre las huellas que dejaron sus zapatos?

Es posible que, con ello, sólo estemos  buscando —e inventando— una nueva obra, que siempre será menor y que estará muy lejos del libro más prohibido y a la vez el más leído,  El Guardián entre el centeno. Porque, como decía la británica, los hechos siempre serán «una forma muy inferior de narrativa» que difícilmente nos llevarán a conocer la verdad. Así que, quizá sea mejor limitarnos a respetar la voluntad de Salinger y remitirnos exclusivamente a su obra… y sin embargo… ¡ay, qué curiosidad!

 

Juan Gelman: «Aquí pasa, señores, que me juego la muerte»

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Es la poesía de Gelman el claro ejemplo de por qué es imposible decir, así, en general aquello de «A mí no me gusta la poesía». No hay más que sentarse un segundo y leer, leer algo como:

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.

Y la muerte le vino el pasado martes 14 de enero: tenía 83 años y seguía viviendo en el exilio, en México. Salió en 1975 de su país natal, Argentina, y un año después su hijo y nuera embarazada desaparecieron para después ser asesinados. Aquel hachazo que tan bien hubiera definido Miguel Hernández, «aquel golpe homicida», destruyó una parte del poeta.

No se cansó jamás de buscar. Era el año 2000 cuando Gelman encontraba al fin a su nieta, la hija del hijo al que mató aquella dictadura argentina contra la que siempre alzó  la voz. Este mismo agosto volvió a hacerlo en su última obra, Agosto, en la que además de poemas incluía reflexiones sobre Argentina.

 Le quitaron algo que no podrían devolverle, pero la poesía sobrevivió, acaso lo salvó y de paso nos salvó en muchos momentos a muchos otros. Y no hay más que sentarse y en vez de esperar leer, leer que:

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta aquí el agua?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el odio?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.

La literatura de Gelman, cuya poesía está toda en Poesía reunida, es sangre y es herida, es dolor y amor a partes casi iguales, es un canto a un corazón duro y sensible, sentimental jamás. No le dieron el Nobel, pero tampoco le hacía falta.

Es la prueba, tal y como comencé diciendo, de que no se puede decir eso de: «A mí la poesía no me gusta».

Padre,
desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena,
rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.

Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,!
yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello

 

Las anotaciones de Mario Benedetti: cuando el poeta buscaba acabar con la tiranía del tiempo

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Hay pequeños gestos que nos descubren. Detalles que parecen triviales y en los que, sin embargo, podríamos adivinar una suerte de ADN.
Las anotaciones que Mario Benedetti realizaba en sus libros, sobre las que estos días nos hablan los depositarios de la que fue su biblioteca en España, son algo así. Similares a ese gesto inconsciente y aparentemente vacuo en el que, sin saberlo, copiamos a un antepasado. Como ese tic en el que nos rascamos la cabeza o nos apartamos un mechón de pelo y en el que, no obstante, podemos comprender, en un abrir y cerrar de ojos, quiénes realmente somos.

mario_benedettiLo han revelado estos días los responsables del Centro de Estudios Iberoamericanos de Mario Benedetti (CeMaB), ubicado en la Universidad de Alicante (UA): el poeta realizaba anotaciones en sus libros y recurría incluso en algunos momentos a subrayados en colores chillones. Eran intentos de apresar, pienso yo, esos retazos de clarividencia que encontraba en sus lecturas. O al menos es lo que me pasa a mí cuando leo distraída y, de pronto, ¡zas!… encuentro esa frase lúcida que viene a hablarme a mí y sólo a mí, y que me deja congelada sobre el escritorio: la subrayo afanosa y anoto a su lado palabras que me ayuden a no olvidarla nunca. Porque en ese momento quiero —y prometo sin saberlo— llevarme para siempre ese trocito de luz. Sea como sea y pase lo que pase, ahuyentando al tiempo y su tiranía.

La directora del CeMaB, Eva Valero, a la que tengo la inmensa suerte de conocer, dice que esos subrayados y anotaciones «dan la medida y la dimensión de su preocupación social, histórica y política». Y, desde luego —y de nuevo, como en las clases que impartía en el Máster de Estudios Literarios de la UA—, parece estar en lo cierto. Porque qué fácil resulta reconocer al poeta apasionado y comprometido que fue Benedetti con anotaciones como ésta: «La derrota es una acción. El exilio es una acción. Sueños de acción (…) la literatura es un producto social».

Rápidamente comprende uno que Benedetti, el poeta de la acción y de los sueños, que clama para que no nos rindamos ni claudiquemos, está detrás de esas líneas. 

