El poeta que mejor desnudó un corazón «de cintura para abajo»

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Verso libre, eslabón perdido, señorito distinguido, pariente descarriado.
La figura de Jaime Gil de Biedma es un poliedro cuyas caras han resultado en una especie de acertijo para sus biógrafos y lectores.

Intérprete de una vida múltiple y de una personalidad compleja, logró desdoblarse una y otra vez en varias identidades que, como en el poema Contra Jaime Gil de Biedma, rivalizaron hasta caer en el insulto.DSC_0368

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colmena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

La singularidad de su figura, recordada hace unos días en la representación de la obra Abrazos al aire, en el Teatro Fernando Fernán Gómez de Madrid, no ha impedido, sin embargo, que despuntara un rasgo en el que sí ha habido consenso: la condición extrema y auténtica de su poesía. 

Gil de Biedma fue el poeta español contemporáneo que cantó al erotismo de la forma más franca, leo en una de sus antologías. Y lo cierto es que pocos fueron capaces de acabar con el rígido puritanismo hispano, de rebasar esa dualidad tan perversa y tan nuestra que nos ha hecho oscilar con frecuencia entre la mojigatería y la obscenidad, entre el sermón parroquial y el discurso más lascivo y barato.

La semana pasada —gris y difícil, en la que no dejó de llover—, desempolvé el poemario de ese que tanto y tan bien cantó a la amistad, al paso (al vértigo) del tiempo —»En mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo«— y al amor. Y recordé su obsesión por la perfección, que resultó en una obra breve y brillante, revisada una y otra vez, hasta la extenuación, durante años.

Observé que Gil de Biedma supo, como pocos, desnudar un corazón «de cintura para abajo», heredero como fue de la poesía más impura y más humana que propugnó Neruda en su Caballo verde para la poesía. Y lo hizo, a diferencia de muchos, «sin despreciar —alegres como fiesta entre semana— las experiencias de promiscuidad», «las noches en hoteles de una noche (…) en pensiones sórdidas y en cuartos recién fríos”. Adjuntó así al relato del “verdadero amor”, el de esos otros “trabajos de amor disperso” que no son desechables aunque hayan sido despreciados por muchos literatos.

Llevó a su obra sin tapujos su «impaciencia del buscador de orgasmo», pero también su deseo de encontrar «el dulce amor, el tierno amor para dormir al lado». Y quiso, del mismo modo, retratar su vida crápula en «las calles muertas de la madrugada y los ascensores de luz amarilla», pero también su interior de «muchacho soñoliento y esperanzado», aún no tocado por las espinas de la vida.

Fue, en definitiva, el vividor poeta y el literato cantor de una experiencia sincera, en la que vida y literatura resultaron lo mismo: un compuesto indisoluble.

 

 

Terrible infancia, cruel adolescencia: ¿alguien se atreve a perfilar ese adulto?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Reconozco que me ha costado decidir si me gustaba del todo o no la última novela de Anna Gavalda. Su manera de expresarse en Billie (Seix Barral) me generaba cierto rechazo, pero la historia, sobre todo la de la joven Billie, una chica llena de problemas, traumas y todas las disculpas del mundo para convertirse en un adulto de la calaña que hubiera querido, han conseguido que pasara las páginas, y a veces hasta con cierta urgencia por saber qué vendría después.

billiePero según avanzaba la ágil trama, seguía chirriándome el estilo. Sin embargo no lo cerré. Y no vale aquí el ejemplo del telefilme previsible que uno acaba viendo por extraños motivos o porque sencillamente es feo pero funciona en algunos momentos de nuestros domingos.

Aquí, en Billie, interviene algo que a otros impecables narradores, probablemente poetas de la prosa, les falta: el poder de la historia. El motor y sus personajes, la situación y hasta esa manera que parece en ocasiones que necesita algo menos de impostura, porque ¿a qué negarlo?, eso puede que sume. Qué ganas de llevarme la contraria. Porque en el fondo he pensado durante toda la lectura: qué pena que esté escrito así. Ahora bien: ¿se podría escribir de otra manera? 

Hay en Billie escape, le reconozco a Gavalda el inmenso mérito de la evasión y el entretenimiento con una historia dura y poco previsible, incluso inquietante si los ojos que la leen han pasado por según qué fronteras.

