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La historia de la generación estafada y aún quieta: ‘La habitación oscura’, de Isaac Rosa

Por Paula Arenaspaula_arenas

Cierra la puerta, cubre cualquier resquicio por el que la luz pueda colarse, baja la persiana, cubre esa rendija que aún deja pasar una línea de claridad con una manta, una sábana, un trozo oscuro de tela, una venda, lo que sea para quedarte totalmente a oscuras. Estás en tu cuarto o en uno que conoces, acaso el baño, así que no temes, o no al menos a estar en un lugar extraño.

La inquietud, puede que algo de ansiedad, pero también un punto de excitación se adueñan de ti. Tienes los ojos muy abiertos y te sorprendes escuchando el parpadeo de tus ojos.

Última novela del autor de 'El país del miedo'Tal vez no seas capaz de aguantarlo mucho tiempo, es lo más probable. Isaac Rosa (Sevilla, 1974) logra justo lo contrario: que te quedes colgado de La habitación oscura (Seix Barral) metiéndote casi de manera asfixiante en un cuarto sin luz pero a su vez lleno de espejos. Un ejercicio brillante el de este autor, de una inusitada madurez literaria (es del 74 y eso en narrativa sí que es ser muy joven).

Sin temor lo escribo, es obvio que me fascina, esta obra afianza lo que había dejado claro en El país del miedo: no es cierto que todas las historias hayan sido contadas.

Un grupo de jóvenes, ya no tan jóvenes pese al empeño social en alargar la juventud hasta los 40 y más allá, vuelven a la habitación oscura que cuando sí estaban en la verdadera juventud les servía de pilar para dejar salir todo su ‘adentro’ en forma de sexo y silencio.

Unos quietos, pegados a la pared; otros en el centro, dando permiso a sus cuerpos para hablar por ellos. Un refugio que sin embargo no duró mucho. Como aquel mañana tan maravilloso como ya perdido, del que el autor, fuera del libro, dice sin amargura: «Ese futuro dorado que nos prometieron y que apenas tocamos con la punta de los dedos».

El bautismo de la editorial no miente: es la novela de tu/mi/nuestra generación. La que unos consideran engañada y la que él ha nombrado estafada. No da respuesta Isaac a las acciones que tal vez podríamos llevar a cabo para terminar con la estafa. Pero deja, incómoda y lúcidamente claro, que esos jóvenes ya no tan jóvenes se han quedado sin búnker.

No es una lectura para pasar el rato, ni tampoco para quienes huyan de la mirada que mira desde las letras y sugiere sin acusar. La habitación oscura mete al lector en nuestro mundo en ruinas y no hace concesiones. Oscuridad y espejo, salir de sus letras sin arañazo, esta vez sí que es misión imposible.

 

Ante la nueva de Vargas Llosa: el rechazo a juzgar por quién está detrás de lo escrito

Por Paula Arenas paula_arenas

He podido embarcarme (aunque no con el tiempo suficiente) en la lectura de una novela que deseaba tener entre mis manos hace tiempo y que hasta el 12 de septiembre no salía a la venta. La última de Vargas Llosa, El héroe discreto (Alfaguara).

Reconozco que con este escritor tengo ciertos temores. Sobre todo uno: no encontrar al Llosa que nos da todo a lo bestia y convierte cualquier acto en historia.  Aún más: el que prefiero es el que da una patada al pudor y se mete en amores y desamores. Lo confieso: me va más ése que el que se sube al podio y refleja un país.

El escritor en 2012 (Foto: Rodrigo Fernández)

El escritor en octubre de 2012 (Foto: Rodrigo Fernández)

Me reconcilié con el peruano, hubo una obra tras la que no pude acercarme a su literatura sin sentir un dolor en la boca del estómago, gracias a Travesuras de la niña mala (Alfaguara), una novela no tan bien considerada como otras del peruano y que sin embargo me pareció la mejor haciéndome olvidar la manía que por un libro (y algún gesto pasado del escritor) parecía ya irreversible.

Mi compañera de blog, Maria J. es la primera en decir «qué horror, es la que menos me gusta de Vargas Llosa». No le he mentido a ella y no voy a mentirles a ustedes: no lo he terminado, y sin embargo esta osadía: desde la tercera página el lector queda ya enganchado. Y eso que la presentación y la sinopsis me hicieron creer que el Llosa por el que lo abandoné había vuelto.

No es así, desde el principio, la historia de dos héroes (con matices, ‘peros’ y necesarias humanidades) y su manera de plantar cara a las trampas que la vida siempre está pendiente de colocarnos sin ruido en el Perú actual, caza la atención más reacia.

Es el escritor grande, ése que asegura al que lo lee desde el inicio que no va a fallarle. El que hace que deseemos que llegue la noche para leerlo tranquilamente y sin ruido. De acuerdo con Rodríguez Rivero: «Nos reclama quien domina magistralmente el arte de contar historias».

Coincido también con Rivero en que es muy posible que haya quienes prefieran otras obras del peruano, incluida yo, que dudo que alcance (perdonen los intelectuales que juzgan regular mi favorita de Llosa) el poder de Travesuras de la niña mala. Tan potente como para enganchar a uno de esos jóvenes de 20 años que muchos creen que si oyen Galdós no sabrán quién es y si escuchan Vargas Llosa echarán a correr aterrados.

