Archivo de la categoría ‘Narrativa’

En guerra contra la pérdida del deseo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Dejar de desear o que te dé igual que te deseen es una putada. Así lo dice Carlos Zanón y sinceramente es imposible decirlo mejor. A veces ‘putada’ o ‘cojones’ son tan precisos que sería un error cambiarlos.

Su último libro, tan fascinante como esperábamos (sí, de algunos lo esperamos) o incluso más, Yo fui Johnny Thunders, publicado dentro de Serie Negra de RBA habla de eso, de la putada de perder las ganas con los años.

Editada en una colección de novela negra y de acuerdo con ello, pero sólo si por negro entendemos un género tan bastardo como para que entren Yo fui Johnny Thunders o Lolita. «Si hoy se publicara Lolita, sería novela negra» afirma el escritor.

En ocasiones no queda más remedio que asentir ante quien entrevistas, y pese a que no debas estar tanto de su parte, lo estás. Lo que dice, aun cuando no te haya pasado, está tan lejos de lo descabellado que no hay modo de plantar batalla.

Johnny Thunders le venía muy bien a Zanón para su historia. Personal hasta un punto que él mismo pensó que recibiría más de un puñetazo verbal. Personal para confesar que la edad te quita tanto, o al menos eso intenta, que hasta llega un día en el que uno nota que lo mismo le da si le desean o no le desean. Lo que llevado a todos los demás ámbitos de la vida es, vuelvo a él, una evidente putada.

El músico Thunders, que existió y no es un personaje inventado, llegó a estar tan pasado, tan drogado, que iba a tocar sin músicos, sin banda. Llegaba y simplemente esperaba a que le buscaran lo que faltaba, que era mucho aunque no, no era todo. Los límites están en Zanón más que analizados.

Unos hicieron y hacen lo que quieren, otros nunca pasan la línea de lo correcto, y ni los primeros ni los segundos se acercan a esa felicidad imposible.

Zanón da un repaso a su propia identidad y a las heridas que dejan los años, que no es que tenga tantos pero que a veces pesan. Y lucha, esta novela es la prueba.

Prometí no olvidar jamás la adolescencia

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Me lo repetí muchas veces: No olvides nunca cómo te sientes, no lo olvides jamás.

Era adolescente y la incomprensión habitual que rodea a esa edad entre maldita y bendita me llevó a hacerme la promesa, algo que no hago nunca, o casi nunca. Esa vez lo hice.

Al ver, vivir, sentir y sufrir las reacciones que generaban aquel no saber dónde estar ni por qué de repente no había un hueco claro me obligué a no olvidarme de aquella chica que no era capaz de explicarse y tampoco de entender por qué aquellos adultos habían olvidado lo que se sentía.

túIncluso me pregunté si ellos no lo habían sentido jamás, si la adolescencia era patrimonio de mi generación. En todo caso tenía pinta de que con la mía no se cerraría el círculo y algún día yo, con un hijo o hermano o sobrino, necesitaría recordarlo.

Hace un tiempo, unos años, leí (Noguer), de Charles Benoit, y aquella promesa y lo que me indujo a hacérmela me vino de golpe a la cabeza. Al recuperar hoy aquel libro prestado he vuelto a decirme: acuérdate de tu promesa. 

La historia de Benoit con ese protagonista en un instituto de perdedores y con una brutal explosión de emociones lleva al lector hasta su propio pasado. 

El universo interior del adolescente (que, por cierto, nos obliga a mirar lo que hacemos y sobre todo lo que no hacemos) es tan digno de identificación que casi asusta. Por eso, imagino, lo recomiendan en algunos institutos y seguro que aquellos adolescentes que lo lean sentirán al menos compañía. 

Pero sobre todo es a los mayores a los que mejor nos viene su lectura. No se puede evitar la pregunta: ¿cuándo empezó a torcerse todo?, pero sí empezar a recordar cómo éramos nosotros cuando éramos como ellos.

