Archivo de enero, 2014

¿Qué es la vida sin pasión?

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Estamos vivos pero a veces andamos como si no lo estuviéramos. Recorremos, desvalidos, los mismos pasos, interpretando con la boca marchita una especie de marcha fúnebre. Transitando un camino plano y repetido en el que alguien, no sabemos quién, nos dijo que teníamos que mantenernos. Seguir en él, en el sendero trazado de antemano, sea como sea y pase lo que pase. Aunque a veces falle la respiración y el espejo nos devuelva mirada de insecto. Hay que continuar adelante, pero siempre en él, en una especie de estado vegetativo, en un goteo de días que, «como un aceite rancio», conservamos en recipiente cerrado.

Stefan_Zweig2Hay días en que, sin embargo, nos levantamos revueltos, con el pelo despeinado y la boca sedienta. El estómago grita de hambre y cuestionamos entonces la razón de esta especie de sucedáneo. De ese estado robótico al que nos ha llevado tanto imperativo y tanta obediencia —»sí, señor», «por supuesto, señor», «en seguida,… cómo no, señor»—, y queremos enfrentarnos con ese alguien y preguntarle, cara a cara, por el motivo de esa existencia impostada. Porque, caemos en la cuenta… ¿qué es la vida sin pasión? ¿Tiene acaso algún sentido?

Stefan Zweig describió en su magnífica novela Confusión de Sentimientos, que edita esta semana Acantilado, una escena que viene a responder a esta pregunta y que mantengo grabada a fuego.

En ella, su protagonista, Roland, es un joven estudiante que estaba a punto de abandonar los estudios y que, recién llegado a una universidad de una pequeña ciudad de provincias, acaba de sentir una especie de fogonazo. Una nueva y «ardiente curiosidad» que ha logrado despertar en él un brillante profesor por el que se siente de pronto deslumbrado y que, «como por arte de magia», le hace rendirse a sus pies.

En una hora yo había derribado el muro que hasta entonces me separaba del muro del espíritu y descubría en mí, esencialmente enardecido, una nueva pasión a la que he permanecido fiel hasta el día de hoy: el deseo de gozar de todas las cosas de la tierra, valiéndome del alma de las palabras.

Seguido por este entusiasmo, Roland logra en uno de los primeros encuentros con su maestro, una lección de vida que es en el fondo un reclamo incontenible de autenticidad… y que pasa inevitablemente por «ir al encuentro de las cosas» siempre por el interior, «partiendo de la pasión».

Confirmé a ese extraño el secreto juramento que había hecho de entregarme por entero al trabajo con la seriedad más absoluta. Me miró con aire conmovido. Luego dijo: «No solamente con seriedad, muchacho, sino también con pasión. Quien no se apasiona se convierte en el mejor de los casos en un pedagogo».

Y es que, sin pasión, sin escuchar la «musicalidad del sentimiento», el maestro se convierte en pedagogo como el artista acaba siendo un obrero. O como el periodista se viste, muy a su pesar, de oficinista. Porque sin ese estado de confusión, sin ese «cambio perpetuo, este variar segundo tras segundo», la vida «sería de piedra», que dijo el recientemente fallecido José Emilio Pacheco.

Claro que para entrar en el reino de los cielos al que lleva la pasión hará falta el arrojo necesario para descender a los abismos si es preciso. El valor de estar dispuesto a pagar un precio muy alto, que a veces sólo podrá saldarse con dolor. Un coste  —y una recompensa— que muchos no están dispuestos a arriesgar —allá ellos— y que Zweig describió como pocos.

El austriaco fondeó el corazón humano y, para nuestra fortuna, regresó para contarlo. Para constatar por escrito, como lo hizo su protagonista, ya anciano, que al final sólo queda el recuerdo de lo que vivimos con la piel. Sólo, el latido de noches en que estuvimos muy despiertos. La respiración entrecortada y compartida. El brillo en los ojos que sucede después, por más que luego pueda secarse y por más que pueda acabar por doler. Es lo único que deja intacto la memoria.  De lo demás, sólo restos, y a veces, ni eso.

