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‘ZaZa’: La droga de la risa sin motivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

No es el hachís al que Ray Loriga se refiere cuando escribe sobre una droga que activa un mecanismo que la mayoría tiene y que hace reír en cualquier circunstancia. Es una droga diferente, creada/descubierta/diseñada por un neurólogo y no hace más que dar a una tecla que ya existe en el ser humano.

raylorigaEs ficción. Aunque, y se lo pregunto a Loriga en una entrevista que transcurre con mucha calma, podría no serlo. Todos, bueno, no todos, en realidad ni siquiera la mayoría, aunque Ray, en un ejercicio de generosidad inexplicable, afirme que casi todos poseemos una gran capacidad para reírnos hasta de la mayor desgracia.

Su droga, la que protagoniza su última novela, Za za, emperador de Ibiza (Alfaguara), consigue que la gente se ría con esa risa floja que se pierde con los años. O que se oculta, ¿por qué la ocultamos?, ¿es cierto que hay un momento en el que ya no podemos permitirnos los ataques de risa ‘floja’?

Acaso es que tomarnos tan en serio nos pase facturas como ésta, y por ello, cuando ya hemos olvidado algunas de esas irracionales pero felices maneras, salimos en busca de drogas o escapes que nos las devuelvan. Za Za, que es el personaje central, no quiere ni esa risa ni su contrario. Sólo desaparecer en una calma permanente.

Como Ray Loriga, el escritor, ya no tan joven, que demostró con Lo peor de todo y con Héroes que sí sabía escribir. Que sabe. Ahora, agotado por tanto Ray, busca un universo que no encuentra. Y él mismo responde: «Quiero huir de mis deseos, tal vez porque no soy capaz de ello».

 

El mundo es insólito… cuando las diferencias se encuentran en los detalles

Por María J. Mateomariajesus_mateo
En la escena, una pareja, de viaje por Estados Unidos, se detiene a repostar junto a un asentamiento de caravanas en una carretera del estado de Nevada cuando oyen pasos a su espalda. El relato prosigue.

Un chico con pecas y tez muy blanca se acercó. Sostenía una pala con restos de tierra, vestía una camiseta que decía Nirvana, pero no se refería al grupo Nirvana. Nos preguntó qué mirábamos con tanto detenimiento, le dijimos que las montañas del fondo, que eran bonitas. Él las miró varias veces y dijo alegrarse de que nos gustaran, que él jamás se había fijado en ellas, y sonrió, lo que delató una eficiente higiene bucal.

138463 (1)La descripción es una de las tantas que Fernández Mallo (A Coruña, 1967) concentra en Limbo (Alfaguara), la obra con la que el autor regresa cinco años después de revolucionar la narrativa española con la trilogía Nocilla dream (2006), Nocilla experience (2008) y Nocilla lab (2009). En este regreso, las escenas dibujadas vuelven a tener el sello inconfundible del autor: una marca propia que surge del extrañamiento de estar vivo. De la admiración, al fin y al cabo, que los ojos de Fernández Mallo arrojan sobre los detalles y que devienen en una literatura distinta a todo lo que se cuece alrededor.

Son las diferencias que se hallan en los detalles las que van «agigantándose», asegura el narrador en un momento del texto. Pero también la lente que emplea el «hombre del Proyecto Nocilla» la que hace que los mundos que en sus libros se interconectan se conviertan en espacios insólitos. Mundos que no son sino éstos que pisamos todos los días cuando estamos en la cola del supermercado o vamos vestidos, a veces, de gris, al trabajo… pero sobre los que el autor manifiesta su asombro mediante las infinitas teorías que va construyendo.
Teorías en las que vuelve a conceptos ya recurrentes en su literatura, tales como la identidad y su constante transformación, las duplicidades o la reincidencia de algunos hechos a lo largo del tiempo. Y teorías que brotan a partir de detalles (a veces imágenes espléndidas, otras lynchianas e imposibles) como el logotipo de una cadena de comida 24 horas (muy parecido a una esvástica), un árbol que crece sobre el asfalto, la mariposa que se posa sobre el capó de un coche o el interruptor de luz en un baño americano.