‘ZaZa’: La droga de la risa sin motivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

No es el hachís al que Ray Loriga se refiere cuando escribe sobre una droga que activa un mecanismo que la mayoría tiene y que hace reír en cualquier circunstancia. Es una droga diferente, creada/descubierta/diseñada por un neurólogo y no hace más que dar a una tecla que ya existe en el ser humano.

raylorigaEs ficción. Aunque, y se lo pregunto a Loriga en una entrevista que transcurre con mucha calma, podría no serlo. Todos, bueno, no todos, en realidad ni siquiera la mayoría, aunque Ray, en un ejercicio de generosidad inexplicable, afirme que casi todos poseemos una gran capacidad para reírnos hasta de la mayor desgracia.

Su droga, la que protagoniza su última novela, Za za, emperador de Ibiza (Alfaguara), consigue que la gente se ría con esa risa floja que se pierde con los años. O que se oculta, ¿por qué la ocultamos?, ¿es cierto que hay un momento en el que ya no podemos permitirnos los ataques de risa ‘floja’?

Acaso es que tomarnos tan en serio nos pase facturas como ésta, y por ello, cuando ya hemos olvidado algunas de esas irracionales pero felices maneras, salimos en busca de drogas o escapes que nos las devuelvan. Za Za, que es el personaje central, no quiere ni esa risa ni su contrario. Sólo desaparecer en una calma permanente.

Como Ray Loriga, el escritor, ya no tan joven, que demostró con Lo peor de todo y con Héroes que sí sabía escribir. Que sabe. Ahora, agotado por tanto Ray, busca un universo que no encuentra. Y él mismo responde: «Quiero huir de mis deseos, tal vez porque no soy capaz de ello».

 

El mundo es insólito… cuando las diferencias se encuentran en los detalles

Por María J. Mateomariajesus_mateo
En la escena, una pareja, de viaje por Estados Unidos, se detiene a repostar junto a un asentamiento de caravanas en una carretera del estado de Nevada cuando oyen pasos a su espalda. El relato prosigue.

Un chico con pecas y tez muy blanca se acercó. Sostenía una pala con restos de tierra, vestía una camiseta que decía Nirvana, pero no se refería al grupo Nirvana. Nos preguntó qué mirábamos con tanto detenimiento, le dijimos que las montañas del fondo, que eran bonitas. Él las miró varias veces y dijo alegrarse de que nos gustaran, que él jamás se había fijado en ellas, y sonrió, lo que delató una eficiente higiene bucal.

138463 (1)La descripción es una de las tantas que Fernández Mallo (A Coruña, 1967) concentra en Limbo (Alfaguara), la obra con la que el autor regresa cinco años después de revolucionar la narrativa española con la trilogía Nocilla dream (2006), Nocilla experience (2008) y Nocilla lab (2009). En este regreso, las escenas dibujadas vuelven a tener el sello inconfundible del autor: una marca propia que surge del extrañamiento de estar vivo. De la admiración, al fin y al cabo, que los ojos de Fernández Mallo arrojan sobre los detalles y que devienen en una literatura distinta a todo lo que se cuece alrededor.

Son las diferencias que se hallan en los detalles las que van «agigantándose», asegura el narrador en un momento del texto. Pero también la lente que emplea el «hombre del Proyecto Nocilla» la que hace que los mundos que en sus libros se interconectan se conviertan en espacios insólitos. Mundos que no son sino éstos que pisamos todos los días cuando estamos en la cola del supermercado o vamos vestidos, a veces, de gris, al trabajo… pero sobre los que el autor manifiesta su asombro mediante las infinitas teorías que va construyendo.
Teorías en las que vuelve a conceptos ya recurrentes en su literatura, tales como la identidad y su constante transformación, las duplicidades o la reincidencia de algunos hechos a lo largo del tiempo. Y teorías que brotan a partir de detalles (a veces imágenes espléndidas, otras lynchianas e imposibles) como el logotipo de una cadena de comida 24 horas (muy parecido a una esvástica), un árbol que crece sobre el asfalto, la mariposa que se posa sobre el capó de un coche o el interruptor de luz en un baño americano.