 

Mankell: «Escribiré sobre mi enfermedad desde la perspectiva de la vida»

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

La muerte no será el protagonista de los próximos textos del escritor sueco célebre por su saga de novela negra protagonizada por Wallander, y cuya última entrega por el momento ocurrió el pasado otoño con Huesos en el jardín (Tusquets).

mankellNo habrá asesinato que resolver en las letras que se ha propuesto escribir. Henning Mankell va a escribir sobre su cáncer, una enfermedad de la que casi acaba de enterarse y cuyo pronóstico no parece muy amable. Y lo hará desde la perspectiva vida: así lo ha asegurado.

Dudo que uno de los maestros del género negro se quede en la catarsis. Sabe mucho y sabe bien: apuesto a que trascenderá y llegará al arte, a que sabrá sacar a los fantasmas y al dolor a pasear para exprimir de ellos hasta la última gota de literatura.

La catarsis sola puede que ocupe páginas en su cajón arrugas frente al espejo, pero dudo que sea eso lo que muestre en el diario sueco para el que escribirá sobre lo que le ocurre. Literatura y vida de la mano, sin perder a la primera en ningún interlineado: eso va a seguir dando Mankell. Apuesto por ello.

El John Lennon más conmovedor, y también el más adictivo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

En La delicadeza mostró el joven francés David Foenkinos cómo llevar el título de su obra hasta la narrativa y no traspasar ni una mala línea. La delicadeza era eso y era así: perdiendo toda connotación cursi y adquiriendo la dimensión justa.

Demostró además el autor que era capaz de hacer un largometraje de su propio libro y salir airoso del asunto. La novela no sólo se llevó diez premios sino que resultó finalista de galardones como el Gouncourt.

En Lennon (Alfaguara) va más allá: hace que olvidemos que es una novela para que imaginemos al artista, al niño de infancia terrible abandonado y usado como moneda de cambio, a la estrella que fue después, al solitario y vagabundo que buscó en las drogas la forma, el amante y el furioso intelectual tan falto de amor como necesitado de tabla en el naufragio, el hombre que lo dejó todo con sólo 35 años para dedicarse a ser lo que Yoko Ono hacía que fuera.

lennonNo quiso conocer Foenkinos, ese licenciado en Letras por la Sorbona y reconocido escritor al que poco se le pone por delante, a Yoko Ono. Y sin embargo no hay rechazo ni prejuicio hacia ella en la obra. Es más para el autor ésta fue la más bella historia de amor del siglo XX. Yoko como mujer, como salvadora, como madre del frágil y más conmovedor que nunca Lennon: así es para el escritor. Incluso puede que Lennon se hubiera suicidado si no la hubiera conocido. «Creo que, como otras grandes estrellas, él también habría muerto a los 27 años si Yoko no lo hubiera salvado».

No hay pues mala letra para Yoko.

Lo que sí hay, para el lector esta vez, es sensación de estar leyendo algo que no es ni una biografía ni una novela. Acaso una fusión ¿imposible? entre música y literatura, vida, catarsis y arte… Buena la idea de Foenkinos de recostar a Lennon en un diván de psiquiatra para desgranarlo por dentro. 

Una locura tal vez, o no. Quizá el autor, formado como músico de jazz pero escritor por encima de todo, haya dado con la manera de unir ambas aliadas de la salvación, música y literatura, sin que se note, y aún más: sin saberlo. Claro que…, ya Juan Ramón Jiménez, aunque en un sentido muy distinto y mucho más elevado también, buscó con verdadera obsesión la música en sus letras. Su escritura acabó siendo casi una partitura.

Pero volvamos a Lennon y al narrador: la fascinación de David Foenkinos por el músico («El primer recuerdo fuerte de mi vida es el asesinato de John Lennon») da a sus letras una vida que contagia y que incluso a quienes menos acompañados por la música del Beatle han vivido hace que quieran pasar las páginas. No es la vida del músico es la del hombre la que pide continuar, y sobre todo ese diálogo no expreso entre todo lo que es el autor y lo que fue el músico.