Mi hermano pequeño (21 años) me pidió el pasado verano que le recomendara un libro. Quería retomar el hábito. Sin pensarlo me salió: Travesuras de la niña mala. Y no es por colgarme medallas, pero el éxito fue total. He extendido esta recomendación a quienes adquirieron cierta fobia a este autor por una novela pasada que no voy a citar y no me ha ido tan mal (o me han mentido…).

Lo que sí voy a contar, aunque será en la siguiente entrada, cuando espero haber terminado la obra, es cómo fue mi conocimiento (por llamarlo de alguna manera) del escritor. Resultó desagradable, pero de eso es de lo que más hay que huir: del prejuicio de leer o no leer a alguien por el tipo de persona que es o parece que es.

Ni siquiera si el autor fuera un asesino en serie encarcelado que escribiera estupendas novelas negras debería dejar de ser leído. Lo que importa es lo que escribe.

 

 

 

Antídotos para salir de la autocompasión

Por Paula Arenas paula_arenas

La vuelta al colegio. Mi cabeza está mirando desde el patio de mi hijo. Soy yo, estoy dentro y llamo a mi madre, me llamo a mí. Quiero que venga y que volvamos a la playa o a casa. Sí, con estar en casa bastaría. A salvo.

Estás proyectando, te dices, me digo. Pero no del todo. Es muy pequeño y yo, a veces, como ésta, también. Sólo un libro puede salvarme, distraerme, sacarme del patio. Él ya está dormido, y sus últimas palabras han sido: “Mañana (que será hoy cuando lo lean o incluso ayer) cuando me llaméis y encendáis la luz no voy a levantarme. ¿Qué vais a hacer?”

Leer para que no duela

Qué leer la noche antes de su vuelta al cole

Lunes. Va a ser (ya habrá sido…, pero no mientras lo escribo y en este caso importa que sea domingo y también 8 de septiembre). Malo, malo y malo, va a ser una asco. Esto es un blog de libros, y ellos son parte de mi vida, no los separo. Y eso da problemas.

La vida no es literatura. Menos divagación. Paula, haz memoria, no es momento de jugársela con una novedad, por muy segura que creas la apuesta. Y entonces, clic, Nicanor Parra, poemas, antipoemas, del poeta que acaba de cumplir 99 años y me arranca siempre una sonrisa.

Dicen (algunos lo han comentado) que leer no mata pero sale caro… Pinchen Parra y lo leen gratis. Y a quien no le guste que no se lo compre, él mismo lo ha avisado siempre: “Suban, si les parece. Claro que yo no respondo si bajan echando sangre por la boca”.

Me hace reír un poco. Vuelvo a él con ansiedad, estoy buscando esa manera suya de darle la vuelta a lo que para él había sido muchas y tanto tiempo la poesía: el paraíso del tonto solemne. ¿Estaré en él, Nicanor? Rozo la ñoñería, la cursilada que tanto te espanta y de la que tan bien has librado a la poesía. Ay, tu Autorretrato, tus Artefactos, tus antipoemas, tu Advertencia al lector:

Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato.
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.

Me da igual los premios que no te den, la verdad es que ya tenías que tenerlos todos.

Queda mucha noche y el sueño se me escapa siempre que caigo en la autocompasión y la pena, la tragedia. Me sacas de la tragedia. Te leo en el ordenador y luego cojo tus Obras completas.

Sigue quedando noche y me aterra. Necesito saltar a otro. Volver…, pero ¿quién me llevará lejos? Y busco en una de las pilas de libros que me rodean. Maldigo mi desastre, como siempre que busco y no busco. Si no sé qué estoy buscando por qué me quejo.

No quiero encender el maldito ordenador y empezar a meterme en páginas de educación y crianza y ver lo malo, lo bueno, y todo los puntos de vista encontrados que voy a encontrar (por supuesto que podría sustituir por ‘hallar’, pero no es lo mismo). Y Elizabeth Fodor, otro libro (muy recomendable cualquiera de los que dedica a la infancia) , me la sé de memoria.

Viejo, muy viejo, y con tapas blandas y polvo como para que coja una toallita del niño (se han convertido en el limpia-todo oficial), lo tengo en mis manos. Es fino y lo recuerdo, pero volverá a engancharme. Es el francés Boris Vian (1920-1953) y su primera novela (muchos se estarán acordando ahora mismo de esta obra), Escupiré sobre vuestra tumba. Lo que necesitaba. Antídoto brutal.

Tan brutal que el tiempo no le ha quitado un milímetro de virulencia. Sigue siendo un rey. Ese protagonista rubio de cuerpo tan hermoso y fuerte como el de un negro (no puedo y no debo ‘reventar’ el motivo, aunque me muera de ganas), lleno de ira y deseoso de venganza, va a hacer que mi cabeza pase de la, gracias, Parra, sonrisa a la absoluta pérdida de la noción de mí misma.

Me hace tanta falta… Siento que a él le saliera tan cara (fue condenado a pagar una buena suma y censurado) la obra (y no sólo ésta), pero al menos, sigue salvando. Me salva.

Vian, escupiremos juntos esta noche, y tu catarsis y venganza, tu manera de usar la violencia para denunciar el racismo me va a dar a mí mucho más que cualquier somnífero.

Sobre todo, porque así mañana cuando tenga que llevar a mi niño al colegio no tendré ese efecto terrible de la química y estaré mucho más que despierta. O con la ira suficiente para no dejar que la ñoñería perjudique a al que menos se lo merece. Ni una lagrimita.

Gracias, Vian.