Esos detalles en los que la pareja que viaja por Estados Unidos repara mientras pasan desapercibidos para el resto de personas que aparecen en la historia o las historias que de entrecruzan en Limbo: una mujer secuestrada en México D. F., dos músicos que buscan grabar el disco definitivo encerrados en un castillo del norte de Francia, y ese hombre y esa mujer que se dirigen hacia la costa Oeste de Estados Unidos en busca del llamado «Sonido del Fin».

Instantes desconcertantes que son poesía antes que otra cosa. Poesía que se entrecruza con una especie de narración muy caótica que dificulta la lectura a veces del mismo modo que esos pequeños detalles nos dificultan la vida. Detalles que no encajan en la narración que queremos elaborar para nuestra vida (con transcurso y final feliz) y que no llegamos a comprender. Detalles como el apéndice en el intestino ciego de un hombre, sin aparente función (y que el autor cita en la obra). O como esa pareja que nos abandona en el momento más inoportuno o esa enfermedad que llega injustamente y a deshora.

Un intento de aprehensión éste de Limbo, mucho más honesto y coherente con la realidad (caótica, no jerarquizada, cambiante…) que la mayoría de los que podamos encontrar en el panorama actual. Mis felicitaciones a Fernández Mallo.

 

¿Qué libro elegirías si pudieras salvar uno?

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Hay preguntas casi imposibles de responder. Preguntas como la que le lanzó hace unas semanas a Paula su hijo, quien sin preaviso le espetó un «Mamá, ¿tú quién eres?».
Puedo imaginar la cara de asombro de mi compañera. Lograr salir con vida y/o con dignidad de una situación así es simplemente una cuestión acrobática. Menos mal que hay quienes aún mantienen la destreza sobre la cuerda floja.
En su último número, nuestros amigos de El Mensual lanzaron un guante que recojo hoy y que es un ejemplo claro de lo que estoy diciendo. Se trata de responder a la siguiente pregunta: ¿Qué libro elegirías si pudieras salvar uno?
110161La primera respuesta que me sale es… «todos» porque… qué padre no quisiera salvar de entre las llamas a todos sus hijos. Pocos episodios hay además más escalofriantes en la historia de la humanidad que las quemas de libros. Pocas escenas, más espantosas que aquellas destrucciones autorizadas y calculadas del pensamiento escrito. Así que es humano, creo yo, intentar hacer que se esfumen aunque sea sólo en nuestra mente y querer recuperar, aun de forma ficticia, todos aquellos libros que acabaron consumidos, víctimas del fanatismo.
Si por el contrario soy honrada e intento responder estrictamente a la pregunta, diría sin embargo que salvaría, de entre todos los libros que he leído, uno y éste sería Cien años de soledad.
Los motivos para su indulto son incontables pero empezaré por enunciar uno que en el fondo es una obviedad y es que rara vez se logra la excepcionalidad y, sin duda, la obra de García Márquez sobrepasó con creces a muchas de sus coetáneas para acabar convertida en obra maestra.
Llámenme exagerada pero no tantas veces uno tiene entre sus manos una obra que bien podría ser una “maravilla del mundo”. No tantas, uno se encuentra con una obra que sabe que muy pocos podían haber escrito. Que es fruto de una mente prodigiosa y de una pluma diestra como pocas…. Y lo que digo es aplicable a otras artes: pocos fueron capaces de pintar la Capilla Sixtina o de componer un Réquiem como el de Mozart, por poner dos comunes ejemplos.
Pocos consiguieron esa obra (ese libro, en este caso) única e irrepetible, capaz de hacerte contener la respiración y de que pierdas la conciencia del tiempo, para que el abandono fuera pleno. Para que la mente, con todas sus trampas, dejara de hablarnos al fin y de contagiarnos, como lo hace a veces, con su veneno. Porque pocos libros, como pocos amantes, nos hicieron al fin sentirnos libres en sus manos. Qué prodigio.

Recuerdo la sensación perfectamente. La primera vez que leí Cien años de soledad, todo en ella me pareció  sencillamente asombroso: el lenguaje y las imágenes construidas, la cadencia y el ritmo que logran ponerse a salvo de la esclavitud del tiempo. De esa lógica (tan ilógica) de nuestra existencia.

