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‘Donde dejé mi alma’, de Jérôme Ferrari

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Estos días he recobrado una vieja sensación. De nuevo me siento como el niño que observa, salivando, decenas de pasteles exhibidos en el escaparate de una confitería. O como el viajero que apunta con los dedos los sitios que le quedan por visitar sobre la superficie de un globo terráqueo.

Yo, en cambio, habito en una biblioteca interminable. Soy ciudadana en una especie de laberinto babélico, en el que un número inabarcable de volúmenes me invita, desde las estanterías, a saltar a sus páginas. Estoy enferma de una especie de «poligamia literaria» que me fascina y me paraliza a un tiempo. Colgada de una paisaje ficticio del que sé que es necesario escapar porque es inevitable elegir, me digo, de entre todas las opciones, una, de entre todos los ejemplares, uno.

ferrariAlgo enajenada, me confieso, me preguntaba estos días por dónde empezar en esta «historia de historias» o «columna a cuatro manos». Y aunque el listón estaba muy alto y la oferta era muy amplia, me decidí finalmente por la obra que más me ha sorprendido en lo que llevamos de año: Donde dejé mi alma (Demipage).

Su autor, Jérôme Ferrari (París, 1968), desconocido para mí hasta hace unos meses, tiene en mi opinión —y voy a decirlo claro, aun a riesgo de parecer exagerada— eso que creo que deberíamos exigirle siempre a un autor: una voz propia capaz de desvelar al lector un mundo distinto.

Y es que, más allá del tema principal, la tortura y sus desastrosos efectos, Donde dejé mi alma es un texto original. Una obra viva y bien armada en la que al fin alguien tiene el arrojo de apuntarnos directamente al corazón, de preguntar en voz alta sobre ese misterio aún sin resolver que es el alma humana, y sobre los materiales de los que se compone.

Dejé mi alma en algún lugar detrás de mí, no recuerdo ni dónde ni cuándo. ¿De qué me serviría saberlo si ya no puedo volver atrás? ¿Y qué otra cosa podría hacer sino adentrarme cada vez más en el camino que me aleja? (…) Soy un animal que gime, tan frío que hasta no siento ya el dolor que me hace gemir, y por mucho que sepa que perdí hace tiempo el derecho a rezarle, le rezo a pesar de todo”

Sobre la superficie, la excusa es el relato de la historia de dos hombres, el lugarteniente Horace Andreani y el capitán André Degorce, dos “combatientes” del ejército francés, partícipes del desastre de la colonización de Argelia, que durante su juventud vivieron el horror de los campos de concentración nazis y de los campos de reeducación del Viet-Minh. Dos hombres cuyas biografías bien podrían ser una suerte de metáfora del declive del imperio colonial francés.

La extraña fascinación que Andreani siente por Degorce recorre las páginas iniciales de esta obra en la que sus personajes, sometidos a situaciones extremas, aceptan vivir “como insectos”. Un preludio de la reflexión que vendrá después sobre el sinsentido de una sangre derramada que será pronto sin embargo relegada al olvido, y sobre las trampas de la civilización, un estadio errático en el que, por enésima vez durante historia, las víctimas acaban convertidas en verdugos.

El mundo es un pedagogo mediocre, mon capitaine, no sabe más que repetir indefinidamente las cosas y somos escolares renuentes, mientras la lección no se haya inscrito dolorosamente en nuestra carne, no escuchamos, miramos para otro lado y nos indignamos ruidosamente cuando se nos llama al orden.

Hans Solcer

Hans Solcer

Entre tanto, la captura del líder de los rebeldes argelinos, Tarik Hadj Nacer, alias Tahar, el Puro, aparece como otro punto crucial en la trama. Su encuentro con el capitán da pie a Ferrari para seguir buceando en el interior de los personajes de esta novela con la que debuta en España.

De nuevo una siniestra atracción, esta vez, la que experimenta Degorce hacia Tahar, su prisionero, es el motor que sirve a Ferrari para indagar en una conciencia desgastada, en la ruina de un escenario en el que el capitán, emblema de ese “ancien régime”, ve caer una a una sus máscaras. Un marco cuyo andamiaje moral se va resquebrajando.

A Degorce, lejos del consuelo que habría de esperar, su falsa religiosidad cristiana le hace sumirse todavía más en una espiral de confusión. Y siente así que “las páginas del Libro Santo deberían quemarle los ojos”, consciente como es de que la tortura acaba con la dignidad de quienes la ejercen, pero también de quienes la reciben.

Se instala así, más que en el arrepentimiento sincero, en un estado de muerte figurada que casi le inhabilita para comunicarse incluso con su esposa, a quien escribe cartas cada vez más huecas.

El amor inmerecido pesa como una carga mortal. ¿Cómo podría decírtelo? Una voz me ha devuelto a los muertos que ya no pueden oírla.

Ferrari, actualmente profesor de filosofía en el Liceo Francés de Abu Dabi, entra de este modo en la “lógica” de los torturadores en una obra sutil, que en ningún caso busca centrarse en los datos históricos sino en respetar la tensión narrativa del texto. Un propósito conseguido en parte gracias al recurso de la alternancia de dos hilos conductores: por un lado, uno en primera persona, en el que Andreani se dirige a su amado y denostado capitán Degorce; y por otro, el relato en tercera persona de los hechos y de los propios pensamientos del capitán.

Un método que resulta finalmente en una prosa original, vigorosa y bellísima, en la que no solo recordamos la obscenidad de la violencia sino que descubrimos, gracias a su riqueza, una nueva propuesta de auténtica literatura.

Issaouane Erg, Algeria. NASA Goddard Photo

Issaouane Erg, Algeria. NASA Goddard Photo