¿Merece la pena leerlo? Mi respuesta es sí. Rotundamente. Un ‘rotundamente’ extraño y contradictorio porque aún no salgo de la incertidumbre con la que he comenzado. ¿Me gusta? Igual debería quedarme en un sí…, a pesar de los pesares (gracias, Goytisolo).

 

Si nos hubieran dicho que los Hombres Grises de ‘Momo’ seríamos nosotros…

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Echo de menos una nueva edición de aquel libro con el que al menos mi generación creció, Momo, aquella fascinante y por desgracia tan real ficción creada por Michael Ende en 1973. Los de treinta y pico (y treinta y tantos)  lo leíamos atemorizados ante aquellos Hombres Grises que convertían el mundo de la niña protagonista, Momo, en un lugar feo, lleno de prisa y con una ausencia absoluta de felicidad, y lo peor: de su búsqueda.

momoAquel universo nos parecía el infierno: en él la imaginación, y por tanto los sueños, eran terreno prohibido. Y ‘eso’ recuerda tanto a ‘esto’ que no sé por qué las editoriales no han  aprovechado para sacar todo tipo de ediciones de Momo. Supongo que porque la crítica a las sociedades modernas servía igual para entonces… Aunque, contradecirse es sano, hoy es más válido que nunca.

Michael Ende nos daba a leer a la que hoy ha quedado ya bautizada como la generación estafada una realidad que ni siquiera sospechábamos que nos pudiera alcanzar. Ende nos contaba la historia de nuestra historia. Sólo que…, ¿dónde se esconde Momo?

Recuerdo bien aquel extraño sentimiento que me prococaron los Hombres Grises, los recuerdo mejor que el personaje de Momo, y eso que es maravilloso, porque esa pequeña era la imaginación, la única manera de darse persmiso y poder empezar otra vez. Momo era el verdadero poder y la salvación, y ellos, los Hombres Grises, daban tanto miedo que… Incluso muchos decíamos aquello de: «Ni que estuviéramos en el mundo de Momo…».

Hasta que nos convertimos en los protagonistas de aquella ficción inolvidable que hoy deberíamos volver a leer aunque solo sea para comparar lo que provoca en nosotros. ¿Habrá ese mismo extrañamiento o rechazo? ¿O habrá dolor y frustración? Y aún peor: ¿qué hacen quienes con el traje gris ya no tienen prisa porque no hay oficina a la que acudir?

Momo debería ser el libro de nuestros hijos. Aprenderán de él lo que seguramente no seremos capaces de enseñarles. Al menos no con el ejemplo. Aunque nosotros lo leímos… Pura contradicción, ya…

 

¿Quién fue el quinto Beatle?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

No hay escapatoria: una vez abierta la novela gráfica El quinto Beatle (Panini) se acaba sin intermedios. La fascinante, dura, compleja y corta historia de Brian Epstein, el descubridor y reperesentante de la banda de Liverpool, se lee mucho más por la vida del hombre sin quien el grupo no sobrevivió unido más que dos años, que por la inicial curiosidad que suscita lo relativo al grupo más famoso de la historia.

beatleEl retrato escrito por Vivek J. Tiwary y dibujado por Andrew C. Robinson y Kyle Baker ofrece un retrato de alguien a quien la mayoría no conocíamos en profundidad. Un hombre que, como Lennon y Harrison, moriría joven (32 años), y que no dudó desde que vio a actuar a la entonces formación de Lennon que lograría llevarlos al lugar más alto.

Lo hizo, pese a tener que pagar elevados precios. Su entrega, o al menos así lo muestran en esta novela gráfica, fue tan brutal que apenas vivió para algo que no fueran ellos.

Acompañado de una importante cantidad de fracasos (y miedos, sobre todo por ser homosexual en un tiempo en el que estaba condenado y penado), este dueño de una tienda de discos (era su trabajo cuando conoció a los Beatles) supo que con McCartney y Lennon (sobre todo Lennon, a quien adoraba) no habría margen para una caída más.

Su final, trágico y triste, puede que cambiara la historia de la banda, que no aguantó mucho más unida. Deja entrever la obra que la figura de Brian era fundamental en su unión.

El propio McCartney no ha dudado en darle la razón el título del libro: «Si alguien fue el quinto Beatle, ése fue Brian».  