Leo todo esto y pienso en las ganas inmensas que tengo de pisar ya ese tesoro que deben ser las nuevas instalaciones del CeMaB. De consultar algunos ejemplares de entre los más de 6.000 que el poeta donó a la Universidad de Alicante en 2006, en donde se encuentran también los dos poemas inéditos que salieron a la luz hace un año gracias al trabajo de Valero y del querido catedrático de Literatura Hispanoamericana José Carlos Rovira, entre otras personas.

Gracias a todos ellos porque, debido a su admirable empeño, podremos recordar que aunque «todo se hunde en la niebla del olvido», éste está lleno de memoria una vez que «la niebla se despeja» y el recuerdo del poeta sigue vivo.

El libro más traducido después de la Biblia y El Quijote

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Me ha dado por los centenarios, así que pido disculpas anticipadas por la insistencia. Perdón por volver de nuevo a 1914, año sugestivo y fecundo para las letras donde los haya, en el que no sólo nacieron Julio Cortázar, Octavio Paz o Nicanor Parra, como recordaba hace unos días, sino que además vieron la luz libros inolvidables como la entrañable obra de Juan Ramón Jiménez Platero y yo.
PlateroMoguerLeo acerca del aniversario del «asnucho», como su creador lo llamaba, y no puedo evitar escribir unos párrafos sobre él. Sobre esa imagen que vive instalada en mi infancia y en la de, imagino, muchos de vosotros, y que sobrevive en parte debido al hecho de que las cosas que vivimos durante la niñez se graban a fuego.

Éramos por aquel entonces seres a medio fabricar, hechos con una especie de plastilina que hacía que todo lo que llegaba a nuestros oídos, a nuestras manos, a nuestros ojos, tuviera una importancia casi vital. Que todo aquello de lo que nos íbamos alimentando resultara casi determinante para ser quienes hoy somos.

Por eso, me resulta fácil recordar los «espejos de azabache» de Platero si cierro los ojos y me veo, entre el griterío de la clase, rodeada de esos otros «bajitos» y recostada sobre un pupitre en el que descansan cartillas de lectura, fichas para colorear y recortar o plastidecors. Ocurre lo mismo si trato de pronunciar los preciosos primeros párrafos de aquella prosa poética. Casi brotan solos: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, ronzándolas apenas, las  florecillas rosas, celestes y gualdas».

Resulta difícil, sin embargo, no resistirse a una narración así, sobre la que leo ahora, es la más traducida después de la Biblia y El Quijote. No caer rendido ante esa serie de estampas deliciosas, no sólo para los niños.

Y es que ya en Platero encontramos al gran Juan Ramón, en la llamada «época sensitiva», tratando de apresar el instante. Fijando la vista, como los maestros impresionistas, sobre una escena perecedera, repleta de luz y belleza, que sabemos, pronto desaparecerá y que por eso quizá contiene aún más luz y belleza.

Ya aquí reconocemos al artista que, obcecado en su intento de atrapar la vida para llevarla al papel, concibe la luminosa estampa de este animal con el que crecimos y que nos acompañará, al menos a mí, mientras dure la memoria.

2014, año de homenajes y brindis a la salud de la literatura

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Qué despiste. Se nos fue el año y al final no hablé de la obra con la que logré volar más alto en 2013. Esa a la que volví y que de nuevo quise retener, palabra por palabra, para reanudarla siempre que quiera con los ojos de mi memoria. La que, repleta de citas no casuales, no se puede explicar y en la que París es lo que debiera ser el mundo: «una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra», un verso de Apollinaire que parece no acabar nunca.
Volví a Rayuela, a esa «llamada al desorden necesario» que señala el «absurdo de los datos idiotas», «la diferencia entre saber y conocer». Y recobré, como siempre, el deseo de «lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido». El ansia de que, entre tanta «ciencia inútil», llueva aquí dentro, «de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas».
128503Pero me quedé de nuevo sin palabras, de tan verdadera que la sentí, de tan cierto «el falso orden que disimula el caos», la «soledad del hombre junto al hombre» de la que nos habla. Y así he llegado a este intento casi frustrado de expresar la ingravidez que sentí, en esta especie de sequedad, de silencio casi forzoso.
Se nos escapó a Paula (esa otra enamorada de Julio Cortázar) y a mí el pretexto para hablar de la estampa inmortal de Rayuela en el año en que, qué paradoja, cumplió 50 años. Pero no pasa nada porque en 2014 se cumplirá el centenario del nacimiento del autor y volveremos a tener excusa (aunque no la necesitemos) para leer, releer y recordar al creador de la «contranovela».

