Por Antonio Porras Castro
Hay determinados establecimientos que están concebidos para el esparcimiento, para fomentar la comunicación interpersonal; para que, sentados en la mesa, podamos distendernos y gozar de una suave música y entablar una conversación, que en la mayoría de ocasiones tenemos atrasada, pospuesta por la multitud de ruidos que nos rodean y nos acompañan en nuestro frenesí vital.
Hace poco tiempo entramos, un numeroso grupo de familiares, en un local de este tipo; el camarero nos dijo, ante la cantidad de móviles que vio sobre la mesa: “Dejad el móvil, disfrutad de la compañía que lleváis”. La verdad sea dicha, nos impactó a la vez que nos encantó el mensaje que nos lanzó. Esa persona nos pudo ver, nos radiografió con sus dotes de camarero y puso sobre la llaga el problema de incomunicación personal al que este aparato nos está conduciendo.
![1606-944-550móvil](https://cdnb.20m.es/sites/93/2015/08/1606-944-550m%C3%B3vil-300x175.jpg)
(KENT CHEN)
Con el celular, como lo llaman los hermanos de Hispanoamérica, nos dejamos seducir por esa ventana que al exterior se nos abre, pero caemos en la triste y penosa situación de menospreciar a la persona que en la cercanía nos brinda su presencia, su amistad, su cariño. Con el tiempo podremos encontrar en las puertas de algunos bares, restaurantes, cafeterías, y espacios similares de ocio y esparcimiento, un gran cartel que diga: “Prohibido móviles, disipa la esencia de esta casa”.
No quiero con esto olvidar la potente herramienta que supone, a la vez de los posibles que ofrece. El desmesurado y desproporcionado mal uso sitúa en un alto riesgo la vista al pasar tantas horas fijados en su pantalla; lo hemos elevado a una posición de: útil, peligroso y adictivo acompañante.