Esos detalles en los que la pareja que viaja por Estados Unidos repara mientras pasan desapercibidos para el resto de personas que aparecen en la historia o las historias que de entrecruzan en Limbo: una mujer secuestrada en México D. F., dos músicos que buscan grabar el disco definitivo encerrados en un castillo del norte de Francia, y ese hombre y esa mujer que se dirigen hacia la costa Oeste de Estados Unidos en busca del llamado «Sonido del Fin».

Instantes desconcertantes que son poesía antes que otra cosa. Poesía que se entrecruza con una especie de narración muy caótica que dificulta la lectura a veces del mismo modo que esos pequeños detalles nos dificultan la vida. Detalles que no encajan en la narración que queremos elaborar para nuestra vida (con transcurso y final feliz) y que no llegamos a comprender. Detalles como el apéndice en el intestino ciego de un hombre, sin aparente función (y que el autor cita en la obra). O como esa pareja que nos abandona en el momento más inoportuno o esa enfermedad que llega injustamente y a deshora.

Un intento de aprehensión éste de Limbo, mucho más honesto y coherente con la realidad (caótica, no jerarquizada, cambiante…) que la mayoría de los que podamos encontrar en el panorama actual. Mis felicitaciones a Fernández Mallo.

 

El John Lennon más conmovedor, y también el más adictivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

En La delicadeza mostró el joven francés David Foenkinos cómo llevar el título de su obra hasta la narrativa y no traspasar ni una mala línea. La delicadeza era eso y era así: perdiendo toda connotación cursi y adquiriendo la dimensión justa.

Demostró además el autor que era capaz de hacer un largometraje de su propio libro y salir airoso del asunto. La novela no sólo se llevó diez premios sino que resultó finalista de galardones como el Gouncourt.

En Lennon (Alfaguara) va más allá: hace que olvidemos que es una novela para que imaginemos al artista, al niño de infancia terrible abandonado y usado como moneda de cambio, a la estrella que fue después, al solitario y vagabundo que buscó en las drogas la forma, el amante y el furioso intelectual tan falto de amor como necesitado de tabla en el naufragio, el hombre que lo dejó todo con sólo 35 años para dedicarse a ser lo que Yoko Ono hacía que fuera.

lennonNo quiso conocer Foenkinos, ese licenciado en Letras por la Sorbona y reconocido escritor al que poco se le pone por delante, a Yoko Ono. Y sin embargo no hay rechazo ni prejuicio hacia ella en la obra. Es más para el autor ésta fue la más bella historia de amor del siglo XX. Yoko como mujer, como salvadora, como madre del frágil y más conmovedor que nunca Lennon: así es para el escritor. Incluso puede que Lennon se hubiera suicidado si no la hubiera conocido. «Creo que, como otras grandes estrellas, él también habría muerto a los 27 años si Yoko no lo hubiera salvado».

No hay pues mala letra para Yoko.

Lo que sí hay, para el lector esta vez, es sensación de estar leyendo algo que no es ni una biografía ni una novela. Acaso una fusión ¿imposible? entre música y literatura, vida, catarsis y arte… Buena la idea de Foenkinos de recostar a Lennon en un diván de psiquiatra para desgranarlo por dentro. 

Una locura tal vez, o no. Quizá el autor, formado como músico de jazz pero escritor por encima de todo, haya dado con la manera de unir ambas aliadas de la salvación, música y literatura, sin que se note, y aún más: sin saberlo. Claro que…, ya Juan Ramón Jiménez, aunque en un sentido muy distinto y mucho más elevado también, buscó con verdadera obsesión la música en sus letras. Su escritura acabó siendo casi una partitura.

Pero volvamos a Lennon y al narrador: la fascinación de David Foenkinos por el músico («El primer recuerdo fuerte de mi vida es el asesinato de John Lennon») da a sus letras una vida que contagia y que incluso a quienes menos acompañados por la música del Beatle han vivido hace que quieran pasar las páginas. No es la vida del músico es la del hombre la que pide continuar, y sobre todo ese diálogo no expreso entre todo lo que es el autor y lo que fue el músico.

