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‘La ridícula idea de no volver a verte’, la «herida hecha luz» de Rosa Montero

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Las manecillas de los relojes están ya en las últimas. Van dando vueltas sobre sí mismas en estos períodos inventados que son los años y, a estas alturas, da la impresión de que se hubieran acelerado.
Llega el momento de realizar el dichoso balance —ese que parece inevitable cuando un ciclo está a punto de cerrarse— y de hacer recuento de lo vivido y lo no vivido, y del mismo modo, de lo leído y de lo que aún nos queda por leer.
Yo voy a intentar, sin embargo, sortear el cansino y a veces forzado cálculo para limitarme a hablar, eso sí, de la última obra que he leído este año, que bien podría situar entre los primeros lugares en el ranking de mis «mejores libros de 2013».
Se trata de La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), una obra luminosa con la que Rosa Montero ha logrado hacer magia, manejando la sorpresa. Una especie de híbrido entre el ensayo, la autobiografía y la novela que surgió de una trágica circunstancia —la muerte de su marido— y que, cosas de la vida, nos recuerda cómo la experiencia más dramática puede acabar convertida en luz, una vez que se hace arte, en esta ocasión, literatura.
la-ridicula-idea-de-no-volver-a-verte_9788432215483El germen del libro fue la sugerencia de la editora de Montero de escribir un prólogo para el desconsolado diario que Marie Curie escribió tras la muerte de su marido, Pierre. Una propuesta que fue el pistoletazo de salida para que Montero se lanzara a escribir sobre su propia circunstancia y, en concreto, sobre la pérdida que acababa de sufrir y que estaba a punto de sumirla, como ella misma reconoce en la obra, en un largo silencio.

Pero La ridícula idea de no volver a verte es mucho más que un libro sobre la muerte y sobre ese agujero insalvable que es la experiencia de una pérdida. Porque va mucho más allá de la autobiografía para hablarnos, entre otras cosas, de las ganas que a pesar de los escollos sentimos los humanos de dilatar la experiencia de la vida: de incluso hacer revivir a nuestros muertos en nuestra propia existencia, y de la suerte de quienes hemos conocido el amor, «eso que consiste en encontrar a alguien con quien compartir tus rarezas».

Sobre estas bases, Montero da vueltas alrededor de conceptos como la soledad y el duelo para contarnos que finalmente la recuperación es algo que no se consigue nunca, porque, afirma, en el fondo, sólo podremos lograr nuestra propia «reinvención», el único objetivo alcanzable.

Logra así romper la primera fase en la que el dolor es tan agudo que se hace impronunciable —«El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante», llega a decir— para ofrecernos una «herida hecha luz» que resplandece como paradigma del consuelo que buscamos en la creatividad, ese «intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza».

Entre tanto, redescubrimos al personaje fascinante que fue Marie Curie. Ese ser «valiente y fuerte», de gesto duro pero «interior ardiente» que abrió «brecha en la endurecida costra de los prejuicios» de una sociedad todavía muy machista. Un contexto que se nos revela junto al retrato particular que, sin caer en la hagiografía, Montero realiza de la científica, alguien que logró quizá lo más difícil: ser humana y excepcional a un tiempo.