Porque en esa «llanura de amapolas» que es Macondo todo es maravilloso. Todo sucede y puede suceder: es allí donde los muertos conviven con los vivos y donde estos buscan la piedra filosofal en cazuelas a la que se añade raspaduras de cobre, azufre y plomo.

Es en ese universo paralelo donde el amor viene anunciado por una nube de mariposas amarillas que es el preludio de un «temblor de tierra», de ese placer inconcebible que brota de un “dolor insoportable», de potencia ciclónica. O donde Remedios, la bella, se eleva para siempre en los altos aires, ante el asombro de una Úrsula Iguarán ya casi ciega. Es allí donde el milagro se hace cotidiano y donde la realidad es al fin lo que es: maravilla. Por más que a veces quieran desmotivarnos con cuentos para no dormir y algunos quieran pintarnos una vida mediocre y en tonos grisáceos.

Por todas estas razones (y algunas más que, por compasión, no voy a mencionar ya)… éste es mi libro. ¿Cuál es el tuyo? ¿Cuál elegirías si tuvieras que salvar uno?

Terrible infancia, cruel adolescencia: ¿alguien se atreve a perfilar ese adulto?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Reconozco que me ha costado decidir si me gustaba del todo o no la última novela de Anna Gavalda. Su manera de expresarse en Billie (Seix Barral) me generaba cierto rechazo, pero la historia, sobre todo la de la joven Billie, una chica llena de problemas, traumas y todas las disculpas del mundo para convertirse en un adulto de la calaña que hubiera querido, han conseguido que pasara las páginas, y a veces hasta con cierta urgencia por saber qué vendría después.

billiePero según avanzaba la ágil trama, seguía chirriándome el estilo. Sin embargo no lo cerré. Y no vale aquí el ejemplo del telefilme previsible que uno acaba viendo por extraños motivos o porque sencillamente es feo pero funciona en algunos momentos de nuestros domingos.

Aquí, en Billie, interviene algo que a otros impecables narradores, probablemente poetas de la prosa, les falta: el poder de la historia. El motor y sus personajes, la situación y hasta esa manera que parece en ocasiones que necesita algo menos de impostura, porque ¿a qué negarlo?, eso puede que sume. Qué ganas de llevarme la contraria. Porque en el fondo he pensado durante toda la lectura: qué pena que esté escrito así. Ahora bien: ¿se podría escribir de otra manera? 

Hay en Billie escape, le reconozco a Gavalda el inmenso mérito de la evasión y el entretenimiento con una historia dura y poco previsible, incluso inquietante si los ojos que la leen han pasado por según qué fronteras.

¿Merece la pena leerlo? Mi respuesta es sí. Rotundamente. Un ‘rotundamente’ extraño y contradictorio porque aún no salgo de la incertidumbre con la que he comenzado. ¿Me gusta? Igual debería quedarme en un sí…, a pesar de los pesares (gracias, Goytisolo).

 

Si nos hubieran dicho que los Hombres Grises de ‘Momo’ seríamos nosotros…

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Echo de menos una nueva edición de aquel libro con el que al menos mi generación creció, Momo, aquella fascinante y por desgracia tan real ficción creada por Michael Ende en 1973. Los de treinta y pico (y treinta y tantos)  lo leíamos atemorizados ante aquellos Hombres Grises que convertían el mundo de la niña protagonista, Momo, en un lugar feo, lleno de prisa y con una ausencia absoluta de felicidad, y lo peor: de su búsqueda.

momoAquel universo nos parecía el infierno: en él la imaginación, y por tanto los sueños, eran terreno prohibido. Y ‘eso’ recuerda tanto a ‘esto’ que no sé por qué las editoriales no han  aprovechado para sacar todo tipo de ediciones de Momo. Supongo que porque la crítica a las sociedades modernas servía igual para entonces… Aunque, contradecirse es sano, hoy es más válido que nunca.

Michael Ende nos daba a leer a la que hoy ha quedado ya bautizada como la generación estafada una realidad que ni siquiera sospechábamos que nos pudiera alcanzar. Ende nos contaba la historia de nuestra historia. Sólo que…, ¿dónde se esconde Momo?