Lennon consigue desviar la atención del maldito foco en el que andamos (crisis, crisis, crisis; desesperanza, desesperanza, desesperanza), ése en el que soñar parece que está prohibido. Logra que por un momento pensemos en un tiempo en el que la esperanza y las posibilidades impregnaban ese aire que hoy tan poco respirable resulta.

Es casi hasta catártico leer esta obra en la que Foenkinos y Lennon se unen para dar una lección que recuerda mucho a una de las grandezas del Beatle: ese hombre que recibió a la prensa en su cama como manera de intentar lograr una respuesta política y que Foenkinos retrata así:

«La última vez que me tumbé para hablar con un desconocido fue durante la Bed-In con Yoko. Una semana en cama por la Paz. La gente pensaba que nos verían hacer el amor, pero sólo queríamos hablar. Fueron a vernos decenas de periodistas. No sé si todo esto habrá servido de algo. ¿Se logró algo más de paz? No era más estúpido que hacer una huelga de hambre. Simplemente cambiamos la posición de combate»

 

 

 

 

2014, año de homenajes y brindis a la salud de la literatura

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Qué despiste. Se nos fue el año y al final no hablé de la obra con la que logré volar más alto en 2013. Esa a la que volví y que de nuevo quise retener, palabra por palabra, para reanudarla siempre que quiera con los ojos de mi memoria. La que, repleta de citas no casuales, no se puede explicar y en la que París es lo que debiera ser el mundo: «una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra», un verso de Apollinaire que parece no acabar nunca.
Volví a Rayuela, a esa «llamada al desorden necesario» que señala el «absurdo de los datos idiotas», «la diferencia entre saber y conocer». Y recobré, como siempre, el deseo de «lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido». El ansia de que, entre tanta «ciencia inútil», llueva aquí dentro, «de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas».
128503Pero me quedé de nuevo sin palabras, de tan verdadera que la sentí, de tan cierto «el falso orden que disimula el caos», la «soledad del hombre junto al hombre» de la que nos habla. Y así he llegado a este intento casi frustrado de expresar la ingravidez que sentí, en esta especie de sequedad, de silencio casi forzoso.
Se nos escapó a Paula (esa otra enamorada de Julio Cortázar) y a mí el pretexto para hablar de la estampa inmortal de Rayuela en el año en que, qué paradoja, cumplió 50 años. Pero no pasa nada porque en 2014 se cumplirá el centenario del nacimiento del autor y volveremos a tener excusa (aunque no la necesitemos) para leer, releer y recordar al creador de la «contranovela».

Leo estos días que la fecha servirá de pretexto para la reedición de muchas de sus obras y la edición de otras en su memoria. Y bendito pretexto, pienso. Porque qué ganas de meterle mano a, entre otras obras, Cortázar de la A a la Z, la biografía visual y autocomentada que en breve publicará Alfaguara.

Voy a quitarme de todas formas por un rato la piel de mitómana (que desconocía tener, no deja uno de sorprenderse) y a recordar, en honor a la verdad, que 2014 no será sólo el año de Cortázar porque se celebrará también el centenario del nacimiento de otros dos grandes de las letras: Octavio Paz y Nicanor Parra. Dos motivos más para encerrarse a cal y canto en una habitación, y leer y leer sin contención ni medida. Por no hablar de los títulos, nuevos y viejos, inscritos en la ficción y no ficción, que saldrán a la luz en los próximos meses, y de los que habrá que seguir hablando en futuras entradas para no hacer que ésta sea interminable.

Por lo pronto, propongo un brindis a la salud de la literatura, a la que, a buen seguro, le espera un provechoso y feliz año.

José Luis Corral y Arturo Pérez-Reverte: duelo sin rival

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

«El pasotismo es apoyar al sistema y gente como Arturo Pérez-Reverte es lo que hacen». José Luis Corral se despachó a gusto cuando, entre pregunta y pregunta sobre su obra El médico hereje (Planeta), le pregunté sobre posturas, en mi opinión también combativas, como la de Pérez-Reverte.