Leo estos días que la fecha servirá de pretexto para la reedición de muchas de sus obras y la edición de otras en su memoria. Y bendito pretexto, pienso. Porque qué ganas de meterle mano a, entre otras obras, Cortázar de la A a la Z, la biografía visual y autocomentada que en breve publicará Alfaguara.

Voy a quitarme de todas formas por un rato la piel de mitómana (que desconocía tener, no deja uno de sorprenderse) y a recordar, en honor a la verdad, que 2014 no será sólo el año de Cortázar porque se celebrará también el centenario del nacimiento de otros dos grandes de las letras: Octavio Paz y Nicanor Parra. Dos motivos más para encerrarse a cal y canto en una habitación, y leer y leer sin contención ni medida. Por no hablar de los títulos, nuevos y viejos, inscritos en la ficción y no ficción, que saldrán a la luz en los próximos meses, y de los que habrá que seguir hablando en futuras entradas para no hacer que ésta sea interminable.

Por lo pronto, propongo un brindis a la salud de la literatura, a la que, a buen seguro, le espera un provechoso y feliz año.

Acabar el año: No sin ‘Intemperie’, de Jesús Carrasco

Por Paula Arenas Martín-Abril paula_arenas

A punto de terminar el año escribo sobre el que ha sido el libro del ya ‘moribundo’ 2013. Para Jesús Carrasco (Badajoz,1972) ese 13 final no ha sido sinónimo de mala suerte: su literatura, de elevada e insólita calidad, ha recorrido el camino merecido. Intemperie ha sido el libro del año.

intemperie-9788432214721No sólo lo han declarado y premiado nuestro Gremio de Libreros, también en Holanda así lo han considerado, y han llenado sus escaparates con la fascinante novela del español. Esta vez sí, joven para tan impecable construcción narrativa.

Me preguntan algunos sobre qué libro pueden regalar para Reyes y repito el mismo, casi como un mantra: Intemperie, de Jesús Carrasco. En esta ocasión no pregunto para qué tipo de persona o cuáles son sus gustos, tal es mi fe en esta novela.

Muchos aún no saben quién es y los que curiosean su portada y leen su sinopsis no siempre se deciden. En mi opinión se debe a que ésta es una de esas obras imposibles de resumir o intentar contar o presentar con una portada.

El mínimo e injusto intento: Un niño huye por unas tierras en las que la miseria de todo tipo (no sólo material) parece inundarlo todo. ¿Podrá evitar malograrse o las circunstancias determinan?

Lo han comparado con Delibes, algo que a varios parece echarlos para atrás a la hora de decidirse. Mi opinión: la voz de Carrasco no tiene nada que ver con el vallisoletano. Precisamente por ser tan diferente e incomparable ha llegado tan lejos. Por eso antes de publicarse en España ya lo habían comprado más de quince países. Por eso lleva más de 16 ediciones.

‘La ridícula idea de no volver a verte’, la «herida hecha luz» de Rosa Montero

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Las manecillas de los relojes están ya en las últimas. Van dando vueltas sobre sí mismas en estos períodos inventados que son los años y, a estas alturas, da la impresión de que se hubieran acelerado.
Llega el momento de realizar el dichoso balance —ese que parece inevitable cuando un ciclo está a punto de cerrarse— y de hacer recuento de lo vivido y lo no vivido, y del mismo modo, de lo leído y de lo que aún nos queda por leer.
Yo voy a intentar, sin embargo, sortear el cansino y a veces forzado cálculo para limitarme a hablar, eso sí, de la última obra que he leído este año, que bien podría situar entre los primeros lugares en el ranking de mis «mejores libros de 2013».
Se trata de La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), una obra luminosa con la que Rosa Montero ha logrado hacer magia, manejando la sorpresa. Una especie de híbrido entre el ensayo, la autobiografía y la novela que surgió de una trágica circunstancia —la muerte de su marido— y que, cosas de la vida, nos recuerda cómo la experiencia más dramática puede acabar convertida en luz, una vez que se hace arte, en esta ocasión, literatura.
la-ridicula-idea-de-no-volver-a-verte_9788432215483El germen del libro fue la sugerencia de la editora de Montero de escribir un prólogo para el desconsolado diario que Marie Curie escribió tras la muerte de su marido, Pierre. Una propuesta que fue el pistoletazo de salida para que Montero se lanzara a escribir sobre su propia circunstancia y, en concreto, sobre la pérdida que acababa de sufrir y que estaba a punto de sumirla, como ella misma reconoce en la obra, en un largo silencio.