 

 

Novela romántica: un malentendido y no de pareja

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Desde que E.L. James publicó el primer tomo de su trilogía 50 sombras de Grey la novela romántica ha vivido un subidón tan poderoso como para sacar al género de la minoría a la que estaba condenado. Es indiscutible el carácter erótico de las novelas, sobre todo de la primera de James, porque la segunda y la tercera responden al más clásico patrón de novela romántica.

Megan Maxwell logró gracias a su ingenio (y al camino abierto por E. L. James)  situarse en los puestos de los más vendidos con sus libros Pídeme, libros que recurrían a la erótica para envolver un cuerpo declaradamente romántico.

Una de las claves del éxito que trajo Grey y que luego han seguido muchas ha sido el cambio de portada. Ahora nadie tiene que taparlas para leerlas en público. Otra de las claves: la mujer es fuerte y no necesita ser sumisa o salvada como antaño (las lectoras de Maxwell se hacen llamar Guerreras). Y sin duda: Grey. El erotismo, que no era tanto, ha dado una vía de escape a las historias de amor.

Lo que perdura es el patrón: que sea una historia de amor por encima de todas las cosas y que enganche (y el final feliz, claro). Un enganche que ha de durar toda la obra, sin respiro, y que sea sencilla para poder leerla sin preocupaciones o parones. El fin es entretener y de ahí que la facilidad de lectura sea requisito indispensable. Decir que es una literatura que no requiere una gran calidad literaria no es decir que sea mala literatura. Es simplemente decir la verdad. Lo contrario sería como pretender que una sencilla comedia sea catalogada como un gran drama existencial.

No es ni mejor ni peor, es lo que es. Cuesta por ello entender que haya quienes se tomen como un insulto lo que en modo alguno lo es: no es la calidad literaria la primera característica de estas obras.  Se cumplen unos mínimos, pero no unos máximos. No es ésa la pretensión de quien la escribe ni tampoco de quien la lee. Cuando uno se apoltrona en el sofá para ver un telefilme un sábado después de comer busca que lo entretengan. Sin más.

Desafortunadamente estamos demasiado crispados para no encontrar ofensas en casi todo, algo que ha sucedido a quienes han sentido indignación al leer que una editora decía la verdad acerca de la novela romántica. Por cierto, pocas veces he escuchado a alguien hablar con tanto cariño y respeto de este género como a la editora española Esther Escoriza. A buen entendedor…

Y ahora me voy a leer la novela que acaba de publicar el periodista y escritor David Yagüe, quien hace unas horas me ha dicho sin complejos: «Oye, que es solo una novela de aventuras…». Seguro que hay mucho más. Pero de esto hablaré otro día.

¿Qué es la vida sin pasión?

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Estamos vivos pero a veces andamos como si no lo estuviéramos. Recorremos, desvalidos, los mismos pasos, interpretando con la boca marchita una especie de marcha fúnebre. Transitando un camino plano y repetido en el que alguien, no sabemos quién, nos dijo que teníamos que mantenernos. Seguir en él, en el sendero trazado de antemano, sea como sea y pase lo que pase. Aunque a veces falle la respiración y el espejo nos devuelva mirada de insecto. Hay que continuar adelante, pero siempre en él, en una especie de estado vegetativo, en un goteo de días que, «como un aceite rancio», conservamos en recipiente cerrado.

Stefan_Zweig2Hay días en que, sin embargo, nos levantamos revueltos, con el pelo despeinado y la boca sedienta. El estómago grita de hambre y cuestionamos entonces la razón de esta especie de sucedáneo. De ese estado robótico al que nos ha llevado tanto imperativo y tanta obediencia —»sí, señor», «por supuesto, señor», «en seguida,… cómo no, señor»—, y queremos enfrentarnos con ese alguien y preguntarle, cara a cara, por el motivo de esa existencia impostada. Porque, caemos en la cuenta… ¿qué es la vida sin pasión? ¿Tiene acaso algún sentido?

Stefan Zweig describió en su magnífica novela Confusión de Sentimientos, que edita esta semana Acantilado, una escena que viene a responder a esta pregunta y que mantengo grabada a fuego.

