Un nuevo libro de Christian Peribáñez, el escritor tranquilo, militante de la compostura y el silencio prudente. Lo editan Prensas Universitarias de Zaragoza a través de su colección La Gruta de las Palabras.
La primera parte, El vínculo, comienza con una cita de Elena Medel. Comienza proponiendo la dualidad en el escritor: corteza y nervio, esqueleto y choque. El amor es un estado de sed e infinito, así que no uno no queda satisfecho, solo busca la expiación temporal: “Rica pirámide de entrañas de plata/plaga de hormigas que me sacia”. Había huesos en todos los cuerpos y habrá suelos donde caer hasta que no queden cuerpos que se derrumben. Hay un espejo y una diana en el poeta. Así Peribáñez escribe: “Quiero exhibirme/y abrir el cuaderno como quien separa las aguas”. ¿Cómo engañas al calendario? El poeta sabe que la tinta tiene muchos olores, que existe una paz desconocida: “En un lunes sin pescado ni periódicos”/ “En un lunes sin periódicos ni correspondencia”. Y una vez más, volver a Julio Antonio Gómez, que hizo de Zaragoza un monstruo dulce y desapareció antes de volver (y volverse) peligroso.
Y es que, como todos los nacidos a la sombra del Huerva, buscamos el mar como una respuesta, como una forma de ahogarnos elegante, así, siempre cerca, cambiando Ulises XXXI por Medea escribe: “El verano nos dio su corona/y un armisticio tan suave como la uva madura” y buscarse como otros, maestro en la distancia, Ricardo Díez, en lo clásico, escudo de vidrio para protegerse de la medusa, lúbrica postura de lo inmediato. Aquel cuerpo que dicta sus propias leyes físicas, la arena que trajo de la playa para completar sus huesos, recuerdo del sudor de Sergio Algora con un disco de Bambino, con camisa de franela negra y cocaína y chicas y hielo derretidos en el vaso largo del cubata. Tan alejados los poetas de la militancia que se ocultan en sábanas y solo recuerdan y el apetito del que hablábamos antes permanece: “Navegación carnívora/del residuo del amor nace el archipiélago”.
En la segunda parte, La Presa, sea el poder, ruido y valentía: “Solo el sudor te mantiene vivo/sudar es la única prueba de amor”. Beber del vino que no nace, buscar al dios Ares entre los libros de mitología, doce años, seguir soñando, darse cuenta de que el suelo de Zaragoza tiene cicatrices profundas de latín vulgar. Al final, uno las pisa: “En un arcén donde brotan amapolas”. Algo que es mina y voladura, dentro del cuerpo atosiga el alma. Escucha “Lover, lover, lover” de Leonard Cohen, padre e hijo.
Padres y noria. Atravesar la montaña y transmutarse: “Está prohibido parar en el túnel/y entre las verdes aras y el romero”. Escuchas en el poema siguiente cómo rompe el agua y hierve, sin infusión, solo un aullido. Cuatro décadas apiladas, espejos para cada día, bruñidos esfuerzos para eliminar la grasa de las lentes: “Claro de luna carcomida por gusanos”. Volverán las flechas. Tendrán nombres distintos, pero buscarán las cicatrices antiguas. El poeta, con sus palabras, nos guía con ellas, nos cierra los ojos. Dice el poeta que dio el salto, que cruzó la frontera, que pidió detener la vida porque se había olvidado algo en la anterior parada: “He ahogado niños en la bañera, /que -por supuesto- eran prestadas” y repite: “Sigo ahogando niños en privado sin que nadie se moleste”.
«¿Ahora preguntas por ET? ¿Ahora quieres ver una película de Disney antes de que las emborronen nos hagan creer que nuestra infancia mentía?: “El enterrador hace su trabajo” pero “No hace falta estar encima de las cosas para que florezcan”.
Con su sangre fría. Escribo sobre el poeta, rebusco en otros libros que escribió, encuentro sus reptiles en el fondo del cajón como si cada verso nuevo trajera una piel a estrenar: “El aire seca la sangre en cubierta/y seca también la sintaxis/seca esta cuarentena que suena a crujido/ y a no volver a hacer nada por vez primera”. Nieto sin hijos, raíces que decoran el recuerdo, semillas desgarradas, escuchar el sonido de un cuerpo muerto crecer, trasplantarlo dentro, recuerdo: “Echemos redes antes que raíces”.
Perdí un verso y tú, Christian me lo devuelves: “La mano de la luz no tiembla ni mancha”, quizá en este frío podamos volver a la casilla de salida. Exiges a tus padres lo mismo que les exijo yo. A veces escapas como un niño, al almacén con polvo y los juguetes, nos cuesta crecer: “Nunca de vosotros tenemos más necesidad que/cuando os hacéis ancianos de repente”. Raíces y más raíces. Un libro de raíces no es un libro de semillas, como ser hijo nunca es lo mismo que ser padre. Pero ahora quizá estoy hablándote de mí, poeta, amigo, disculpa.
Julio de la Rosa, diez años foca en un circo, la parte final, “La competición”, cada uno compite por no ser demasiado obvio. Por encontrar alivio en la exposición: “Claro que me pierdo en otros bosques/que pruebo la fría mañana de otro espino”, qué lúcido es el amante dulce, qué es deslumbrante es la piedra falsa que bebe del neón. Ahora, puño en alto, un héroe es más héroe en soledad, o en la desaparición, algoritmo, entomología, perros: “El deseo está hecho de espejos de feria”, todos los que hicimos la lista: Safo, Prometeo y Eros, creían en dioses cómodos, nosotros, adolescentes dentro de la norma, seguimos en la fila: “Dios no perdonará que ignore los soles que cruzan el aire sedientos, dóciles y subordinados./Dios me odia y coloca en cada verso anillos de tristeza con forma de avispero”.