Lennon consigue desviar la atención del maldito foco en el que andamos (crisis, crisis, crisis; desesperanza, desesperanza, desesperanza), ése en el que soñar parece que está prohibido. Logra que por un momento pensemos en un tiempo en el que la esperanza y las posibilidades impregnaban ese aire que hoy tan poco respirable resulta.

Es casi hasta catártico leer esta obra en la que Foenkinos y Lennon se unen para dar una lección que recuerda mucho a una de las grandezas del Beatle: ese hombre que recibió a la prensa en su cama como manera de intentar lograr una respuesta política y que Foenkinos retrata así:

«La última vez que me tumbé para hablar con un desconocido fue durante la Bed-In con Yoko. Una semana en cama por la Paz. La gente pensaba que nos verían hacer el amor, pero sólo queríamos hablar. Fueron a vernos decenas de periodistas. No sé si todo esto habrá servido de algo. ¿Se logró algo más de paz? No era más estúpido que hacer una huelga de hambre. Simplemente cambiamos la posición de combate»

 

 

 

 

Mamá, ¿tú quién eres?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

-Mamá, ¿tú quién eres?

-Pues… Pues… Pues, hijo, la verdad es que no lo tengo muy claro.

La pregunta de mi hijo, y la respuesta de su madre, o sea yo.

Por una vez no ha habido ‘repregunta’. No ha insistido ni ha esbozado el habitual ¿por qué? Y eso que en este caso habría tenido mucho sentido. Para un niño de cuatro años debe de ser raro que un adulto, y más si es su madre, responda que no tiene muy claro quién es.

A lo mejor tendría que haber dicho: «Tu madre, eso soy: tu madre». Pero él comenzó su pregunta con un ‘Mamá’ que hacía difícil tal respuesta. Imagino que por eso no respondí como puede que algún manual que no he leído (y he leído muchos y alguno verdaderamente recomendable como cualquiera de Elizabeth Fodor) recomiende responder en estos casos.

Aunque…, y mira que me cuesta decir esto: No todo está en los libros. Es más, hay muchos libros sobre maternidad que sólo ayudan a la desazón y al nerviosismo. Sobre todo al principio, cuando te encuentras con un ser diminuto entre tus brazos, y estás tan aterrada como llena de amor.

Libros, consejos, frases hechas, comentarios, supermujeres y más libros y muchos contrarios en sus tesis se suceden durante días, meses (y si no frenas: años): que si déjalo que llore, que si todo lo contrario; que si los brazos son malos, que si son lo mejor….

Hasta que te niegas y te das permiso, y dejas que lo que te pide el cuerpo, el instinto, la emoción o lo que quiera que sea (supongo que ese metafórico corazón), se imponga y haces lo que de verdad no te lleva a contrariarte.

Imagino que algo así es lo que me ha sucedido cuando mi hijo me ha preguntado quién soy yo. Ahora estoy esperando a que se lo pregunte a su padre. O al mío. Me va a gustar verlos responder. Y sobre todo: a Nico preguntar.

 

La sátira como único modo de retratar una España «corrupta, pobre y criminal»

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Ajedrez para un detective novato (Algaida) debería añadir un prólogo con una serie de indicaciones sobre cómo debe tomarse y conservarse. Sobre los posibles efectos secundarios que puede producir la lectura de esta novela, escrita por Juan Soto Ivars (Águilas, 1985), mejor hablar en otro momento, que desde luego ése es otro cantar, y largo.

Si tuviera que redactar parte de ese prospecto, desaconsejaría muy seriamente su lectura en lugares públicos, tales como trenes, metros o cafeterías, si lo que uno no quiere es no acabar convertido en el centro de todas las miradas, víctima, como lo fui yo, de sucesivos ataques de risa.

jsi2Por otro lado, intentaría resaltar la inconveniencia de adentrarse en ella en noches soñolientas en las que uno se va a la cama aún con algo de resaca. Como pude comprobar, difícilmente se logrará la lectura vertical de unas pocas páginas sino que, más bien al contrario, el cuerpo te pedirá seguir leyendo y muy probablemente te darán las tantas de la madrugada enfrascado en las historias del detective Marcos Lapiedra y de su particular pupilo.