Pero La ridícula idea de no volver a verte es mucho más que un libro sobre la muerte y sobre ese agujero insalvable que es la experiencia de una pérdida. Porque va mucho más allá de la autobiografía para hablarnos, entre otras cosas, de las ganas que a pesar de los escollos sentimos los humanos de dilatar la experiencia de la vida: de incluso hacer revivir a nuestros muertos en nuestra propia existencia, y de la suerte de quienes hemos conocido el amor, «eso que consiste en encontrar a alguien con quien compartir tus rarezas».

Sobre estas bases, Montero da vueltas alrededor de conceptos como la soledad y el duelo para contarnos que finalmente la recuperación es algo que no se consigue nunca, porque, afirma, en el fondo, sólo podremos lograr nuestra propia «reinvención», el único objetivo alcanzable.

Logra así romper la primera fase en la que el dolor es tan agudo que se hace impronunciable —«El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante», llega a decir— para ofrecernos una «herida hecha luz» que resplandece como paradigma del consuelo que buscamos en la creatividad, ese «intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza».

Entre tanto, redescubrimos al personaje fascinante que fue Marie Curie. Ese ser «valiente y fuerte», de gesto duro pero «interior ardiente» que abrió «brecha en la endurecida costra de los prejuicios» de una sociedad todavía muy machista. Un contexto que se nos revela junto al retrato particular que, sin caer en la hagiografía, Montero realiza de la científica, alguien que logró quizá lo más difícil: ser humana y excepcional a un tiempo.

¿Crearían los libros en los niños el mismo universo si su soporte fuera un e-book?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

No es por ponerme pesada, pero estos días es inevitable ver cómo se regalan e-books (odiosa palabra). Tampoco es que haya sido una invasión, pero sí que he visto desenvolver alguno que otro. Y el asunto me lleva de nuevo a los libros electrónicos y al papel.

He visto al mismo tiempo cómo varios pequeños abrían preciosos libros llenos de ilustraciones y otros de cartón grueso con llamativos colores. He visto a esos niños encantados con esos regalos, y en ocasiones preferirlos a otros mucho más sofisticados.

versos-del-mar-9788467563658Mi hijo, de cuatro años, está feliz con su Versos del mar (SM), una obra de arte de Carlos Reviejo y Javier Ruiz Taboada en la que la poesía está de contrabando pero está y los dibujos llevan a cualquiera hasta un mundo mágico, más que un mar de película.

Hay niños de todo tipo, pero no conozco a ninguno que habiendo disfrutado casi desde la cuna del libro como juguete y diversión gracias a la intervención temprana de sus padres los rechace en los años sucesivos. En la adolescencia no entro, que ahí el campo cambia mucho de césped.

No ha tenido nada de extraño pensar pues en un niño de dos, tres, cuatro años abriendo un paquete cuyo contenido, en lugar de uno de esos fascinantes libros (este año las ediciones han sido especialmente hermosas), fuera un libro electrónico. Y me pregunto qué ocurriría si todas esas ilustraciones pudieran verlas ellos solos, sentados frente a su e-book infantil, sin poder tocarlo, girarlo, señalarlo, incluso doblarlo o desplegar un pop-up.

Si algo así los atrapara… ¿Serían libros o serían como los dibujos animados solo que sin movimiento?

Sería triste; eso es lo único que sé. Que para mí sería triste. El niño ya no podría elegir entre sus libros el que quiere que se le lea o enseñe o mirar él mismo. La máquina le daría una vez más todo hecho, masticado, fácil para ellos y, sobre todo, para los padres, que así no tendrían que emplear tiempo en leer o compartir cuentos con ellos. Simplemente apretar la tecla, igual que la de la tele o el ordenador.

 

 

Esa cosa extraña llamada normalidad

Por María J. Mateomariajesus_mateo
La normalidad está llena de extrañeza. Y si no que se lo digan a la escritora argentina Mariana Graciano (Rosario, 1982), que acaba de presentar en España su obra La Visita (Demipage).

La obra de Mariana ha llegado estos días a mis manos para hacerme recordar algo en lo que siempre he creído profundamente. Y es que nada hay más inquietante que la propia realidad. Nada más extraño que la actividad que hemos instalado en la rutina, la mayor parte de las veces con el propósito de sentirnos más seguros, creyendo que en la periodicidad, en la fuerza de la costumbre, nos encontraremos a salvo. Menuda ilusión.

