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El diablo en todas sus formas tentando al primer eremita, según El Bosco

El tríptico abierto de 'Las tentaciones de San Antonio' (El Bosco, c. 1501) - Museu Nacional de Arte Antiga, Lisboa

El tríptico abierto de ‘Las tentaciones de San Antonio’ (El Bosco, c. 1501) – Museu Nacional de Arte Antiga, Lisboa

San Antonio, también llamado Antón Abad, residió en Egipto entre los años 251 y 356 —la cuenta de la edad de fallecimiento es notable: 105—. Gran parte de la vida adulta la consumió en el desierto, viviendo como un eremita, primero en la oquedad de un sepulcro, luego en una cueva y más tarde en una casamata.

Fue el primer místico de los retirados rincones de la adusta Tebaida. Buscaba la soledad, sólo necesitaba unas migas de pan que en ocasiones le dispensaba un cuervo y exprimía raíces para extraer gotas de líquido. El resto del tiempo, que es fácil imaginar insufrible, lo destinaba a la meditación y el rezo, dos formas de disolverse en la nada.

Se dice que a los veinte años lo había dejado todo atrás tras «escarabajear en el fondo de su alma» y decidido que la acumulación no era lo suyo. Vendió sus ciento cincuenta yugadas de tierra, dejó la casa, salió de ciudad natal de Coman, cerca de Heraclea, y desapareció en la vasta soledad de la arena. Antes de partir hacia el vacío dejó escrito un consejo:

Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, distribuye el dinero a los pobres, y sígueme.

Según la narración santoral católica, el joven que había huido de la presencia de los hombres encontró la soledad poblada de demonios. El espíritu del mal, que había adivinado en aquel joven al padre de una raza heroica, se presentaba una y otra vez delante de él «con sus innumerables transformaciones y sus especies infinitas». Antonio veía el mundo cubierto por las redes del maligno, que se le presentaba como «un monstruo disforme, cuya cabeza tocaba las nubes y en cuyas garras quedaban prendidas muchas almas que intentaban volar hasta Dios».

Más tarde, el fundador de los ermitaños —serían más largos sus méritos futuros: patrón de los amputados, protector de los animales, los tejedores de cestas, los fabricantes de cepillos, los carniceros, los enterradores, los monjes, los porquerizos y los afectados de eczema, epilepsia, ergotismo, erisipela, y enfermedades de la piel en general— advertiría por escrito a sus discípulos sobre los peligrosos enemigos de los solitarios:

Terribles y pérfidos son nuestros adversarios. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros.

El tríptico que abre esta entrada, pintado en torno a 1501 por El Bosco (1450-1516), el dibujante nacido en la neerlandesa villa de ‘s-Hertogenbosch de la que tomó su nombre como artista (Bolduque, llamamos en castellano al lugar), pero merecedor de habitar las ciénagas de brillo lunar de las badlands de Lugo y Ourense, muestra, con la misma naturalidad de un reportaje periodístico, las Tentaciones de San Antonio.

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Los pecados capitales según el Bosco y los sociales según Brueghel

"Mesa de los pecados capitales" - El Bosco (Imagen: Museo del Prado)

«Mesa de los pecados capitales» – El Bosco (Imagen: Museo del Prado)

La primera filacteria, arriba, dice en latín:

Porque son un pueblo que no tiene ninguna comprensión ni visión, si fueran inteligentes entenderían esto y se prepararían para su fin.

Su contraparte, abajo, añade:

Apartaré de ellos mi rostro y observaré su fin.

Son citas del Deuteronomio, que se atribuyó durante siglos a la redacción de Moisés.

El círculo central semeja un ojo, en cuya pupila [para apreciar los detalles conviene ver la versión en alta resolución del Museo del Prado] aparece Cristo Varón de Dolores y la frase:

Cuidado, Cuidado, el Señor está mirando.

En torno a ese visor implacable, siete escenas reproducen los siete pecados capitales. En cada una de las cuatro esquinas otros tantos círculos describen la muerte, el juicio, el infierno y la gloria, las «cuatro cosas últimas» a las que tenemos opción según el dogma.

La pintura, un óleo sobre tabla de 1,2 por 1,5 metros, fue creada para servir de tablero o encimera para la Mesa de los Pecados Capitales. Se puede ver —y la contemplación merece horas— en el Prado y la autoría es atribuida a El Bosco, el primer surrealista, acaso el único.Seguro, el más feroz.

La atribución se tambalea porque un estudio del Proyecto de Investigación y Conservación sobre el pintor, de cuya muerte se cumplen 500 años en 2016, sostiene que la mano del misterioso artista no participó en las pinturas de la mesa, aunque sí tal vez actuaron artistas cercanos a su taller.

En el Prado están bastante cabreados con la facción holandesa del proyecto y se arrepienten de las facilidades que dieron a los expertos de los Países Bajos para analizar la delicada obra en el museo madrileño, que también prepara su propia exposición para sacar provecho del quinto centenario.

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