Sería conveniente, además, no dosificar su lectura. En caso contrario, se puede acabar siendo víctima de una especie de «desrealización» o «despersonalización», o cualquier otro trastorno disociativo. En esta línea, no sería tampoco raro acabar viendo, en el metro o en la oficina, calamares gigantes, ninjas asesinos o mutantes del subsuelo adictos a la gomaespuma. O sentir cierta frustración (o alivio) al comprobar que en nuestra vida ordinaria no tenemos maestros legendarios ni novi@s ninfóman@s cuando la jornada termina y regresamos a casa.

El descoloque puede ser desmesurado. Por tanto, si la lectura se prolonga en exceso, podemos caer en la inevitable tarea de establecer comparaciones entre realidad y ficción, entre la España corrupta y pobre en la que vivimos, y la «España corrupta, pobre y criminal» que se dibuja en la novela, y que es «sospechosamente parecida a la nuestra».

Definitivamente es mejor leer del tirón esta burla sagaz de Soto Ivars, que parece haber encontrado en la sátira el consuelo necesario para encarar una realidad que, de tan sórdida, parece de mentira y que podría estar cerca de sobrepasarnos a todos.

Y es que, este joven talento (y perdón por el cliché pero me parece bastante adecuado para el caso) ha visto en la burla y en la risa —tan necesarias, también en la literatura— el único modo de enfrentarse a una situación traumática de tan precaria. De paso, ha logrado también la excusa perfecta para realizar ese ejercicio tan sano que es cambiar de registro para no anquilosarse ni encasillarse después de haberse dedicado al drama en sus dos novelas anteriores, La conjetura de Perelman y Siberia.

El resultado es este aire esperpéntico y a la vez renovado que respiramos en Ajedrez para un detective novato, en donde asoma la huella de Valle-Inclán, pero también la de la extensa y personal biblioteca de este lector y escritor insaciable. Creador de escenarios delirantes y carnavalescos casi por necesidad —»Me río por no atentar», le he escuchado decir últimamente— y portador de una mirada distinta. Promotor, en suma, de una corriente desenfadada y gamberra que conviene tomar, sin embargo, muy en serio.

 

J. D. Salinger sigue sin estar a salvo cuatro años después de su muerte

Por María J. Mateomariajesus_mateo

El silencio suele tomar tintes legendarios o, en su defecto, acabar convertido en rumorología. No hay nada como no hablar de uno mismo para que los demás se pongan a ello con total dedicación. Nada como no dar la versión propia de los hechos como para que la de los otros se convierta en la oficial.

La historia de Jerome David Salinger es un buen ejemplo de la tiranía que impone la fama, y del peligro que supone retirarse de la vida pública y renunciar a interpretar un papel en este gran teatro que es el mundo.

Evasivo y misterioso, el autor de El guardián entre el centeno fue, tras su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, víctima de una herida psíquica incurable que quiso ocultar a sus coetáneos durante un tiempo que supuso décadas en el refugio de New Hampshire, adonde se retiró y murió en 2010.

135525Pero ni siquiera atrincherado en la zanja defensiva que construyó, ni reconfortado por la pasión de escribir —antes de abandonarla— J. D. Salinger, pudo mantenerse a salvo, lejos de los focos —que para él eran dardos— de la opinión pública.

Fue así cómo las especulaciones en torno a su figura fueron reproduciéndose y cómo muchas de ellas acabaron convertidas en presuntas biografías que resultaron ser, antes que nada, un compendio de conjeturas en las que intentaba descubrir al hombre y no tanto al escritor.

Con un planteamiento distinto —no sé aún si real o no; habrá que leerla—sale este martes en España, de la mano de Seix Barral, Salinger, la obra que aspira a ofrecer la «semblanza definitiva» del autor.

Se trata de una obra profusa, escrita por David Shields y Shane Salerno, que vio la luz hace unos meses en Estados Unidos, y en la que se incluyen entrevistas, cartas, fotos y conversaciones desconocidas hasta el momento.

