Archivo de septiembre, 2013

Cuarenta años sin Pablo Neruda, poeta necesario

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Como el pan de cada día o como el aire que exigimos trece veces por minuto, que dijo Celaya, hay poesía y hay poetas necesarios.

Son esos que nos hablan desde las vísceras y que nos cantan a pleno pulmón de sus sueños y sus miserias. Esos, cuyas palabras, documentos de vida, se han quedado para no marcharse solapadas a las nuestras y en los que es preciso creer para sobrevivir entre tanta mentira, entre tanto embuste prefabricado, la mayoría de las veces por quienes nos gobiernan.

114932Precisamente, esta semana se cumplen 40 años de la muerte de uno de esos poetas necesarios. Pablo Neruda, paradigma de honradez literaria, fallecía el 23 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile por causas que estos días se investigan. Por eso, más allá del motivo de su fallecimiento —en breve se determinará si murió de forma natural o fue asesinado por el régimen de Augusto Pinochet—, he querido recordarlo del mejor modo que se me ocurre: leyéndolo. Estos días he desempolvado su Residencia en la tierra, su Canto general y sus Veinte poemas de amor, y he deseado que el día no acabara para adentrarme en la parte de su profusa obra (compuesta de más de cuarenta libros) que aún desconozco.

Revisitar al Premio Nobel me ha permitido recordar al «formador de lenguajes imprescindibles» que fue —en palabras de mi querido maestro, el Catedrático de Literatura Hispanoamericana José Carlos Rovira— cuando canta el gozo del amor y del erotismo más puro, pero también cuando es el vate dolorido por el lacerante paso del tiempo. Cuando aparece en los versos ese ser abatido ante la proximidad de la muerte «que espera vestida de almirante», y a ese que, aun renegando de las soluciones que ofrecen las religiones, encuentra por momentos únicamente consuelo en cierto panteísmo.

He respirado en muchos de sus versos el «clima otoñal» de su poesía, no la del hombre triunfante sino la del «ser explotado y vejado» del que hablaba el estudioso de su obra Giuseppe Bellini. Y he comprobado su constante… la certeza de «lo poca cosa que somos», del misterio de la vida y la muerte como ciclos de una misma cosa, de algo que no sabemos en realidad qué es y hacia dónde nos lleva.

Sobre ese material, me he vuelto a alegrar de sus feroces ganas de trascender una muerte que «está en los catres: en los colchones lentos, en las frazadas negras». Y su sed de ser auténticamente humano, de «no seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra».

He revivido, en suma, a ese poeta de corazón grande, con «ansia sin límite» y hambriento de vida y de luz que fue Pablo Neruda. Inconmensurable en los temas por los que transitó e irreducible a una poesía social que algunos han intentado desacreditar sin demasiada fortuna.

Quiero no tener límites y alzarme hacia aquel astro.
Mi corazón no debe callar hoy o mañana.
Debe participar de lo que toca,
debe ser de metales, de raíces, de alas.
No puedo ser la piedra que se alza y que no vuelve,
no puedo ser la sombra que se deshace y pasa.

‘Boston. Sonata para violín sin cuerdas’, la sátira inmisericorde de Todd McEwen

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Los editores advierten sin indulgencia en las páginas que preceden a la obra: Boston. Sonata para violín sin cuerdas (Automática) es «una sátira inmisericorde de la sociedad contemporánea» en la que prima una «absoluta falta de consideración hacia lo políticamente correcto». Y sin embargo, el aviso sobre ese «humor ácido» que «se revuelve contra todo» no exime al lector del desconcierto que le acompañará durante el tiempo que le lleve recorrer la obra.

bostonPorque el delirio es la constante de la primera novela traducida al castellano de Todd McEwen (California, 1953), uno de los grandes maestros vivos de la sátira literaria. Y el despropósito —a veces con efectos desternillantes—, el denominador común de la serie de episodios que conforman la existencia de su protagonista, William Fisher.

No es de extrañar así que una de las prescripciones iniciales sea su lectura dosificada —nunca más de 50 páginas al día— y que nadie tenga a bien responsabilizarse de los efectos de esta grotesca historia.

La laguna Walden, famosa por ser el lugar en el que vivió aislado en una cabaña el poeta y filósofo Henry David Thoreau, es el punto de partida de este dislate. En mitad de la superficie helada, un día cualquiera y a la vez el «más deprimente del invierno», William Fisher observa de manera inesperada el espectro del Thoreau y sufre, acto seguido, un resbalón que le lleva a golpearse la cabeza. Un accidente que aticipará la espiral de infortunios de la que buscará salir sin descanso, pero también, sin ningún éxito.