Leo las cerca de veinte historias que aglutina en La Visita y vuelvo a ese pensamiento. Al entramado fantástico que esconde la cotidianeidad. Y no me refiero a la fantasía que existe en los instantes dramáticos o extraordinarios de la vida —a los que no remite la autora— ni tampoco a lo «atolondradamente mágico del realismo», afirma Antonio Muñoz Molina en el prólogo de la obra. Sino a ese otro «algo mucho más pudoroso, más cercano a la sospecha que a la certidumbre, al desasosiego que al miedo» en el que se concentra Mariana, añade el reciente Príncipe de Asturias de las Letras. Y yo, como de costumbre, estoy de acuerdo con el maestro Muñoz Molina.

20131121125541_1Porque es cierto, la argentina no se dedica a mostrar, sino a insinuar, la rareza y fragilidad que encierran periodos como la niñez o la adolescencia, y espacios tan aparentemente corrientes como un vecindario. Esboza, en resumidas cuentas, la delicadeza que contiene la vida misma, donde el curso de los días puede cambiar de un momento a otro y a partir del detonante aparentemente más absurdo.

Es lo que ocurre en historias como Vanesa, en la que se narra lo que podría ser la génesis de un enamoramiento si no fuera porque ese chispazo queda consumido en cuestión de segundos y desaparece de forma inexplicable sin llegar a ser parido. Un ejemplo de la inconsistencia que define la vida como lo es también el que es mi cuento favorito, Resquebrajado, donde se relata la triste experiencia de unos padres a los que se les informa de que su bebé padece una enfermedad congénita que le hace ser «un cristal» entre sus brazos. Un relato que, por cierto, reabre la herida que a muchos nos duele estos días ante la desgraciada aprobación del anteproyecto de la Ley del Aborto, que elimina el supuesto de la malformación y que, como decía en un emotivo post Madre Reciente, nos hace pensar en «la condena de verlos nacer para luego verlos morir o padecer».

Un caso más en el que se nos revela la naturaleza de la vida, depósito de «lo inesperado o lo amenazante», y rara en esencia como lo es la cubierta del propio libro: aparentemente artificial por su llamativo colorido, aunque sorprendentemente natural a pesar de (o precisamente por) su extremismo.

Mentiras que devuelven verdades: hermoso papel nunca tendrás rival, incluso si pierdes

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Imposible estar más de acuerdo con mi compañera de blog, Mariaje, y su amor al ‘papel’, a esos libros que son parte de lo que somos y que tanto nos hacen sufrir cuando no los encontramos en el lugar que los dejamos.

A mí no ha habido rey mago que por adelantado me haya traído un ¿cómo se llama? (vuelta a la entrada anterior, a la de Mariaje, que ha abierto esta vía)…, y me pregunto porqué. Tal vez mi colega tenga a bien contarlo en su próxima entrada o en un comentario, o al menos a mí, aunque sea bajito (de momento conservo bien el oído).

Cuando la leía pensaba la de veces que he estado sentada frente a la biblioteca de mi padre, buscando títulos, sacando libros que abría y cerraba y volvía a colocar… Todas esas otras veces que íbamos a la Cuesta de Moyano y me decía que me regalaba el libro que yo quisiera, y la emoción de la búsqueda. También los muchos paseos a librerías de viejo, con mi padre como siempre, y la expectación ante tantas torres de libros… Casi era una aventura.

Puede que ocupen mucho espacio, puede que sean caros (aunque siempre hay maneras de encontrarlos baratos), puede que haya libros dignos de quedarse en un lugar lejos de nuestras casas, pero ¿y qué ocurre si nos quedamos sin dedicatorias, sin esas páginas dobladas que señalan lo que nos gustó, sin esos versos subrayados, sin esa imagen que trae la portada de un libro que nos regaló alguien a quien quisimos hace mucho tiempo y de quien sólo nos queda ese libro?

Lo siento, pero continúo quedándome en el lugar de siempre aunque tenga que prescindir de espacio y apilar libros en torres o cargar con ellos por la calle. Son objetos, sí, pero son objetos con tanto valor como la música que pone banda sonora a nuestras vidas. O más.  Para algunos: bastante más.

¿Quién no se ha pasado horas buscando un libro al que tenía cariño y se ha quedado triste o enfadado al no encontrarlo? Hay objetos…, y objetos. Una profesora de literatura me dijo una vez: «no digas libros, son obras«. Y tenía razón. Lamento haber tenido que emplear el término ‘libro’ en esta ocasión (y que no haya foto para esta entrada: así es más coherente la reivindicación. No necesitamos tanta distracción… ¿o sí?)