Una obra que, acompañada también de un documental, trata de ofrecer una «perspectiva poliédrica» del autor, dicen sus artífices, y que me provoca ahora una sensación contradictoria: una mezcla de una excesiva curiosidad, que se suma a la certeza de saber que el autor al que van dedicadas las más de 750 páginas que componen la obra desaprobaría su lectura.

Y es que, después de todo lo que sabemos de Salinger, o mejor dicho, de todo lo que no sabemos… me pregunto por qué andar removiendo entre recuerdos y documentos de alguien que nunca quiso publicidad. Y sobre todo, por qué hacerlo cuando, al fin y al cabo, contamos ya con lo importante: su obra. 

Leía hace unos días una reflexión de Virginia Woolf acerca de la «curiosidad» que suscitan la «biografías y autobiografías» de «grandes hombres» y «de hombres que hace tiempo que murieron y fueron olvidados, que descansan, uno junto al otro con las novelas y poemas», y que viene al caso recordar.

«¿Hasta qué punto —interpelaba la genial escritora— debemos preguntarnos, está un libro influenciado por la vida de su autor? ¿Hasta qué punto no entraña peligro permitir que el hombre interprete al escritor? ¿Hasta qué punto debemos oponernos o ceder a las simpatías o antipatías que el propio hombre provoca en nosotros (…)?» Son éstas preguntas —concluía— las que nos acechan cuando leemos vidas y cartas, y que debemos responder nosotros mismos, ya que nada puede tener unas consecuencias más funestas que ser guiados por las preferencias de otros en una cuestión tan personal».

Yo me pregunto, entretanto, si no estaremos tratando de aplacar una curiosidad malsana a cualquier precio, con métodos inadecuados y, sobre todo, con objetivos desvirtuados. Porque… ¿acaso ganaremos tanto registrando los cajones de la vida de un autor tan celoso como Salinger? ¿Husmeando sobre las huellas que dejaron sus zapatos?

Es posible que, con ello, sólo estemos  buscando —e inventando— una nueva obra, que siempre será menor y que estará muy lejos del libro más prohibido y a la vez el más leído,  El Guardián entre el centeno. Porque, como decía la británica, los hechos siempre serán «una forma muy inferior de narrativa» que difícilmente nos llevarán a conocer la verdad. Así que, quizá sea mejor limitarnos a respetar la voluntad de Salinger y remitirnos exclusivamente a su obra… y sin embargo… ¡ay, qué curiosidad!

 

Juan Gelman: «Aquí pasa, señores, que me juego la muerte»

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Es la poesía de Gelman el claro ejemplo de por qué es imposible decir, así, en general aquello de «A mí no me gusta la poesía». No hay más que sentarse un segundo y leer, leer algo como:

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.

Y la muerte le vino el pasado martes 14 de enero: tenía 83 años y seguía viviendo en el exilio, en México. Salió en 1975 de su país natal, Argentina, y un año después su hijo y nuera embarazada desaparecieron para después ser asesinados. Aquel hachazo que tan bien hubiera definido Miguel Hernández, «aquel golpe homicida», destruyó una parte del poeta.

No se cansó jamás de buscar. Era el año 2000 cuando Gelman encontraba al fin a su nieta, la hija del hijo al que mató aquella dictadura argentina contra la que siempre alzó  la voz. Este mismo agosto volvió a hacerlo en su última obra, Agosto, en la que además de poemas incluía reflexiones sobre Argentina.

 Le quitaron algo que no podrían devolverle, pero la poesía sobrevivió, acaso lo salvó y de paso nos salvó en muchos momentos a muchos otros. Y no hay más que sentarse y en vez de esperar leer, leer que:

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta aquí el agua?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el odio?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.

La literatura de Gelman, cuya poesía está toda en Poesía reunida, es sangre y es herida, es dolor y amor a partes casi iguales, es un canto a un corazón duro y sensible, sentimental jamás. No le dieron el Nobel, pero tampoco le hacía falta.

Es la prueba, tal y como comencé diciendo, de que no se puede decir eso de: «A mí la poesía no me gusta».