A partir de ese momento, este indolente administrador en un instituto de Ciencias y «terrible arañaviolines» en su tiempo libre, iniciará una sucesión continua de absurdos encuentros y desencuentros con los grotescos personajes que se cruzarán en su camino: universitarios remilgados, mujeres caprichosas y filósofos errantes en una ciudad «enferma de modernidad».

Se revelarán así, mediante la omnipresente receta de la sátira, las goteras de un sistema que hace aguas y en el que el individuo poco o nada puede hacer frente a las trampas del destino y las impersonales estructuras de la civilización. Una idea que palpita en una obra loca pero en ningún caso exenta de reflexión.

Conduce trabaja come. Conduce trabaja come. Conduce trabaja come.Conduce trabaja come.Conduce trabaja come. Conduce trabaja come. ¡Boston! En sus días más oscuros Fisher se aferraba a la hipótesis de que los bostonianos no tienen en absoluto voluntad propia. Boston: un inmoral teatro de marionetas sobre una cadena de transmisión. La gente avanza y retrocede en las calles mediante poleas astutamente ocultas. Miran por las ventanas, rebuznan a sus conciudadanos, todos mecanizados, todos maniquíes.

Y es que, ataviado con un violín sin cuerdas —con el que se hace después de incinerar en un horno a ‘don Chirridos’, el anterior— y con una venda ensangrentada alrededor de la cabeza, Fisher hará de la máxima de la Ley de Murphy —»Cualquier cosa que puede ir mal, irá mal»— un modo de vida. Y lo hará, siempre igual: de forma accidentada y exento de una voluntad que parece no existir en su atolondrada existencia.

Reina de este modo una atmósfera de desgobierno en un texto que incluso falta al respeto a las normas gramaticales mediante la «deliberada deformación de palabras» o de errores continuos en la puntuación y la concatenación del discurso directo, reflejo de la «maltrecha cabeza» de su protagonista.

Una signo más del menosprecio por el intelectualismo que siente McEwen, quien reconoce en su nota para la edición que Boston —su primera novela, publicada en 1983 con el título Fisher’s Hornpipe—  es «el Cadillac» de su carrera literaria, con «un motor que ronronea de aquí para allá y aún logra llamar la atención», aunque él, asegura, no ocupe ya el asiento del conductor.

La historia de la generación estafada y aún quieta: ‘La habitación oscura’, de Isaac Rosa

Por Paula Arenaspaula_arenas

Cierra la puerta, cubre cualquier resquicio por el que la luz pueda colarse, baja la persiana, cubre esa rendija que aún deja pasar una línea de claridad con una manta, una sábana, un trozo oscuro de tela, una venda, lo que sea para quedarte totalmente a oscuras. Estás en tu cuarto o en uno que conoces, acaso el baño, así que no temes, o no al menos a estar en un lugar extraño.

La inquietud, puede que algo de ansiedad, pero también un punto de excitación se adueñan de ti. Tienes los ojos muy abiertos y te sorprendes escuchando el parpadeo de tus ojos.

Última novela del autor de 'El país del miedo'Tal vez no seas capaz de aguantarlo mucho tiempo, es lo más probable. Isaac Rosa (Sevilla, 1974) logra justo lo contrario: que te quedes colgado de La habitación oscura (Seix Barral) metiéndote casi de manera asfixiante en un cuarto sin luz pero a su vez lleno de espejos. Un ejercicio brillante el de este autor, de una inusitada madurez literaria (es del 74 y eso en narrativa sí que es ser muy joven).

Sin temor lo escribo, es obvio que me fascina, esta obra afianza lo que había dejado claro en El país del miedo: no es cierto que todas las historias hayan sido contadas.

Un grupo de jóvenes, ya no tan jóvenes pese al empeño social en alargar la juventud hasta los 40 y más allá, vuelven a la habitación oscura que cuando sí estaban en la verdadera juventud les servía de pilar para dejar salir todo su ‘adentro’ en forma de sexo y silencio.

Unos quietos, pegados a la pared; otros en el centro, dando permiso a sus cuerpos para hablar por ellos. Un refugio que sin embargo no duró mucho. Como aquel mañana tan maravilloso como ya perdido, del que el autor, fuera del libro, dice sin amargura: «Ese futuro dorado que nos prometieron y que apenas tocamos con la punta de los dedos».

El bautismo de la editorial no miente: es la novela de tu/mi/nuestra generación. La que unos consideran engañada y la que él ha nombrado estafada. No da respuesta Isaac a las acciones que tal vez podríamos llevar a cabo para terminar con la estafa. Pero deja, incómoda y lúcidamente claro, que esos jóvenes ya no tan jóvenes se han quedado sin búnker.

