Por Agustín Arroyo
Charangas zumbando por todas las esquinas, cohetería horrísona, paellas humeantes y multicolores, calderetas populares de carne de toro repartidas en platos de plástico, vino peleón de la tierra, bares atestados, adolescentes en pantalones cortos luciendo tersos muslos bronceados, peñas uniformadas desfilando como disciplinados batallones tebanos, desfiles y simulaciones de batallas y escaramuzas entre moros y cristianos, músicos improvisados intentando emitir melodías aprendidas a oído y machaconamente repetidas, espectáculos taurinos en plazas portátiles, encierros encauzados entre talanqueras, corporaciones municipales y fuerzas vivas encabezadas por bandas de música, casas consistoriales engalanadas con polícromas banderas, bailes nocturnos que culminan con toma colectiva de chocolate con churros a altas horas de la madrugada, dianas floreadas y pasacalles, toros ensangrentados escupiendo sangre por la boca, cucañas vecinales, meriendas y ágapes colectivos, algunas borracheras memorables con resacas invalidantes varios días, y el sexo joven de los veinteañeros en plena ebullición incontenible y en oleadas, atracciones de feria con música de estridencia ubícua, algunas procesiones de santos patronales y misas con roquete, comidas familiares regadas de espumeante cerveza y tinto de verano, derroche y excesos gastronómicos, barbacoas crepitantes, competiciones deportivas. Todo esto y algunas otras prácticas adicionales forman parte de la esencia y la naturaleza de nuestras fiestas tradicionales en España.