Por María J. Mateo
Será que este año he sido buena pero uno de los Reyes ya ha llegado y con un kindle bajo el brazo. Y yo, que hasta ahora había sido de la vieja escuela del papel, llevo días inspeccionando el nuevo aparatito y descubriendo lo fácil que es leer y manejarse con él, incluso en un caso como el mío, en el que, lo reconozco, nunca fui un as de las tecnologías precisamente.
Mi kindle y yo hemos tenido aún así un comienzo prometedor. Como ocurre en las (buenas) primeras citas, lo he estado observando con ojos nuevos y ávidos… estudiando sus detalles y reparando al fin en las bondades de mi último fichaje, que son muchas.
Esta especie de entusiasmo inicial se ha mantenido íntegro hasta que, al cabo de los días, se ha disparado una pequeña alerta que debía de andar escondida en alguna parte de mi cerebro y me he dicho a mí misma: «Sí, este ebook es genial pero no te olvides del viejo, pero nunca muerto, libro de papel… de la larga y fructífera relación que habéis construido durante todos estos años». Así que, me he puesto a recordar los atributos y virtudes de ese amor de cosecha, y he acabado acto seguido (me confieso) en la penosa tarea de establecer comparaciones entre uno y otro, enumerando en mi cabeza uno por uno los gastados y consabidos pros y contras a los que se asocia cada formato. Que si la experiencia con uno es inigualable por todo lo que conlleva: tradición, tacto, olor, etcétera. Y que si el otro es más práctico y es capaz de albergar miles de títulos del modo más ligero y… blablabla… Y así, suma y sigue, hasta que al cabo de un rato, ya algo mareada tras este extenuante y falso debate, he terminado por negarme a que elegir sea una opción y he empezado a soñar la posibilidad de híbridos inviables entre el ebook y el libro convencional. ¿Por qué parece que hay que elegir siempre? ¿Por qué no fantasear? Total, soñar es gratis, me he dicho.
Así que, buscando soluciones intermedias —y, por supuesto, inalcanzables, mis predilectas— he imaginado ebooks que huelan a papel y contengan dedicatorias escritas a mano sobre hojas amarillentas, con fechas imposibles. Esto es, lectores electrónicos pero encuadernados y polvorientos, cuyas páginas tengan el tacto del mejor papel y hagan ruido al ser pasadas, y que, amontonados como los libros de siempre, acaben convertidos en librerías infinitas. En catálogos que, reunidos en bibliotecas antiquísimas, nos saluden desde los estantes con sus lomos coloridos y multiformes… Ebooks de tapa dura capaces de lograr la fiesta estética que hasta hoy solo pueden celebrar los libros convencionales en las estanterías, esos puzzles formados por miles de piezas únicas, que hacen que ninguna estantería sea igual a otra.
Del otro lado, he sugerido libros con apariencia tridimensional aunque con todas las ventajas de las casi dos dimensiones. Tomos de dimensiones enciclopédicas con caracteres digitales que se dejen abrazar mientras los leemos, aunque adopten más tarde, cuando tenemos que transportarlos (o facturarlos en nuestras maletas), el formato ebook para que no lleguen a pesar ni 200 gramos.
Y ya puestos a pedir, he reclamado—y esto sí es aplicable y deseable para la realidad— precios más bajos para unos y otros en el próximo año. No ya los que se fijan para los libros electrónicos, sino importes muchísimo menores para ambos formatos. Precios similares a los de la barra de pan, para que recordemos, cuando vayamos a pagar, que leer es (casi) tan necesario como comer y que, ya lo decimos en este blog, no mata aunque su coste pueda a veces resultar letal.
De momento, habrá que seguir soñando que eso sí, al menos hasta ahora, sigue siendo gratis.