No es una lectura para pasar el rato, ni tampoco para quienes huyan de la mirada que mira desde las letras y sugiere sin acusar. La habitación oscura mete al lector en nuestro mundo en ruinas y no hace concesiones. Oscuridad y espejo, salir de sus letras sin arañazo, esta vez sí que es misión imposible.

 

‘La invención del amor’, el «thriller intimista» de José Ovejero

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Dice José Ovejero (Madrid, 1958) que su última obra es una novela de amor para aquellos que no leen novelas de amor. Y doy fe. Porque La invención del amor (Alfaguara) es, en efecto, una obra de credo escéptico, áspera por momentos, que menosprecia esa idea fallida y preconcebida del amor como fuerza tranquilizadora, altruista y etérea.

Termino su lectura y mi primer pensamiento es, precisamente, que ese es su principal atractivo: el de haber confeccionado una novela que hable, entre otras cosas, de amor —sobre lo que «todo ya está dicho», reflexiona el narrador en sus páginas— pero habiendo aniquilado todos los «te querré siempre» y demás promesas temerarias de eternidad.

Y es que Ovejero (Premio Alfaguara de Novela 2013) parte de una pregunta, a mi juicio muy lógica, que subyace en toda la obra: ¿Por qué si todos cambiamos, el amor habría de ser inmutable? Es a partir de ahí y de sus posibles respuestas donde el autor despliega —aun sin pretenderlo— toda una artillería contra una falsa retórica romántica que rebate sin descanso y que le sirve también para desarrollar su propia concepción del sentimiento amoroso y sus adyacentes: el deseo, la obsesión o la ternura.

112732-367-550El punto del que parte Ovejero para trazar su «thriller intimista» es un territorio arriesgado, una ciénaga en la que era fácil espatarrarse pero de la que sin embargo logra salir relativamente airoso, especialmente porque consigue lo que buscaba: implicar al lector y mantener el suspense.

El desencadenante de la obra es una llamada telefónica a deshora. Samuel, protagonista de La invención del amor, recibe de madrugada una llamada en la que una voz ignota le anuncia la muerte de una mujer a la que no conoce. Tentado por la curiosidad, Samuel acude al funeral y comienza a imaginar una relación ficticia con la fallecida.

No obstante, aunque se agradecen tanto el fondo como el planteamiento inicial —la suplantación es un punto de partida sugestivo—, termino la lectura de la obra con una sensación agridulce. Con un sentimiento encontrado que me hace pensar que sus casi 250 páginas son una red de aciertos y desaciertos, un cúmulo de fortalezas, pero también de debilidades.

Debilidades que surgen de la inverosimilitud de algunas escenas, en las que se dan, en mi opinión, situaciones forzadas y diálogos algo impostados. Y fortalezas que encuentro en una prosa precisa que se confunde en algunos tramos con la poesía y que acierta en los temas por los que transita: la soledad, el miedo, el dolor, el deseo… y la débil —y algo manida pero siempre estimulante— frontera que separa la realidad de la ficción.

Una barrera que es tan débil —«Todo lo que puede ser imaginado es real», decía Pablo Picasso— como necesaria porque permite al ser humano algo tan valioso casi como respirar: la posibilidad de construir nuevas realidades, de reinventarse, para poder creer que el camino son solo las huellas del caminante, que diría Machado, y que todo es oportunidad… estelas en la mar.

El héroe discreto… ¿Fin de la cita?

Por Paula Arenas M-Abrilpaula_arenas

Hago mías mis faltas, que dijo Celaya, y que no sé expresar mejor; razón por la que imprudentemente (como la voz en off de una película) elijo esta mala manera de comenzar: con una cita. No, no es fin de la cita.

Es sólo que pensé en la posibilidad de no cumplir con lo escrito en mi anterior texto cuando anuncié que en el siguiente, éste, contaría si leída ya la última de Llosa, mi impresión sería la misma que la de las primeras páginas. Por eso ese «fin de la cita» robado y entre paréntesis. Porque he decidido cumplir.

La discreción de El héroe discreto (Alfaguara) es excesiva. Sí, falta pasión, la pasión y la verdad (pasada por la ficción, a nadie le interesa la catarsis si no es artística) del escritor peruano de Travesuras’ de la niña mala.

Sigue siendo mi reina; 'Travesuras de la niña mala'

Sigue siendo mi reina; ‘Travesuras de la niña mala’

Entretiene, pero no hace que anheles ir a reunirte con él en cualquier momento, arañar un minuto acá, otro allá, para ver qué ocurre con el destino de los héroes cotidianos que protagonizan la historia.

Sacar de la cotidianidad o mejor dicho: llevar a la cotidianidad una historia de la manera en que se salvan las curvas no tenía por qué haber desembocado en tanta discreción y tanta cotidianidad. La literatura está para traspasarla. Ahora sí: fin de la crítica a ‘El héroe discreto’.

