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Con su energía, ellas conseguirán todo lo que se propongan

Alicia y Marina empezaron hace cuatro años exactamente igual que yo. Tras acabar la carrera de Medicina, no tenían energía ni ganas para hacer el examen MIR, necesitaban un respiro, y fue así cómo llegaron a Camerún. Su aventura, en cambio, no fue en Widikum sino en Dschang, otra de las comunidades de las Siervas de María. Se trata de un hospital que por aquel entonces aún se encontraba en construcción.

Aprovechando la casa de voluntarios montaron ellas solas un pequeño dispensario, donde atendían consultas y hasta tenían algún que otro ingreso.

Un bebé en la incubadora

Un bebé en la incubadora

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Una voluntaria charla con una madre camerunesa

A la vuelta a Madrid, lo que hicieron les supo a poco. Volvieron más veces, primero para rehabilitar un dispensario en Banki, una comunidad rural de la zona, y más adelante para ayudar a las hermanas de numerosas maneras. De su experiencia anterior, conocían la labor de las siervas, su implicación en ayudar y en ocasiones su falta de medios para llevar a cabo esa labor. Además, comprendieron que no cualquier ayuda sirve, hay que entender la cultura y la sostenibilidad de lo que haces. Así fue como, entre una cosa y otra, surgió Idiwaka, una ONG que según sus palabras: “se basa en que la única forma de conseguir un verdadero cambio es capacitando al personal local para que ellos mismos sean los impulsores de su propio progreso

Esta pequeña organización va creciendo poco a poco, añadiendo colaboradores y proyectos como el de la lactancia artificial para madres VIH+ o las campañas de cirugía. En este momento, estas dos todoterrenos se encuentran en Widikum debido a su último logro: La Unidad de Neonatología patrocinada por el Banco Santander. Acompañadas de especialistas en Neonatología, se dedican a impartir clases al personal del hospital, a organizar cómo se llevará a cabo el proyecto y a encargar el material necesario. No contentas con eso, han realizado e impreso para todo el personal unos protocolos de actuación ante enfermedades, adecuados a los recursos y medicamentos que disponen. Todo ello no las ha parado para atender a los pacientes de pediatría del hospital, las emergencias por la noche… Sinceramente, ignoro de dónde sacan la energía estas dos chicas, pero algo tengo seguro: Van a conseguir todo lo que se propongan.

 

Clara

Mi pequeño y sentido homenaje a Fidelis

Estando en Camerún, llegó un momento en el que creí que ya no podía sentir nada, en el que sin saber cómo, las desgracias a mi alrededor de alguna forma no me llegaban. La gente con más experiencia en la zona me dice que es normal, que es necesario para no volverse loco siendo médico. No me gusta demasiado, es como no ser una persona, como desconectar en ese momento crítico y no sentir, ni bien ni mal. Pero siempre hay rayos de luz, momentos en los que recuerdas eso que enterraste. Hoy quiero contar uno de esos momentos, la historia de Fidelis.

Fidelis era un niño de 10 años que llegó una tarde al hospital llevado a cuestas por su hermano, apenas un año mayor. Sus piernas y brazos eran como palos, y su vientre grande como el de una embarazada y duro como la madera. Tenía un tumor, algún tipo de linfoma que le ocupaba todo el abdomen. Kingston, su hermano, nos suplicó que por favor se lo quitásemos, mientras Fidelis resoplaba incapaz de hablar a causa del dolor. No había solución y lo supimos desde el principio. En el hospital ya lo conocían de dos veces anteriores: La primera cuando intentaron abrir para quitar la masa, únicamente para darse cuenta de que ya era demasiado tarde. La segunda poco tiempo después, cuando quedó huérfano tras la muerte de su madre a la espera de una diálisis.

Desde el principio tuvimos las manos atadas, sólo podíamos hacer una cosa, procurar que sufriera lo menos posible con nuestros limitados medios. No fue fácil, aquí carecemos de morfina, y tanto para conseguirla en Camerún como para traerla de España se necesitan permisos especiales. Intentamos aplacar el dolor con otros fármacos menos potentes, con un poco de efecto placebo y con el cariño de todo el personal. A pesar de todo sabíamos que no era suficiente.