No sabía que desataría las fieras del historiador y autor de la aclamada obra El Cid, aunque puede que no anduviera yo muy fina ese día, y que arremetería Corral contra la postura del creador de Alatriste y El francotirador paciente (Alfaguara) como si de un ataque personal se tratara.

corralIncluso llegó a decir: «Ya sé que los medios le bailáis el agua»… Por un momento parecía que el propio Corral encarnara a Miguel Servet y su misión fuera defenderse del polémico e inteligente Reverte como si de la Inquisición se tratara.

Sólo que…, ni estaba Pérez Reverte ni había posibilidad de resucitar a Servet. Era pues un duelo sin rival ni personaje por el que pelearse.

Tras varios «Hacen falta más Servet en estos momentos«, el médico que se jugó y perdió la vida por defender la libertad (además de haber descubierto el sistema circulatorio), y una llamada de atención sobre esta figura poco recordada, terminó la charla hablando de Arturo Pérez-Reverte (tras mi pregunta, quede claro que fui culpable de mencionar el nombre del periodista y escritor).

La llamada a la acción del historiador y su deseo de recuperar personajes de nuestra historia como Servet son afortunados, igual que su novela, pero ¿por qué le enfadó tanto el escritor al que aludí? Lástima que la conversación terminara justo ahí.

(Iba a no decirlo, pero lo voy a decir: Reverte no sale de la lista de los más vendidos desde que publicó su última novela, El francotirador paciente).

 

‘La invención del amor’, el «thriller intimista» de José Ovejero

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Dice José Ovejero (Madrid, 1958) que su última obra es una novela de amor para aquellos que no leen novelas de amor. Y doy fe. Porque La invención del amor (Alfaguara) es, en efecto, una obra de credo escéptico, áspera por momentos, que menosprecia esa idea fallida y preconcebida del amor como fuerza tranquilizadora, altruista y etérea.

Termino su lectura y mi primer pensamiento es, precisamente, que ese es su principal atractivo: el de haber confeccionado una novela que hable, entre otras cosas, de amor —sobre lo que «todo ya está dicho», reflexiona el narrador en sus páginas— pero habiendo aniquilado todos los «te querré siempre» y demás promesas temerarias de eternidad.

Y es que Ovejero (Premio Alfaguara de Novela 2013) parte de una pregunta, a mi juicio muy lógica, que subyace en toda la obra: ¿Por qué si todos cambiamos, el amor habría de ser inmutable? Es a partir de ahí y de sus posibles respuestas donde el autor despliega —aun sin pretenderlo— toda una artillería contra una falsa retórica romántica que rebate sin descanso y que le sirve también para desarrollar su propia concepción del sentimiento amoroso y sus adyacentes: el deseo, la obsesión o la ternura.

112732-367-550El punto del que parte Ovejero para trazar su «thriller intimista» es un territorio arriesgado, una ciénaga en la que era fácil espatarrarse pero de la que sin embargo logra salir relativamente airoso, especialmente porque consigue lo que buscaba: implicar al lector y mantener el suspense.

El desencadenante de la obra es una llamada telefónica a deshora. Samuel, protagonista de La invención del amor, recibe de madrugada una llamada en la que una voz ignota le anuncia la muerte de una mujer a la que no conoce. Tentado por la curiosidad, Samuel acude al funeral y comienza a imaginar una relación ficticia con la fallecida.

No obstante, aunque se agradecen tanto el fondo como el planteamiento inicial —la suplantación es un punto de partida sugestivo—, termino la lectura de la obra con una sensación agridulce. Con un sentimiento encontrado que me hace pensar que sus casi 250 páginas son una red de aciertos y desaciertos, un cúmulo de fortalezas, pero también de debilidades.

Debilidades que surgen de la inverosimilitud de algunas escenas, en las que se dan, en mi opinión, situaciones forzadas y diálogos algo impostados. Y fortalezas que encuentro en una prosa precisa que se confunde en algunos tramos con la poesía y que acierta en los temas por los que transita: la soledad, el miedo, el dolor, el deseo… y la débil —y algo manida pero siempre estimulante— frontera que separa la realidad de la ficción.