Ya. Que falta contar por qué no me gusta ‘personalmente’ este autor, dato que aseguré contaría. No sería cobardía omitirlo, pero sí escribir en mi contra. Si algo quise contarle al lector es el error que a veces cometemos dejando de leer a alguien por cómo es.

Pero al tiempo… Lo cuento, soy humana, qué le vamos a hacer: la contradicción es parte de nuestro ADN. Así que ahí va, y ahora parecerá una ridiculez, claro, como cuando andan anunciándote algo genial mil veces, que luego, cuando llega, ya no te resulta ni siquiera bien.

Tenía yo 20 años, estaba estudiando Filología Hispánica, y fui a escuchar a Vargas Llosa en la madrileña Casa de América. Estaba llena, pero no me importó estar de pie. Hay que ser ‘alguien’ para que te reserven una silla (o ir acompañado de alguien que sea alguien…), en fin, que cuando terminó la larga charla en la que también intervenía el escritor Jorge Edwards, aquella estudiante apasionada de la literatura (aunque más del XIX español) se acercó a Llosa. Era la primera vez que pedía una firma.

Ni siquiera me contestó, no detuvo su mirada en la mía ni un segundo. Lo repetí: Señor Vargas Llosa, ¿podría usted firmarme este libro? Edwards debió de sentir el malestar suficiente como para venir en mi ayuda, me había quedado como una niña perdida y ruborizada allí en medio, y me dijo con amabilidad: «Si quieres yo te firmo algo…».

No iba a firmar un libro de Llosa, así que cogió uno de los carteles que anunciaban su charla y estampó bien grande su firma. La conservo. Gracias, Edwards, y perdonen, queridos lectores, que mis contradicciones se hagan tan evidentes en mis letras. Disculpas también a Vargas Llosa, porque yo misma soy contraria a leer o no leer a un escritor por cómo sea. De lo que estoy segura es de que usted me oyó y me vio. Si lo cuento, lo cuento. Aún así: perdone por el cuestionable gusto al contar lo contado.

Ahora sí: Fin. Me voy con la última del para mí siempre infalible (no me falles) Isaac Rosa. Una habitación oscura, una generación estafada…

Letrabrick, ficciones de bajo coste y consumo rápido

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Vas a la presentación de un libro «x» y de pronto, no sé por qué, tienes la sensación de que la cabeza te pesa el doble. Te suda la camisa al escuchar las parrafadas de esa nueva y enésima joven promesa que recita de memoria frases hechas en su casa la noche anterior. Y los vellos se te ponen un poco de punta porque ni él ni su «padrino de obra» tienen la intención de disimular un ápice lo encantados de sí mismos que están todos. Lo bien pagados de toda esa grandilocuencia en la que a menudo se construye eso que llamamos literatura.

Por eso se agradece que de tarde en tarde alguien tenga la honradez de dejar de lado tanta pompa y tanto fasto, de aligerar el tono si lo creen oportuno y de presentarse con todos —o al menos algunos— de sus defectos («Hola, me llamo Paco y tengo algo de estrabismo». ¿Por qué no?).

ucikQuedo con Luis Zaragoza y Aurora Aguilella, dos de los responsables de una nueva editorial con mucha guasa y muy buena pinta. Es primera hora de la mañana en un bar de Madrid y pedimos café pero, de repente, tengo ganas de pedirme un gin tonic. Y no porque tenga problemas con el alcohol. Sino porque el ambiente es tan distendido como debería serlo la vida misma.

Me cuentan que han montado una nueva editorial que se llama Letrabrick, un «despropósito» que hace bandera del humor más absurdo y en el que «lo importante es reírse, no participar», dice Luis, que es además autor de En los bares nunca llueve. Historias de la historia de João Siniestro, la primera novela que saca a la luz este desvergonzado sello.

Según dicen, lo que ellos hacen no llega «a la categoría de libro» porque son obras cocinadas por «un grupo de energúmenos» —como se autodefinen— que parten de un concepto nuevo que es «un poco fast food y un poco low cost«. La idea es tan rupturista, aseguran, que sus productos literarios han sido rebautizados como libricks, obras «de rápido consumo, alimenticias y necesarias para vivir» —apunta Aurora— o «libros que matan neuronas como lo hace una borrachera», sostiene Luis.

A quienes sigan teniendo dudas sobre lo que es un librick, recomiendan acudir a la primera página de En los bares nunca llueve…, donde estas novelas que son «delirios» se definen como «publicaciones de bajo coste y dudosa calidad» que se caracterizan por contar con «un aspecto decrépito, un diseño delirante, una maquetación inaudita (…), una promoción insana y unos textos que están a la altura de todo lo anterior».