Un día Fidelis empeoró de súbito: no podía respirar, se asfixiaba. Recuerdo todavía la imagen de él en la cama sin aire suficiente para hablar y Kingston mirando sin saber qué hacer. Recuerdo al doctor César en la puerta porque no soportaba verlo sufrir así. Y recuerdo lo peor de todo, el oxígeno estaba bien. Se nos estaba muriendo y no podíamos hacer nada para aliviarle ¿Cuánto podría tardar en morirse así? ¿horas, días?

Sin explicación alguna mejoró ligeramente, lo justo para encontrar la fuerza necesaria para irnos a casa a dormir algo esa noche. Al día siguiente, y sin explicación alguna, volvió a poder respirar. Estuvo bien unas semanas después de ese episodio y casi parecía que tendría meses por delante. Pasaba los días sentado en las escaleras del hospital mirando las montañas de palmeras, saludando a todo el mundo al pasar, medio dormido. Pocas noches conseguía dormir, pero ahí estaba, vivo a fin de cuentas, y mejor de lo que creíamos posible.

Fidelis

Finalmente y más pronto que tarde, llegó su hora. Tuvo suerte, acabó siendo muy rápido: un día estuvo bien y al siguiente no. Fin, sin sufrimiento gratuito. Y, donde este niño llegó abandonado a su suerte, sus últimos momentos los pasó acompañado de todos: hermanas, enfermeros, trabajadores… Quiero creer que al menos eso pudimos dárselo, una despedida digna, nuestro cariño.

Hoy quería hacer este pequeño homenaje a Fidelis, para darle las gracias por recordarme que por mucho que haya visto, no puedo dejar de sentir. Porque habrá casos donde eso me permita llegar un poco más allá, donde a veces no alcanza la medicina, y donde más ayuda se necesita.

Malabarismos para llegar a un diagnóstico más barato

Tras una mañana de trabajo en el hospital, hoy nos hemos sentado a comer y en ese momento de relax, entre risas, las médicos internistas que están colaborando en el hospital  nos han contado las pequeñas incidencias de su día:

«Ha llegado un paciente hoy del que sospechábamos una tuberculosis. No tenía suficiente dinero para pagar una placa de tórax que necesitaríamos para ver sus pulmones, así que se nos ocurrió que podríamos llegar al diagnóstico con el análisis del esputo, para que nos mandaran la medicación lo antes posible. El problema es que su tos era seca, no expectoraba, con lo que difícilmente íbamos a conseguir la muestra para analizarla.

Al final tuvimos la idea de ponerle un aerosol con agua con sal hasta que tosiera, pero obviamente no podíamos hacer eso en cualquier lado, en cuanto se pusiera a toser diseminaría el bacilo por doquier. La única forma que nos pareció posible fue soltar el cable del oxígeno por la ventana de una habitación y que esperara en la parte de atrás del edificio hasta toser. El cable era corto así que el pobre hombre tuvo que estar una hora de pie pacientemente esperando.

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Para cuando llegó el gran momento estábamos ahí esperando; parecía que funcionaba, la tos venía de abajo que era lo que necesitábamos. El esputo estaba ya casi a nuestro alcance, y en nuestras manos esperaba el frasco abierto, cuando va el hombre, se quita la mascarilla y ¡lo escupe al suelo! Empezamos a gritar «¡No no no!». El hombre se puso nervioso, empezó a limpiar con el zapato el suelo, atorado creyendo que nos habíamos enfadado porque ensuciara el jardín. Al final acabamos con el frasco vacío en la mano, el esputo en el suelo y en el zapato y un ataque de risa impotente. African way.»

A Victorine le faltó un soborno para escapar de la muerte

Muchos pacientes mueren. A veces no sabemos por qué, con los pocos medios con que contamos hay diagnósticos que se nos escapan. En otras ocasiones, nos falta la habilidad, la técnica quirúrgica o el material. Hay algunas veces en las que carecemos de un tratamiento determinado, aunque sea una pastilla, aunque no sea cara. Es así como perdimos a Victorine.

En Camerún, un hospital tiene que tener unas características particulares para tener la autorización de tratar a pacientes con tuberculosis. Un laboratorio separado, habitaciones aisladas… Hace unos años nuestro hospital invirtió en todo ello, con el caudal de enfermos con SIDA, era necesario estar preparados para una de sus complicaciones más frecuentes.