Recuerdo bien aquel extraño sentimiento que me prococaron los Hombres Grises, los recuerdo mejor que el personaje de Momo, y eso que es maravilloso, porque esa pequeña era la imaginación, la única manera de darse persmiso y poder empezar otra vez. Momo era el verdadero poder y la salvación, y ellos, los Hombres Grises, daban tanto miedo que… Incluso muchos decíamos aquello de: «Ni que estuviéramos en el mundo de Momo…».

Hasta que nos convertimos en los protagonistas de aquella ficción inolvidable que hoy deberíamos volver a leer aunque solo sea para comparar lo que provoca en nosotros. ¿Habrá ese mismo extrañamiento o rechazo? ¿O habrá dolor y frustración? Y aún peor: ¿qué hacen quienes con el traje gris ya no tienen prisa porque no hay oficina a la que acudir?

Momo debería ser el libro de nuestros hijos. Aprenderán de él lo que seguramente no seremos capaces de enseñarles. Al menos no con el ejemplo. Aunque nosotros lo leímos… Pura contradicción, ya…

 

¿Qué es la vida sin pasión?

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Estamos vivos pero a veces andamos como si no lo estuviéramos. Recorremos, desvalidos, los mismos pasos, interpretando con la boca marchita una especie de marcha fúnebre. Transitando un camino plano y repetido en el que alguien, no sabemos quién, nos dijo que teníamos que mantenernos. Seguir en él, en el sendero trazado de antemano, sea como sea y pase lo que pase. Aunque a veces falle la respiración y el espejo nos devuelva mirada de insecto. Hay que continuar adelante, pero siempre en él, en una especie de estado vegetativo, en un goteo de días que, «como un aceite rancio», conservamos en recipiente cerrado.

Stefan_Zweig2Hay días en que, sin embargo, nos levantamos revueltos, con el pelo despeinado y la boca sedienta. El estómago grita de hambre y cuestionamos entonces la razón de esta especie de sucedáneo. De ese estado robótico al que nos ha llevado tanto imperativo y tanta obediencia —»sí, señor», «por supuesto, señor», «en seguida,… cómo no, señor»—, y queremos enfrentarnos con ese alguien y preguntarle, cara a cara, por el motivo de esa existencia impostada. Porque, caemos en la cuenta… ¿qué es la vida sin pasión? ¿Tiene acaso algún sentido?

Stefan Zweig describió en su magnífica novela Confusión de Sentimientos, que edita esta semana Acantilado, una escena que viene a responder a esta pregunta y que mantengo grabada a fuego.

En ella, su protagonista, Roland, es un joven estudiante que estaba a punto de abandonar los estudios y que, recién llegado a una universidad de una pequeña ciudad de provincias, acaba de sentir una especie de fogonazo. Una nueva y «ardiente curiosidad» que ha logrado despertar en él un brillante profesor por el que se siente de pronto deslumbrado y que, «como por arte de magia», le hace rendirse a sus pies.

En una hora yo había derribado el muro que hasta entonces me separaba del muro del espíritu y descubría en mí, esencialmente enardecido, una nueva pasión a la que he permanecido fiel hasta el día de hoy: el deseo de gozar de todas las cosas de la tierra, valiéndome del alma de las palabras.

Seguido por este entusiasmo, Roland logra en uno de los primeros encuentros con su maestro, una lección de vida que es en el fondo un reclamo incontenible de autenticidad… y que pasa inevitablemente por «ir al encuentro de las cosas» siempre por el interior, «partiendo de la pasión».

Confirmé a ese extraño el secreto juramento que había hecho de entregarme por entero al trabajo con la seriedad más absoluta. Me miró con aire conmovido. Luego dijo: «No solamente con seriedad, muchacho, sino también con pasión. Quien no se apasiona se convierte en el mejor de los casos en un pedagogo».

Y es que, sin pasión, sin escuchar la «musicalidad del sentimiento», el maestro se convierte en pedagogo como el artista acaba siendo un obrero. O como el periodista se viste, muy a su pesar, de oficinista. Porque sin ese estado de confusión, sin ese «cambio perpetuo, este variar segundo tras segundo», la vida «sería de piedra», que dijo el recientemente fallecido José Emilio Pacheco.