João Siniestro

João Siniestro

La cuestión es, sobre todo, advertir al lector sobre lo que se le viene encima si al final cae en sus manos uno de esos libricks. Porque lo cierto es que estos amantes del junk delighting o deleite basura, el nuevo subgénero que dicen haber creado, no dejan de avisar en sus «antipromociones» al público potencial sobre el sinsentido de unas obras «cutres» aunque, eso sí, «hechas a conciencia», aseguran.

Por lo pronto, En los bares nunca llueve… es «un libro que no te va a cambiar nunca la vida», asegura Luis sin atisbo de sonrisa. «Hay quien lo ha leído y dice que incluso tiene gracia», declara este relatista relativista que no sabe si lo que ha escrito es en realidad una novela —vaya por delante la creación, por detrás la teoría de los géneros— o simplemente una historia que sirve de «excusa para contar otras cosas absurdas».

En la obra, João Siniestro, «un protagonista que apenas aparece en la historia», es un misterioso conquistador de mujeres al que el mundo le ha tratado mal y que enfrenta la vida vestido de Humphrey Bogart. Es una «parodia surrealista, absurda y corrosiva» que Luis escribió aislado en Varsovia, de la que se han dicho cosas como «tampoco está tan mal» o incluso «esto no hay por dónde cogerlo», como es posible leer en la contracubierta del volumen.

Un ejemplo más de esta declaración de «no principios» con la que juegan en las «anticampañas» de los libricks. Una «contrapublicidad» que se construye mediante presentaciones que son shows y trailers colgados en YouTube en los que buscan ampliar «su radio tóxico».

En definitiva, material no apto para espíritus graves que es a la vez expresión de que «caer en lo pretencioso es lo más aburrido del mundo porque la literatura no solo son Magdalenas de Proust», asegura este autor que considera que su biografía «no interesa a casi nadie, excepto algunos datos prácticos como que tiene carné de conducir y vehículo propio».

Ante la nueva de Vargas Llosa: el rechazo a juzgar por quién está detrás de lo escrito

Por Paula Arenas paula_arenas

He podido embarcarme (aunque no con el tiempo suficiente) en la lectura de una novela que deseaba tener entre mis manos hace tiempo y que hasta el 12 de septiembre no salía a la venta. La última de Vargas Llosa, El héroe discreto (Alfaguara).

Reconozco que con este escritor tengo ciertos temores. Sobre todo uno: no encontrar al Llosa que nos da todo a lo bestia y convierte cualquier acto en historia.  Aún más: el que prefiero es el que da una patada al pudor y se mete en amores y desamores. Lo confieso: me va más ése que el que se sube al podio y refleja un país.

El escritor en 2012 (Foto: Rodrigo Fernández)

El escritor en octubre de 2012 (Foto: Rodrigo Fernández)

Me reconcilié con el peruano, hubo una obra tras la que no pude acercarme a su literatura sin sentir un dolor en la boca del estómago, gracias a Travesuras de la niña mala (Alfaguara), una novela no tan bien considerada como otras del peruano y que sin embargo me pareció la mejor haciéndome olvidar la manía que por un libro (y algún gesto pasado del escritor) parecía ya irreversible.

Mi compañera de blog, Maria J. es la primera en decir «qué horror, es la que menos me gusta de Vargas Llosa». No le he mentido a ella y no voy a mentirles a ustedes: no lo he terminado, y sin embargo esta osadía: desde la tercera página el lector queda ya enganchado. Y eso que la presentación y la sinopsis me hicieron creer que el Llosa por el que lo abandoné había vuelto.

No es así, desde el principio, la historia de dos héroes (con matices, ‘peros’ y necesarias humanidades) y su manera de plantar cara a las trampas que la vida siempre está pendiente de colocarnos sin ruido en el Perú actual, caza la atención más reacia.

Es el escritor grande, ése que asegura al que lo lee desde el inicio que no va a fallarle. El que hace que deseemos que llegue la noche para leerlo tranquilamente y sin ruido. De acuerdo con Rodríguez Rivero: «Nos reclama quien domina magistralmente el arte de contar historias».

Coincido también con Rivero en que es muy posible que haya quienes prefieran otras obras del peruano, incluida yo, que dudo que alcance (perdonen los intelectuales que juzgan regular mi favorita de Llosa) el poder de Travesuras de la niña mala. Tan potente como para enganchar a uno de esos jóvenes de 20 años que muchos creen que si oyen Galdós no sabrán quién es y si escuchan Vargas Llosa echarán a correr aterrados.

