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El libro más traducido después de la Biblia y El Quijote

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Me ha dado por los centenarios, así que pido disculpas anticipadas por la insistencia. Perdón por volver de nuevo a 1914, año sugestivo y fecundo para las letras donde los haya, en el que no sólo nacieron Julio Cortázar, Octavio Paz o Nicanor Parra, como recordaba hace unos días, sino que además vieron la luz libros inolvidables como la entrañable obra de Juan Ramón Jiménez Platero y yo.
PlateroMoguerLeo acerca del aniversario del «asnucho», como su creador lo llamaba, y no puedo evitar escribir unos párrafos sobre él. Sobre esa imagen que vive instalada en mi infancia y en la de, imagino, muchos de vosotros, y que sobrevive en parte debido al hecho de que las cosas que vivimos durante la niñez se graban a fuego.

Éramos por aquel entonces seres a medio fabricar, hechos con una especie de plastilina que hacía que todo lo que llegaba a nuestros oídos, a nuestras manos, a nuestros ojos, tuviera una importancia casi vital. Que todo aquello de lo que nos íbamos alimentando resultara casi determinante para ser quienes hoy somos.

Por eso, me resulta fácil recordar los «espejos de azabache» de Platero si cierro los ojos y me veo, entre el griterío de la clase, rodeada de esos otros «bajitos» y recostada sobre un pupitre en el que descansan cartillas de lectura, fichas para colorear y recortar o plastidecors. Ocurre lo mismo si trato de pronunciar los preciosos primeros párrafos de aquella prosa poética. Casi brotan solos: «Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, ronzándolas apenas, las  florecillas rosas, celestes y gualdas».

Resulta difícil, sin embargo, no resistirse a una narración así, sobre la que leo ahora, es la más traducida después de la Biblia y El Quijote. No caer rendido ante esa serie de estampas deliciosas, no sólo para los niños.

Y es que ya en Platero encontramos al gran Juan Ramón, en la llamada «época sensitiva», tratando de apresar el instante. Fijando la vista, como los maestros impresionistas, sobre una escena perecedera, repleta de luz y belleza, que sabemos, pronto desaparecerá y que por eso quizá contiene aún más luz y belleza.

Ya aquí reconocemos al artista que, obcecado en su intento de atrapar la vida para llevarla al papel, concibe la luminosa estampa de este animal con el que crecimos y que nos acompañará, al menos a mí, mientras dure la memoria.