Padre,
desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena,
rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.

Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,!
yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello

 

Las anotaciones de Mario Benedetti: cuando el poeta buscaba acabar con la tiranía del tiempo

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Hay pequeños gestos que nos descubren. Detalles que parecen triviales y en los que, sin embargo, podríamos adivinar una suerte de ADN.
Las anotaciones que Mario Benedetti realizaba en sus libros, sobre las que estos días nos hablan los depositarios de la que fue su biblioteca en España, son algo así. Similares a ese gesto inconsciente y aparentemente vacuo en el que, sin saberlo, copiamos a un antepasado. Como ese tic en el que nos rascamos la cabeza o nos apartamos un mechón de pelo y en el que, no obstante, podemos comprender, en un abrir y cerrar de ojos, quiénes realmente somos.

mario_benedettiLo han revelado estos días los responsables del Centro de Estudios Iberoamericanos de Mario Benedetti (CeMaB), ubicado en la Universidad de Alicante (UA): el poeta realizaba anotaciones en sus libros y recurría incluso en algunos momentos a subrayados en colores chillones. Eran intentos de apresar, pienso yo, esos retazos de clarividencia que encontraba en sus lecturas. O al menos es lo que me pasa a mí cuando leo distraída y, de pronto, ¡zas!… encuentro esa frase lúcida que viene a hablarme a mí y sólo a mí, y que me deja congelada sobre el escritorio: la subrayo afanosa y anoto a su lado palabras que me ayuden a no olvidarla nunca. Porque en ese momento quiero —y prometo sin saberlo— llevarme para siempre ese trocito de luz. Sea como sea y pase lo que pase, ahuyentando al tiempo y su tiranía.

La directora del CeMaB, Eva Valero, a la que tengo la inmensa suerte de conocer, dice que esos subrayados y anotaciones «dan la medida y la dimensión de su preocupación social, histórica y política». Y, desde luego —y de nuevo, como en las clases que impartía en el Máster de Estudios Literarios de la UA—, parece estar en lo cierto. Porque qué fácil resulta reconocer al poeta apasionado y comprometido que fue Benedetti con anotaciones como ésta: «La derrota es una acción. El exilio es una acción. Sueños de acción (…) la literatura es un producto social».

Rápidamente comprende uno que Benedetti, el poeta de la acción y de los sueños, que clama para que no nos rindamos ni claudiquemos, está detrás de esas líneas. 

Leo todo esto y pienso en las ganas inmensas que tengo de pisar ya ese tesoro que deben ser las nuevas instalaciones del CeMaB. De consultar algunos ejemplares de entre los más de 6.000 que el poeta donó a la Universidad de Alicante en 2006, en donde se encuentran también los dos poemas inéditos que salieron a la luz hace un año gracias al trabajo de Valero y del querido catedrático de Literatura Hispanoamericana José Carlos Rovira, entre otras personas.

Gracias a todos ellos porque, debido a su admirable empeño, podremos recordar que aunque «todo se hunde en la niebla del olvido», éste está lleno de memoria una vez que «la niebla se despeja» y el recuerdo del poeta sigue vivo.

El libro más traducido después de la Biblia y El Quijote

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Me ha dado por los centenarios, así que pido disculpas anticipadas por la insistencia. Perdón por volver de nuevo a 1914, año sugestivo y fecundo para las letras donde los haya, en el que no sólo nacieron Julio Cortázar, Octavio Paz o Nicanor Parra, como recordaba hace unos días, sino que además vieron la luz libros inolvidables como la entrañable obra de Juan Ramón Jiménez Platero y yo.
PlateroMoguerLeo acerca del aniversario del «asnucho», como su creador lo llamaba, y no puedo evitar escribir unos párrafos sobre él. Sobre esa imagen que vive instalada en mi infancia y en la de, imagino, muchos de vosotros, y que sobrevive en parte debido al hecho de que las cosas que vivimos durante la niñez se graban a fuego.