Mi hermano pequeño (21 años) me pidió el pasado verano que le recomendara un libro. Quería retomar el hábito. Sin pensarlo me salió: Travesuras de la niña mala. Y no es por colgarme medallas, pero el éxito fue total. He extendido esta recomendación a quienes adquirieron cierta fobia a este autor por una novela pasada que no voy a citar y no me ha ido tan mal (o me han mentido…).

Lo que sí voy a contar, aunque será en la siguiente entrada, cuando espero haber terminado la obra, es cómo fue mi conocimiento (por llamarlo de alguna manera) del escritor. Resultó desagradable, pero de eso es de lo que más hay que huir: del prejuicio de leer o no leer a alguien por el tipo de persona que es o parece que es.

Ni siquiera si el autor fuera un asesino en serie encarcelado que escribiera estupendas novelas negras debería dejar de ser leído. Lo que importa es lo que escribe.

 

 

 

La tiranía del amor y otros afectos en ‘La ternura caníbal’, de Enrique Serna

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Todos somos tiranos en acto o en potencia. Pequeños dictadores en un entramado de relaciones sostenidas por momentos sobre la rivalidad o la exigencia, sobre una lucha de poderes que es a veces sutil, y otras no tanto. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. O bien que lea la última obra de ese hábil observador de la especie humana que es Enrique Serna (Ciudad de México, 1959).

La ternura caníbal (Páginas de Espuma), el primer conjunto de relatos del autor editado en España, se detiene precisamente en este pulso por la supremacía al que con frecuencia tendemos los seres humanos. Centra su mirada en ese vasto material vital, compuesto de ‘tiras y aflojas’, al que a veces llamamos «amor» o «amistad», y dibuja un conjunto de escenas descarnadas en las que el humor negro y la sagacidad narrativa son constantes.

enrique_sernaEl sarcasmo es el combustible de Serna y, en mi opinión, también la principal valía de la obra. Porque esa ironía que recorre los diez cuentos logra dos propósitos a un tiempo: hace fácil la lectura y deja al descubierto las falacias sobre las que a veces se construyen las relaciones: los principios de obediencia y subordinación (y sus reversos, el mandato y el sometimiento).

Pero no solo de las relaciones con los otros vive La ternura caníbal. De hecho, La vanagloria, el cuento que merece mis mejores elogios, trata fundamentalmente sobre la relación que construimos con nosotros mismos, dominada a veces por nuestras ambiciones, por ese «personaje que queremos ser» antes que por el que en realidad somos.

Divertidísima me pareció esta historia sobre un poeta desconocido que, vapuleado en su hogar y en el instituto en el que imparte clases, busca el reconocimiento que cree merecer entre las «sabandijas del parnaso local» en el que habita, hasta que recibe un día una carta «desde la capital» suscrita por el Premio Nobel Octavio Paz:

Apreciado Juan Pablo:
La lectura de su cuaderno, una plegaria blasfema con ecos de música lunar, me confirma que la provincia mexicana sigue siendo un semillero de buenos poetas. Su llama, como los venablos de Eros, es fecunda y ardiente a la vez, porque tiene la fuerza de una verdad seminal.

Preludio, este encabezamiento, de una ingeniosa —y a ratos desternillante—  historia en la que se exhibe ese «humor cruel» tan característico del mexicano. Y paradigma de los cuentos restantes en los que desfilan —unas veces con más acierto que otras—  una galería curiosa y heterogénea de personajes…

Esto es, matrimonios que practican el espionaje y urden una red de chantajes. Parejas que resuelven en la cama pleitos que subsisten a la mañana siguiente. E individuos con carreras frustradas por la ambición o atrapados en fraternidades ficticias en el entorno social y laboral, donde a veces las «sonrisas son demasiado encantadoras para ser honestas». Existencias, en definitiva, en las que el maquillaje que empleamos a diario tapa hemorragias severas. Una lectura descreída y estimulante, inteligente y recomendable, en resumen, tanto por el qué como el cómo.

 

 

 

Antídotos para salir de la autocompasión

Por Paula Arenas paula_arenas

La vuelta al colegio. Mi cabeza está mirando desde el patio de mi hijo. Soy yo, estoy dentro y llamo a mi madre, me llamo a mí. Quiero que venga y que volvamos a la playa o a casa. Sí, con estar en casa bastaría. A salvo.

Estás proyectando, te dices, me digo. Pero no del todo. Es muy pequeño y yo, a veces, como ésta, también. Sólo un libro puede salvarme, distraerme, sacarme del patio. Él ya está dormido, y sus últimas palabras han sido: “Mañana (que será hoy cuando lo lean o incluso ayer) cuando me llaméis y encendáis la luz no voy a levantarme. ¿Qué vais a hacer?”