En ella, su protagonista, Roland, es un joven estudiante que estaba a punto de abandonar los estudios y que, recién llegado a una universidad de una pequeña ciudad de provincias, acaba de sentir una especie de fogonazo. Una nueva y «ardiente curiosidad» que ha logrado despertar en él un brillante profesor por el que se siente de pronto deslumbrado y que, «como por arte de magia», le hace rendirse a sus pies.

En una hora yo había derribado el muro que hasta entonces me separaba del muro del espíritu y descubría en mí, esencialmente enardecido, una nueva pasión a la que he permanecido fiel hasta el día de hoy: el deseo de gozar de todas las cosas de la tierra, valiéndome del alma de las palabras.

Seguido por este entusiasmo, Roland logra en uno de los primeros encuentros con su maestro, una lección de vida que es en el fondo un reclamo incontenible de autenticidad… y que pasa inevitablemente por «ir al encuentro de las cosas» siempre por el interior, «partiendo de la pasión».

Confirmé a ese extraño el secreto juramento que había hecho de entregarme por entero al trabajo con la seriedad más absoluta. Me miró con aire conmovido. Luego dijo: «No solamente con seriedad, muchacho, sino también con pasión. Quien no se apasiona se convierte en el mejor de los casos en un pedagogo».

Y es que, sin pasión, sin escuchar la «musicalidad del sentimiento», el maestro se convierte en pedagogo como el artista acaba siendo un obrero. O como el periodista se viste, muy a su pesar, de oficinista. Porque sin ese estado de confusión, sin ese «cambio perpetuo, este variar segundo tras segundo», la vida «sería de piedra», que dijo el recientemente fallecido José Emilio Pacheco.

Claro que para entrar en el reino de los cielos al que lleva la pasión hará falta el arrojo necesario para descender a los abismos si es preciso. El valor de estar dispuesto a pagar un precio muy alto, que a veces sólo podrá saldarse con dolor. Un coste  —y una recompensa— que muchos no están dispuestos a arriesgar —allá ellos— y que Zweig describió como pocos.

El austriaco fondeó el corazón humano y, para nuestra fortuna, regresó para contarlo. Para constatar por escrito, como lo hizo su protagonista, ya anciano, que al final sólo queda el recuerdo de lo que vivimos con la piel. Sólo, el latido de noches en que estuvimos muy despiertos. La respiración entrecortada y compartida. El brillo en los ojos que sucede después, por más que luego pueda secarse y por más que pueda acabar por doler. Es lo único que deja intacto la memoria.  De lo demás, sólo restos, y a veces, ni eso.

 

Mankell: «Escribiré sobre mi enfermedad desde la perspectiva de la vida»

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

La muerte no será el protagonista de los próximos textos del escritor sueco célebre por su saga de novela negra protagonizada por Wallander, y cuya última entrega por el momento ocurrió el pasado otoño con Huesos en el jardín (Tusquets).

mankellNo habrá asesinato que resolver en las letras que se ha propuesto escribir. Henning Mankell va a escribir sobre su cáncer, una enfermedad de la que casi acaba de enterarse y cuyo pronóstico no parece muy amable. Y lo hará desde la perspectiva vida: así lo ha asegurado.

Dudo que uno de los maestros del género negro se quede en la catarsis. Sabe mucho y sabe bien: apuesto a que trascenderá y llegará al arte, a que sabrá sacar a los fantasmas y al dolor a pasear para exprimir de ellos hasta la última gota de literatura.

La catarsis sola puede que ocupe páginas en su cajón arrugas frente al espejo, pero dudo que sea eso lo que muestre en el diario sueco para el que escribirá sobre lo que le ocurre. Literatura y vida de la mano, sin perder a la primera en ningún interlineado: eso va a seguir dando Mankell. Apuesto por ello.

El John Lennon más conmovedor, y también el más adictivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

En La delicadeza mostró el joven francés David Foenkinos cómo llevar el título de su obra hasta la narrativa y no traspasar ni una mala línea. La delicadeza era eso y era así: perdiendo toda connotación cursi y adquiriendo la dimensión justa.

Demostró además el autor que era capaz de hacer un largometraje de su propio libro y salir airoso del asunto. La novela no sólo se llevó diez premios sino que resultó finalista de galardones como el Gouncourt.