Éramos por aquel entonces seres a medio fabricar, hechos con una especie de plastilina que hacía que todo lo que llegaba a nuestros oídos, a nuestras manos, a nuestros ojos, tuviera una importancia casi vital. Que todo aquello de lo que nos íbamos alimentando resultara casi determinante para ser quienes hoy somos.

Por eso, me resulta fácil recordar los «espejos de azabache» de Platero si cierro los ojos y me veo, entre el griterío de la clase, rodeada de esos otros «bajitos» y recostada sobre un pupitre en el que descansan cartillas de lectura, fichas para colorear y recortar o plastidecors. Ocurre lo mismo si trato de pronunciar los preciosos primeros párrafos de aquella prosa poética. Casi brotan solos: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, ronzándolas apenas, las  florecillas rosas, celestes y gualdas».

Resulta difícil, sin embargo, no resistirse a una narración así, sobre la que leo ahora, es la más traducida después de la Biblia y El Quijote. No caer rendido ante esa serie de estampas deliciosas, no sólo para los niños.

Y es que ya en Platero encontramos al gran Juan Ramón, en la llamada «época sensitiva», tratando de apresar el instante. Fijando la vista, como los maestros impresionistas, sobre una escena perecedera, repleta de luz y belleza, que sabemos, pronto desaparecerá y que por eso quizá contiene aún más luz y belleza.

Ya aquí reconocemos al artista que, obcecado en su intento de atrapar la vida para llevarla al papel, concibe la luminosa estampa de este animal con el que crecimos y que nos acompañará, al menos a mí, mientras dure la memoria.

2014, año de homenajes y brindis a la salud de la literatura

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Qué despiste. Se nos fue el año y al final no hablé de la obra con la que logré volar más alto en 2013. Esa a la que volví y que de nuevo quise retener, palabra por palabra, para reanudarla siempre que quiera con los ojos de mi memoria. La que, repleta de citas no casuales, no se puede explicar y en la que París es lo que debiera ser el mundo: «una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra», un verso de Apollinaire que parece no acabar nunca.
Volví a Rayuela, a esa «llamada al desorden necesario» que señala el «absurdo de los datos idiotas», «la diferencia entre saber y conocer». Y recobré, como siempre, el deseo de «lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido». El ansia de que, entre tanta «ciencia inútil», llueva aquí dentro, «de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas».
128503Pero me quedé de nuevo sin palabras, de tan verdadera que la sentí, de tan cierto «el falso orden que disimula el caos», la «soledad del hombre junto al hombre» de la que nos habla. Y así he llegado a este intento casi frustrado de expresar la ingravidez que sentí, en esta especie de sequedad, de silencio casi forzoso.
Se nos escapó a Paula (esa otra enamorada de Julio Cortázar) y a mí el pretexto para hablar de la estampa inmortal de Rayuela en el año en que, qué paradoja, cumplió 50 años. Pero no pasa nada porque en 2014 se cumplirá el centenario del nacimiento del autor y volveremos a tener excusa (aunque no la necesitemos) para leer, releer y recordar al creador de la «contranovela».

Leo estos días que la fecha servirá de pretexto para la reedición de muchas de sus obras y la edición de otras en su memoria. Y bendito pretexto, pienso. Porque qué ganas de meterle mano a, entre otras obras, Cortázar de la A a la Z, la biografía visual y autocomentada que en breve publicará Alfaguara.

Voy a quitarme de todas formas por un rato la piel de mitómana (que desconocía tener, no deja uno de sorprenderse) y a recordar, en honor a la verdad, que 2014 no será sólo el año de Cortázar porque se celebrará también el centenario del nacimiento de otros dos grandes de las letras: Octavio Paz y Nicanor Parra. Dos motivos más para encerrarse a cal y canto en una habitación, y leer y leer sin contención ni medida. Por no hablar de los títulos, nuevos y viejos, inscritos en la ficción y no ficción, que saldrán a la luz en los próximos meses, y de los que habrá que seguir hablando en futuras entradas para no hacer que ésta sea interminable.

Por lo pronto, propongo un brindis a la salud de la literatura, a la que, a buen seguro, le espera un provechoso y feliz año.