Leer para que no duela

Qué leer la noche antes de su vuelta al cole

Lunes. Va a ser (ya habrá sido…, pero no mientras lo escribo y en este caso importa que sea domingo y también 8 de septiembre). Malo, malo y malo, va a ser una asco. Esto es un blog de libros, y ellos son parte de mi vida, no los separo. Y eso da problemas.

La vida no es literatura. Menos divagación. Paula, haz memoria, no es momento de jugársela con una novedad, por muy segura que creas la apuesta. Y entonces, clic, Nicanor Parra, poemas, antipoemas, del poeta que acaba de cumplir 99 años y me arranca siempre una sonrisa.

Dicen (algunos lo han comentado) que leer no mata pero sale caro… Pinchen Parra y lo leen gratis. Y a quien no le guste que no se lo compre, él mismo lo ha avisado siempre: “Suban, si les parece. Claro que yo no respondo si bajan echando sangre por la boca”.

Me hace reír un poco. Vuelvo a él con ansiedad, estoy buscando esa manera suya de darle la vuelta a lo que para él había sido muchas y tanto tiempo la poesía: el paraíso del tonto solemne. ¿Estaré en él, Nicanor? Rozo la ñoñería, la cursilada que tanto te espanta y de la que tan bien has librado a la poesía. Ay, tu Autorretrato, tus Artefactos, tus antipoemas, tu Advertencia al lector:

Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato.
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.

Me da igual los premios que no te den, la verdad es que ya tenías que tenerlos todos.

Queda mucha noche y el sueño se me escapa siempre que caigo en la autocompasión y la pena, la tragedia. Me sacas de la tragedia. Te leo en el ordenador y luego cojo tus Obras completas.

Sigue quedando noche y me aterra. Necesito saltar a otro. Volver…, pero ¿quién me llevará lejos? Y busco en una de las pilas de libros que me rodean. Maldigo mi desastre, como siempre que busco y no busco. Si no sé qué estoy buscando por qué me quejo.

No quiero encender el maldito ordenador y empezar a meterme en páginas de educación y crianza y ver lo malo, lo bueno, y todo los puntos de vista encontrados que voy a encontrar (por supuesto que podría sustituir por ‘hallar’, pero no es lo mismo). Y Elizabeth Fodor, otro libro (muy recomendable cualquiera de los que dedica a la infancia) , me la sé de memoria.

Viejo, muy viejo, y con tapas blandas y polvo como para que coja una toallita del niño (se han convertido en el limpia-todo oficial), lo tengo en mis manos. Es fino y lo recuerdo, pero volverá a engancharme. Es el francés Boris Vian (1920-1953) y su primera novela (muchos se estarán acordando ahora mismo de esta obra), Escupiré sobre vuestra tumba. Lo que necesitaba. Antídoto brutal.

Tan brutal que el tiempo no le ha quitado un milímetro de virulencia. Sigue siendo un rey. Ese protagonista rubio de cuerpo tan hermoso y fuerte como el de un negro (no puedo y no debo ‘reventar’ el motivo, aunque me muera de ganas), lleno de ira y deseoso de venganza, va a hacer que mi cabeza pase de la, gracias, Parra, sonrisa a la absoluta pérdida de la noción de mí misma.

Me hace tanta falta… Siento que a él le saliera tan cara (fue condenado a pagar una buena suma y censurado) la obra (y no sólo ésta), pero al menos, sigue salvando. Me salva.

Vian, escupiremos juntos esta noche, y tu catarsis y venganza, tu manera de usar la violencia para denunciar el racismo me va a dar a mí mucho más que cualquier somnífero.

Sobre todo, porque así mañana cuando tenga que llevar a mi niño al colegio no tendré ese efecto terrible de la química y estaré mucho más que despierta. O con la ira suficiente para no dejar que la ñoñería perjudique a al que menos se lo merece. Ni una lagrimita.

Gracias, Vian.

‘Donde dejé mi alma’, de Jérôme Ferrari

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Estos días he recobrado una vieja sensación. De nuevo me siento como el niño que observa, salivando, decenas de pasteles exhibidos en el escaparate de una confitería. O como el viajero que apunta con los dedos los sitios que le quedan por visitar sobre la superficie de un globo terráqueo.

Yo, en cambio, habito en una biblioteca interminable. Soy ciudadana en una especie de laberinto babélico, en el que un número inabarcable de volúmenes me invita, desde las estanterías, a saltar a sus páginas. Estoy enferma de una especie de «poligamia literaria» que me fascina y me paraliza a un tiempo. Colgada de una paisaje ficticio del que sé que es necesario escapar porque es inevitable elegir, me digo, de entre todas las opciones, una, de entre todos los ejemplares, uno.

ferrariAlgo enajenada, me confieso, me preguntaba estos días por dónde empezar en esta «historia de historias» o «columna a cuatro manos». Y aunque el listón estaba muy alto y la oferta era muy amplia, me decidí finalmente por la obra que más me ha sorprendido en lo que llevamos de año: Donde dejé mi alma (Demipage).