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Todo funcionó una temporada, hasta que entró en juego en la ecuación la política, y con ella, la corrupción. Al parecer algo en el hospital fallaba y no podían aplicar el tratamiento, de hecho, a no ser que se donara una nada despreciable suma, no tendrían la autorización siquiera de dar el tratamiento, aunque lo tuvieran por otros medios. Las hermanas no pudieron pagar ese soborno disfrazado y desde entonces a todos los tuberculosos los tenemos que mandar a Batibo, un pueblo cercano.

Victorine, sin embargo, no tenía ni el dinero, ni la compañía ni la salud suficiente para ese desplazamiento. Al infectarse con el VIH su familia la abandonó y tras perderse entre la prostitución y la miseria, llegó a nosotros con sus 23 años y más hueso que carne. Tenía tuberculosis y lo sabíamos, pero poco podíamos hacer.

Aun así, las voluntarias no se rindieron y a base de pedir y presentar el caso, consiguieron que les dejaran tratarla si entregaban dos muestras que demostraran el diagnóstico. Tras mucho esfuerzo lo lograron, pero la burocracia va lenta, y entre unas cosas y otras pasaron los días. Victorine no vivió para ver llegar esas pastillas, le faltó un soborno para escapar de la muerte.

El voluntario aprende más de lo que enseña

Todos los voluntarios entramos por la puerta con la misma frase: «He venido a ayudar, haré lo que sea que necesitéis». Muchas veces me pregunto qué venimos buscando realmente, y si al final  lo encontramos. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es ayudar en un sitio como éste? Tengamos la idea que tengamos, venimos aquí y lo único que podemos hacer es improvisar.

Al principio siempre toca estar perdido, desaprender y conseguir todo el conocimiento que puedas en el menor tiempo posible. Vas a contrarreloj, el tiempo del voluntario suele ser limitado y cuanto más consigas hacer, mejor. Así que te encuentras aprendiendo dosis, enfermedades, precios de fármacos y pruebas… Todo es importante.

Una voluntaria con el Dr. César

Una voluntaria con el Dr. César

Pero aprender no termina ahí, apenas empieza. Tienes que absorber toda una cultura, abrir la mente a cada cosa que veas y pararte un segundo a intentar comprender, por equivocado que pueda parecerte. Quizás eso es lo más difícil, olvidar todo lo que siempre creíste cierto, asumir que algunas cosas no son tan certeras como pensabas. Para qué engañarnos, también es la parte más bonita de toda la experiencia.

Porque al final el tiempo que tanto temías que pasara, termina y llega el momento de la despedida. Detrás de ti dejas a un médico un poco más descansado después de poder compartir la carga de trabajo, un poco más sabio con aquellas cosas que pudieras enseñarle; a lo mejor a algún paciente un poco mejor, incluso alguno al que salvaste la vida. A fin de cuentas son cosas que se difuminarán con los años, los meses que empeñaste no cambiarán el mundo. O sí, porque te cambiaron a ti, porque aprendiste mucho más de lo que enseñaste. Porque en el día de mañana eso te hará mejor médico, mejor ingeniero pero sobre todo, mejor persona.

África empieza en el parto

El otro día una voluntaria del hospital dijo «África empieza en el parto». Es así como llegan al mundo los nuevos habitantes, el futuro y la esperanza de desarrollo. Es en ese momento cuando se decide una vida que podría cambiar muchas, el momento más vulnerable y crítico. Pero ¿cómo es nacer aquí?

Para comenzar, no se nace siempre en un hospital. Parir en la casa suele ser la primera opción, sobretodo  en Widikum y en los demás pueblos «cercanos» a cargo de nuestro hospital. Se trata de una población rural, no educada y en la mayor parte viviendo en zonas de muy difícil acceso, rodeados de selva. Lo intentarán, a ver si con suerte se ahorran el dinero de ir al hospital y cuando todo se tuerza vendrán gritando y llorando. La mayor parte de veces, demasiado tarde.