Una barrera que es tan débil —«Todo lo que puede ser imaginado es real», decía Pablo Picasso— como necesaria porque permite al ser humano algo tan valioso casi como respirar: la posibilidad de construir nuevas realidades, de reinventarse, para poder creer que el camino son solo las huellas del caminante, que diría Machado, y que todo es oportunidad… estelas en la mar.

Ante la nueva de Vargas Llosa: el rechazo a juzgar por quién está detrás de lo escrito

Por Paula Arenas paula_arenas

He podido embarcarme (aunque no con el tiempo suficiente) en la lectura de una novela que deseaba tener entre mis manos hace tiempo y que hasta el 12 de septiembre no salía a la venta. La última de Vargas Llosa, El héroe discreto (Alfaguara).

Reconozco que con este escritor tengo ciertos temores. Sobre todo uno: no encontrar al Llosa que nos da todo a lo bestia y convierte cualquier acto en historia.  Aún más: el que prefiero es el que da una patada al pudor y se mete en amores y desamores. Lo confieso: me va más ése que el que se sube al podio y refleja un país.

El escritor en 2012 (Foto: Rodrigo Fernández)

El escritor en octubre de 2012 (Foto: Rodrigo Fernández)

Me reconcilié con el peruano, hubo una obra tras la que no pude acercarme a su literatura sin sentir un dolor en la boca del estómago, gracias a Travesuras de la niña mala (Alfaguara), una novela no tan bien considerada como otras del peruano y que sin embargo me pareció la mejor haciéndome olvidar la manía que por un libro (y algún gesto pasado del escritor) parecía ya irreversible.

Mi compañera de blog, Maria J. es la primera en decir «qué horror, es la que menos me gusta de Vargas Llosa». No le he mentido a ella y no voy a mentirles a ustedes: no lo he terminado, y sin embargo esta osadía: desde la tercera página el lector queda ya enganchado. Y eso que la presentación y la sinopsis me hicieron creer que el Llosa por el que lo abandoné había vuelto.

No es así, desde el principio, la historia de dos héroes (con matices, ‘peros’ y necesarias humanidades) y su manera de plantar cara a las trampas que la vida siempre está pendiente de colocarnos sin ruido en el Perú actual, caza la atención más reacia.

Es el escritor grande, ése que asegura al que lo lee desde el inicio que no va a fallarle. El que hace que deseemos que llegue la noche para leerlo tranquilamente y sin ruido. De acuerdo con Rodríguez Rivero: «Nos reclama quien domina magistralmente el arte de contar historias».

Coincido también con Rivero en que es muy posible que haya quienes prefieran otras obras del peruano, incluida yo, que dudo que alcance (perdonen los intelectuales que juzgan regular mi favorita de Llosa) el poder de Travesuras de la niña mala. Tan potente como para enganchar a uno de esos jóvenes de 20 años que muchos creen que si oyen Galdós no sabrán quién es y si escuchan Vargas Llosa echarán a correr aterrados.

Mi hermano pequeño (21 años) me pidió el pasado verano que le recomendara un libro. Quería retomar el hábito. Sin pensarlo me salió: Travesuras de la niña mala. Y no es por colgarme medallas, pero el éxito fue total. He extendido esta recomendación a quienes adquirieron cierta fobia a este autor por una novela pasada que no voy a citar y no me ha ido tan mal (o me han mentido…).

Lo que sí voy a contar, aunque será en la siguiente entrada, cuando espero haber terminado la obra, es cómo fue mi conocimiento (por llamarlo de alguna manera) del escritor. Resultó desagradable, pero de eso es de lo que más hay que huir: del prejuicio de leer o no leer a alguien por el tipo de persona que es o parece que es.

Ni siquiera si el autor fuera un asesino en serie encarcelado que escribiera estupendas novelas negras debería dejar de ser leído. Lo que importa es lo que escribe.