En Lennon (Alfaguara) va más allá: hace que olvidemos que es una novela para que imaginemos al artista, al niño de infancia terrible abandonado y usado como moneda de cambio, a la estrella que fue después, al solitario y vagabundo que buscó en las drogas la forma, el amante y el furioso intelectual tan falto de amor como necesitado de tabla en el naufragio, el hombre que lo dejó todo con sólo 35 años para dedicarse a ser lo que Yoko Ono hacía que fuera.

lennonNo quiso conocer Foenkinos, ese licenciado en Letras por la Sorbona y reconocido escritor al que poco se le pone por delante, a Yoko Ono. Y sin embargo no hay rechazo ni prejuicio hacia ella en la obra. Es más para el autor ésta fue la más bella historia de amor del siglo XX. Yoko como mujer, como salvadora, como madre del frágil y más conmovedor que nunca Lennon: así es para el escritor. Incluso puede que Lennon se hubiera suicidado si no la hubiera conocido. «Creo que, como otras grandes estrellas, él también habría muerto a los 27 años si Yoko no lo hubiera salvado».

No hay pues mala letra para Yoko.

Lo que sí hay, para el lector esta vez, es sensación de estar leyendo algo que no es ni una biografía ni una novela. Acaso una fusión ¿imposible? entre música y literatura, vida, catarsis y arte… Buena la idea de Foenkinos de recostar a Lennon en un diván de psiquiatra para desgranarlo por dentro. 

Una locura tal vez, o no. Quizá el autor, formado como músico de jazz pero escritor por encima de todo, haya dado con la manera de unir ambas aliadas de la salvación, música y literatura, sin que se note, y aún más: sin saberlo. Claro que…, ya Juan Ramón Jiménez, aunque en un sentido muy distinto y mucho más elevado también, buscó con verdadera obsesión la música en sus letras. Su escritura acabó siendo casi una partitura.

Pero volvamos a Lennon y al narrador: la fascinación de David Foenkinos por el músico («El primer recuerdo fuerte de mi vida es el asesinato de John Lennon») da a sus letras una vida que contagia y que incluso a quienes menos acompañados por la música del Beatle han vivido hace que quieran pasar las páginas. No es la vida del músico es la del hombre la que pide continuar, y sobre todo ese diálogo no expreso entre todo lo que es el autor y lo que fue el músico.

Lennon consigue desviar la atención del maldito foco en el que andamos (crisis, crisis, crisis; desesperanza, desesperanza, desesperanza), ése en el que soñar parece que está prohibido. Logra que por un momento pensemos en un tiempo en el que la esperanza y las posibilidades impregnaban ese aire que hoy tan poco respirable resulta.

Es casi hasta catártico leer esta obra en la que Foenkinos y Lennon se unen para dar una lección que recuerda mucho a una de las grandezas del Beatle: ese hombre que recibió a la prensa en su cama como manera de intentar lograr una respuesta política y que Foenkinos retrata así:

«La última vez que me tumbé para hablar con un desconocido fue durante la Bed-In con Yoko. Una semana en cama por la Paz. La gente pensaba que nos verían hacer el amor, pero sólo queríamos hablar. Fueron a vernos decenas de periodistas. No sé si todo esto habrá servido de algo. ¿Se logró algo más de paz? No era más estúpido que hacer una huelga de hambre. Simplemente cambiamos la posición de combate»

 

 

 

 

Mamá, ¿tú quién eres?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

-Mamá, ¿tú quién eres?

-Pues… Pues… Pues, hijo, la verdad es que no lo tengo muy claro.

La pregunta de mi hijo, y la respuesta de su madre, o sea yo.

Por una vez no ha habido ‘repregunta’. No ha insistido ni ha esbozado el habitual ¿por qué? Y eso que en este caso habría tenido mucho sentido. Para un niño de cuatro años debe de ser raro que un adulto, y más si es su madre, responda que no tiene muy claro quién es.

A lo mejor tendría que haber dicho: «Tu madre, eso soy: tu madre». Pero él comenzó su pregunta con un ‘Mamá’ que hacía difícil tal respuesta. Imagino que por eso no respondí como puede que algún manual que no he leído (y he leído muchos y alguno verdaderamente recomendable como cualquiera de Elizabeth Fodor) recomiende responder en estos casos.