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Incluso si quieren hacerlo bien, no es nada fácil. Nos han llegado embarazadas que llevaban 8 horas de parto, tras kilómetros y kilómetros andados porque a pie es su única manera de llegar al hospital. Fetos que sufren durante horas por la imposibilidad de una monitorización continua, mujeres que toman algún mejunje de medicina tradicional que mata al niño u otras que llegan con el feto muerto desde hace días completamente infectado…

Las madres mueren, los niños mueren, hasta con el personal más preparado. Falta otra cosa, faltan medios, falta educación. Y mientras tanto, seguirán llegando niños cuyo cerebro no recibió demasiado oxígeno al nacer, seguirán aumentando los epilépticos, la gente no demasiado lúcida y las demás complicaciones. Y todo se seguirá decidiendo en ese primer llanto que esperamos aguantando la respiración.

La familia que trabaja como si bailaran

Los pequeños descubrimientos aquí llegan en los momentos y lugares más insospechados. El último sucedió hace un par de días, al decidir tomarnos un descanso tras un duro día de hospital. Fuimos con las motos a un pequeño río, y de ahí con nuestros bañadores seguimos río abajo hasta una zona recóndita de selva donde, en un pequeño claro, encontramos un lugar para bañarnos. Quizás fue demasiado aventurarse el creer que estábamos en un lugar salvaje y escondido ya que, al poco de llegar, apareció un grupo de niños para ver el extraño espectáculo de tanta piel blanca junta.

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No tardaron en saltar al agua y unirse, chapoteando aquí y allá, cantando y riendo.
«¿Cómo es que estáis por aquí, tan perdidos?», les preguntamos.
«Estamos cosechando. Ahora tendremos que volver», nos responde la mayor con una sonrisa. Aquí llaman granja a la selva, donde hasta la última de las palmeras en la cima de la montaña tiene dueño que recoge su fruto.

Tras un corto pero gratificante baño se fueron, y aunque nosotros remoloneamos un poco, al poco rato les estábamos siguiendo.

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La escena que nos encontramos al llegar puede que no llamara mucho la atención, pero nos dejó embobados unos minutos. Toda la familia, los padres y los hijos, desde el pequeño de apenas dos años hasta las mayores adolescentes, todos ellos trabajando haciendo aceite de palma en perfecta armonía. Como el engranaje de un reloj, cada uno en su tarea, absolutamente coordinados, casi parecía que bailaran.

Puede que a veces las condiciones no sean las mejores, puede que trabajar recogiendo y aplastando semillas en lugar des jugar después del colegio no parezca algo apetecible. Pero también puede que nunca haya visto una familia con un vínculo tan palpable, una familia que solo cobra sentido completa

Tenemos un huérfano menos en África

Este bebé aún no tiene nombre, su corta vida ya ha estado tan llena de acontecimientos que todavía no ha habido tiempo para una decisión tan banal. O al menos eso es lo que dirían en Widikum. Lo trajeron al hospital ayer, solo, tras únicamente unas horas de nacer. Solo, porque ya no tiene a nadie. Su madre intentó dar a luz en la casa y el parto se la llevó por delante. Cegado por la pena y por el agobio de la responsabilidad, su padre renegó de él y decidió abandonarlo.
Si este bebé llegó al hospital fue porque querían un certificado de nacimiento, lo necesitaban para poder dejarlo en el orfanato.

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Para mi sorpresa, la reacción de las hermanas no llegó a la indignación de la mía. «Así comerá bien, es peor que lo tenga si no puede ocuparse de él». Supongo que las cosas aquí son diferentes, quizás es así cómo empiezan esos niños desnutridos hasta el extremo que llegan al hospital hinchados como globos. A lo mejor sí que es la mejor opción. Pero no sabe bien, no se siente como correcto.

El doctor tampoco se conformó. Cogió al tío de la criatura y habló seria y duramente con él: la familia es la familia, no podían dejar que su madre hubiera muerto en vano. Eso y muchas otras verdades duras, una tras otra. Y la parte final: podíamos ayudarlos, hay un proyecto, el Proyecto Lactancia de la ONG Idiwaka, que ofrece leche en polvo gratuita para casos como este. Había esperanza.

Al final, cambiaron de idea. Al final, tenemos un huérfano menos en África.