Claro que para entrar en el reino de los cielos al que lleva la pasión hará falta el arrojo necesario para descender a los abismos si es preciso. El valor de estar dispuesto a pagar un precio muy alto, que a veces sólo podrá saldarse con dolor. Un coste  —y una recompensa— que muchos no están dispuestos a arriesgar —allá ellos— y que Zweig describió como pocos.

El austriaco fondeó el corazón humano y, para nuestra fortuna, regresó para contarlo. Para constatar por escrito, como lo hizo su protagonista, ya anciano, que al final sólo queda el recuerdo de lo que vivimos con la piel. Sólo, el latido de noches en que estuvimos muy despiertos. La respiración entrecortada y compartida. El brillo en los ojos que sucede después, por más que luego pueda secarse y por más que pueda acabar por doler. Es lo único que deja intacto la memoria.  De lo demás, sólo restos, y a veces, ni eso.

 

El John Lennon más conmovedor, y también el más adictivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

En La delicadeza mostró el joven francés David Foenkinos cómo llevar el título de su obra hasta la narrativa y no traspasar ni una mala línea. La delicadeza era eso y era así: perdiendo toda connotación cursi y adquiriendo la dimensión justa.

Demostró además el autor que era capaz de hacer un largometraje de su propio libro y salir airoso del asunto. La novela no sólo se llevó diez premios sino que resultó finalista de galardones como el Gouncourt.

En Lennon (Alfaguara) va más allá: hace que olvidemos que es una novela para que imaginemos al artista, al niño de infancia terrible abandonado y usado como moneda de cambio, a la estrella que fue después, al solitario y vagabundo que buscó en las drogas la forma, el amante y el furioso intelectual tan falto de amor como necesitado de tabla en el naufragio, el hombre que lo dejó todo con sólo 35 años para dedicarse a ser lo que Yoko Ono hacía que fuera.

lennonNo quiso conocer Foenkinos, ese licenciado en Letras por la Sorbona y reconocido escritor al que poco se le pone por delante, a Yoko Ono. Y sin embargo no hay rechazo ni prejuicio hacia ella en la obra. Es más para el autor ésta fue la más bella historia de amor del siglo XX. Yoko como mujer, como salvadora, como madre del frágil y más conmovedor que nunca Lennon: así es para el escritor. Incluso puede que Lennon se hubiera suicidado si no la hubiera conocido. «Creo que, como otras grandes estrellas, él también habría muerto a los 27 años si Yoko no lo hubiera salvado».

No hay pues mala letra para Yoko.

Lo que sí hay, para el lector esta vez, es sensación de estar leyendo algo que no es ni una biografía ni una novela. Acaso una fusión ¿imposible? entre música y literatura, vida, catarsis y arte… Buena la idea de Foenkinos de recostar a Lennon en un diván de psiquiatra para desgranarlo por dentro. 

Una locura tal vez, o no. Quizá el autor, formado como músico de jazz pero escritor por encima de todo, haya dado con la manera de unir ambas aliadas de la salvación, música y literatura, sin que se note, y aún más: sin saberlo. Claro que…, ya Juan Ramón Jiménez, aunque en un sentido muy distinto y mucho más elevado también, buscó con verdadera obsesión la música en sus letras. Su escritura acabó siendo casi una partitura.

Pero volvamos a Lennon y al narrador: la fascinación de David Foenkinos por el músico («El primer recuerdo fuerte de mi vida es el asesinato de John Lennon») da a sus letras una vida que contagia y que incluso a quienes menos acompañados por la música del Beatle han vivido hace que quieran pasar las páginas. No es la vida del músico es la del hombre la que pide continuar, y sobre todo ese diálogo no expreso entre todo lo que es el autor y lo que fue el músico.

Lennon consigue desviar la atención del maldito foco en el que andamos (crisis, crisis, crisis; desesperanza, desesperanza, desesperanza), ése en el que soñar parece que está prohibido. Logra que por un momento pensemos en un tiempo en el que la esperanza y las posibilidades impregnaban ese aire que hoy tan poco respirable resulta.