Aunque…, y mira que me cuesta decir esto: No todo está en los libros. Es más, hay muchos libros sobre maternidad que sólo ayudan a la desazón y al nerviosismo. Sobre todo al principio, cuando te encuentras con un ser diminuto entre tus brazos, y estás tan aterrada como llena de amor.

Libros, consejos, frases hechas, comentarios, supermujeres y más libros y muchos contrarios en sus tesis se suceden durante días, meses (y si no frenas: años): que si déjalo que llore, que si todo lo contrario; que si los brazos son malos, que si son lo mejor….

Hasta que te niegas y te das permiso, y dejas que lo que te pide el cuerpo, el instinto, la emoción o lo que quiera que sea (supongo que ese metafórico corazón), se imponga y haces lo que de verdad no te lleva a contrariarte.

Imagino que algo así es lo que me ha sucedido cuando mi hijo me ha preguntado quién soy yo. Ahora estoy esperando a que se lo pregunte a su padre. O al mío. Me va a gustar verlos responder. Y sobre todo: a Nico preguntar.

 

La sátira como único modo de retratar una España «corrupta, pobre y criminal»

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Ajedrez para un detective novato (Algaida) debería añadir un prólogo con una serie de indicaciones sobre cómo debe tomarse y conservarse. Sobre los posibles efectos secundarios que puede producir la lectura de esta novela, escrita por Juan Soto Ivars (Águilas, 1985), mejor hablar en otro momento, que desde luego ése es otro cantar, y largo.

Si tuviera que redactar parte de ese prospecto, desaconsejaría muy seriamente su lectura en lugares públicos, tales como trenes, metros o cafeterías, si lo que uno no quiere es no acabar convertido en el centro de todas las miradas, víctima, como lo fui yo, de sucesivos ataques de risa.

jsi2Por otro lado, intentaría resaltar la inconveniencia de adentrarse en ella en noches soñolientas en las que uno se va a la cama aún con algo de resaca. Como pude comprobar, difícilmente se logrará la lectura vertical de unas pocas páginas sino que, más bien al contrario, el cuerpo te pedirá seguir leyendo y muy probablemente te darán las tantas de la madrugada enfrascado en las historias del detective Marcos Lapiedra y de su particular pupilo.

Sería conveniente, además, no dosificar su lectura. En caso contrario, se puede acabar siendo víctima de una especie de «desrealización» o «despersonalización», o cualquier otro trastorno disociativo. En esta línea, no sería tampoco raro acabar viendo, en el metro o en la oficina, calamares gigantes, ninjas asesinos o mutantes del subsuelo adictos a la gomaespuma. O sentir cierta frustración (o alivio) al comprobar que en nuestra vida ordinaria no tenemos maestros legendarios ni novi@s ninfóman@s cuando la jornada termina y regresamos a casa.

El descoloque puede ser desmesurado. Por tanto, si la lectura se prolonga en exceso, podemos caer en la inevitable tarea de establecer comparaciones entre realidad y ficción, entre la España corrupta y pobre en la que vivimos, y la «España corrupta, pobre y criminal» que se dibuja en la novela, y que es «sospechosamente parecida a la nuestra».

Definitivamente es mejor leer del tirón esta burla sagaz de Soto Ivars, que parece haber encontrado en la sátira el consuelo necesario para encarar una realidad que, de tan sórdida, parece de mentira y que podría estar cerca de sobrepasarnos a todos.

Y es que, este joven talento (y perdón por el cliché pero me parece bastante adecuado para el caso) ha visto en la burla y en la risa —tan necesarias, también en la literatura— el único modo de enfrentarse a una situación traumática de tan precaria. De paso, ha logrado también la excusa perfecta para realizar ese ejercicio tan sano que es cambiar de registro para no anquilosarse ni encasillarse después de haberse dedicado al drama en sus dos novelas anteriores, La conjetura de Perelman y Siberia.

El resultado es este aire esperpéntico y a la vez renovado que respiramos en Ajedrez para un detective novato, en donde asoma la huella de Valle-Inclán, pero también la de la extensa y personal biblioteca de este lector y escritor insaciable. Creador de escenarios delirantes y carnavalescos casi por necesidad —»Me río por no atentar», le he escuchado decir últimamente— y portador de una mirada distinta. Promotor, en suma, de una corriente desenfadada y gamberra que conviene tomar, sin embargo, muy en serio.