Su autor, Jérôme Ferrari (París, 1968), desconocido para mí hasta hace unos meses, tiene en mi opinión —y voy a decirlo claro, aun a riesgo de parecer exagerada— eso que creo que deberíamos exigirle siempre a un autor: una voz propia capaz de desvelar al lector un mundo distinto.

Y es que, más allá del tema principal, la tortura y sus desastrosos efectos, Donde dejé mi alma es un texto original. Una obra viva y bien armada en la que al fin alguien tiene el arrojo de apuntarnos directamente al corazón, de preguntar en voz alta sobre ese misterio aún sin resolver que es el alma humana, y sobre los materiales de los que se compone.

Dejé mi alma en algún lugar detrás de mí, no recuerdo ni dónde ni cuándo. ¿De qué me serviría saberlo si ya no puedo volver atrás? ¿Y qué otra cosa podría hacer sino adentrarme cada vez más en el camino que me aleja? (…) Soy un animal que gime, tan frío que hasta no siento ya el dolor que me hace gemir, y por mucho que sepa que perdí hace tiempo el derecho a rezarle, le rezo a pesar de todo”

Sobre la superficie, la excusa es el relato de la historia de dos hombres, el lugarteniente Horace Andreani y el capitán André Degorce, dos “combatientes” del ejército francés, partícipes del desastre de la colonización de Argelia, que durante su juventud vivieron el horror de los campos de concentración nazis y de los campos de reeducación del Viet-Minh. Dos hombres cuyas biografías bien podrían ser una suerte de metáfora del declive del imperio colonial francés.

La extraña fascinación que Andreani siente por Degorce recorre las páginas iniciales de esta obra en la que sus personajes, sometidos a situaciones extremas, aceptan vivir “como insectos”. Un preludio de la reflexión que vendrá después sobre el sinsentido de una sangre derramada que será pronto sin embargo relegada al olvido, y sobre las trampas de la civilización, un estadio errático en el que, por enésima vez durante historia, las víctimas acaban convertidas en verdugos.

El mundo es un pedagogo mediocre, mon capitaine, no sabe más que repetir indefinidamente las cosas y somos escolares renuentes, mientras la lección no se haya inscrito dolorosamente en nuestra carne, no escuchamos, miramos para otro lado y nos indignamos ruidosamente cuando se nos llama al orden.

Hans Solcer

Hans Solcer

Entre tanto, la captura del líder de los rebeldes argelinos, Tarik Hadj Nacer, alias Tahar, el Puro, aparece como otro punto crucial en la trama. Su encuentro con el capitán da pie a Ferrari para seguir buceando en el interior de los personajes de esta novela con la que debuta en España.

De nuevo una siniestra atracción, esta vez, la que experimenta Degorce hacia Tahar, su prisionero, es el motor que sirve a Ferrari para indagar en una conciencia desgastada, en la ruina de un escenario en el que el capitán, emblema de ese “ancien régime”, ve caer una a una sus máscaras. Un marco cuyo andamiaje moral se va resquebrajando.

A Degorce, lejos del consuelo que habría de esperar, su falsa religiosidad cristiana le hace sumirse todavía más en una espiral de confusión. Y siente así que “las páginas del Libro Santo deberían quemarle los ojos”, consciente como es de que la tortura acaba con la dignidad de quienes la ejercen, pero también de quienes la reciben.

Se instala así, más que en el arrepentimiento sincero, en un estado de muerte figurada que casi le inhabilita para comunicarse incluso con su esposa, a quien escribe cartas cada vez más huecas.

El amor inmerecido pesa como una carga mortal. ¿Cómo podría decírtelo? Una voz me ha devuelto a los muertos que ya no pueden oírla.

Ferrari, actualmente profesor de filosofía en el Liceo Francés de Abu Dabi, entra de este modo en la “lógica” de los torturadores en una obra sutil, que en ningún caso busca centrarse en los datos históricos sino en respetar la tensión narrativa del texto. Un propósito conseguido en parte gracias al recurso de la alternancia de dos hilos conductores: por un lado, uno en primera persona, en el que Andreani se dirige a su amado y denostado capitán Degorce; y por otro, el relato en tercera persona de los hechos y de los propios pensamientos del capitán.

Un método que resulta finalmente en una prosa original, vigorosa y bellísima, en la que no solo recordamos la obscenidad de la violencia sino que descubrimos, gracias a su riqueza, una nueva propuesta de auténtica literatura.

Issaouane Erg, Algeria. NASA Goddard Photo

Issaouane Erg, Algeria. NASA Goddard Photo