Es casi hasta catártico leer esta obra en la que Foenkinos y Lennon se unen para dar una lección que recuerda mucho a una de las grandezas del Beatle: ese hombre que recibió a la prensa en su cama como manera de intentar lograr una respuesta política y que Foenkinos retrata así:

«La última vez que me tumbé para hablar con un desconocido fue durante la Bed-In con Yoko. Una semana en cama por la Paz. La gente pensaba que nos verían hacer el amor, pero sólo queríamos hablar. Fueron a vernos decenas de periodistas. No sé si todo esto habrá servido de algo. ¿Se logró algo más de paz? No era más estúpido que hacer una huelga de hambre. Simplemente cambiamos la posición de combate»

 

 

 

 

La sátira como único modo de retratar una España «corrupta, pobre y criminal»

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Ajedrez para un detective novato (Algaida) debería añadir un prólogo con una serie de indicaciones sobre cómo debe tomarse y conservarse. Sobre los posibles efectos secundarios que puede producir la lectura de esta novela, escrita por Juan Soto Ivars (Águilas, 1985), mejor hablar en otro momento, que desde luego ése es otro cantar, y largo.

Si tuviera que redactar parte de ese prospecto, desaconsejaría muy seriamente su lectura en lugares públicos, tales como trenes, metros o cafeterías, si lo que uno no quiere es no acabar convertido en el centro de todas las miradas, víctima, como lo fui yo, de sucesivos ataques de risa.

jsi2Por otro lado, intentaría resaltar la inconveniencia de adentrarse en ella en noches soñolientas en las que uno se va a la cama aún con algo de resaca. Como pude comprobar, difícilmente se logrará la lectura vertical de unas pocas páginas sino que, más bien al contrario, el cuerpo te pedirá seguir leyendo y muy probablemente te darán las tantas de la madrugada enfrascado en las historias del detective Marcos Lapiedra y de su particular pupilo.

Sería conveniente, además, no dosificar su lectura. En caso contrario, se puede acabar siendo víctima de una especie de «desrealización» o «despersonalización», o cualquier otro trastorno disociativo. En esta línea, no sería tampoco raro acabar viendo, en el metro o en la oficina, calamares gigantes, ninjas asesinos o mutantes del subsuelo adictos a la gomaespuma. O sentir cierta frustración (o alivio) al comprobar que en nuestra vida ordinaria no tenemos maestros legendarios ni novi@s ninfóman@s cuando la jornada termina y regresamos a casa.

El descoloque puede ser desmesurado. Por tanto, si la lectura se prolonga en exceso, podemos caer en la inevitable tarea de establecer comparaciones entre realidad y ficción, entre la España corrupta y pobre en la que vivimos, y la «España corrupta, pobre y criminal» que se dibuja en la novela, y que es «sospechosamente parecida a la nuestra».

Definitivamente es mejor leer del tirón esta burla sagaz de Soto Ivars, que parece haber encontrado en la sátira el consuelo necesario para encarar una realidad que, de tan sórdida, parece de mentira y que podría estar cerca de sobrepasarnos a todos.

Y es que, este joven talento (y perdón por el cliché pero me parece bastante adecuado para el caso) ha visto en la burla y en la risa —tan necesarias, también en la literatura— el único modo de enfrentarse a una situación traumática de tan precaria. De paso, ha logrado también la excusa perfecta para realizar ese ejercicio tan sano que es cambiar de registro para no anquilosarse ni encasillarse después de haberse dedicado al drama en sus dos novelas anteriores, La conjetura de Perelman y Siberia.

El resultado es este aire esperpéntico y a la vez renovado que respiramos en Ajedrez para un detective novato, en donde asoma la huella de Valle-Inclán, pero también la de la extensa y personal biblioteca de este lector y escritor insaciable. Creador de escenarios delirantes y carnavalescos casi por necesidad —»Me río por no atentar», le he escuchado decir últimamente— y portador de una mirada distinta. Promotor, en suma, de una corriente desenfadada y gamberra que conviene tomar, sin embargo, muy en serio.