También hay días tranquilos en Widikum

El día  empieza pronto, a las seis ya se oye algún gallo rezagado cantando a lo lejos mezclado con el sonido de la actividad en la calle. Nosotros solemos arrancar un poco más tarde, a no ser que la pila de ropa sucia nos lo impida, y un desayuno después ya recorremos el corto camino hacia el hospital, tropezando con algún lagarto azul o mariposa.

En el hospital nos esperan todo tipo de cosas que hacer. La responsabilidad del doctor Cesar aquí va desde pasar visita a los enfermos ingresados en la planta, la consulta, hacer las ecografías, las curas y los partos difíciles hasta, en caso de haber, las cirugías. Aprovechando que estos días somos varios los voluntarios que estamos en el hospital, el trabajo disminuye, pero aún no me explico cómo puede llegar a hacerlo habitualmente sólo una persona. Además, hoy es día de mercado, la clientela aumenta considerablemente y las embarazadas vienen de los pueblos de los alrededores para su seguimiento.

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La mayoría de los ingresados son niños.

Nos dividimos, Cesar se queda la consulta, las otras voluntarias con el screening de malnutrición en el centro de vacunación y yo con los enfermos de la planta. La mayor parte de los ingresos son niños: malaria, fiebre tifoidea, gastroenteritis, accidentes… Incluso una pobre niña llena de picaduras de avispa porque su hermano la dejó atrás después de estar golpeando una colmena.

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Charla con las mujeres embarazadas

Al final, el día pasa a medida que vamos de un lado para otro, entre los pacientes que vienen y van, hasta que llega la hora de comer. Las canciones que les enseñan a las embarazadas para que aprendan a protegerse de la malaria y otras infecciones llenan el ambiente acompañadas de palmas. Ha sido un buen día y es una hora decente para comer, apenas queda nada de trabajo para después, así que sin perder mucho tiempo nos preparamos para ir de excursión.

Hemos oído hablar de un pueblo en la cima de una de las montañas, el Diche 2, y como no sabemos cuánto tardaremos empezamos a subir a pesar del calor asfixiante que hace a esta hora. La gente vuelve del mercado, cargados hasta arriba con garrafas y comida y mientras suben el mismo camino se emocionan al vernos y nos repiten «Ashia» entre risas una y otra vez.

Si el calor nos acompañó de subida, de bajada fue la lluvia torrencial y caladas hasta los huesos, cruzamos los dedos para que haya agua para ducharnos. Hemos tenido suerte y limpias y calentitas nos tomamos una cerveza en el salón. Otro día ha pasado en Widikum, ahora toca coger fuerzas para el siguiente

Cuando sobrevivir aislado en la selva es casi un milagro

Tres motos para los cinco y nuestras provisiones, así empieza nuestro viaje a Menka, una región llena de pequeños pueblos aislados entre nubes y montañas. En ella las Siervas de María tenían un dispensario para la atención médica primaria, sin embargo, tuvieron que cerrarlo hará un año. La razón más importante fue la imposibilidad de llevar hasta allí los suministros y el material imprescindible para su funcionamiento debido a las dificultades del camino, ahora mismo prácticamente intransitable excepto para algunos  «moto-man» osados como nosotros.

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Hemos vivido en primera persona las complicaciones del trayecto, en algunos tramos casi imposible,  agarrándonos como podíamos y escalando las partes en las que el motor de las motos no aguantaba con nuestro peso, entre barro, surcos y piedras. Al final el paseo ha sido recompensado y embebidos en la naturaleza más espectacular, hemos llegado al centro.

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El pequeño dispensario tiene de todo: consulta, farmacia, laboratorio, paritorio, una pequeña sala de ingreso, casa para la persona a cargo… Pero tras un año de abandono, lo han tomado las ratas y los lagartos.

Tras nuestra llegada, no tardaron mucho en acercarse la gente del pueblo a ver a los forasteros:  «¿Habéis venido a abrirlo de nuevo? La gente aquí está sufriendo«, nos decían una y otra vez, y no exageran. Desde mi llegada a Camerún, he visto venir desde Menka al hospital de Widikum a mujeres de parto, personas con un ictus, niños en estado crítico… Recuerdo un hombre que llegó necesitando una operación urgente y murió mientras esperaba que prepararan el quirófano. Todos ellos tuvieron que andar durante horas y horas, enfermos, por los mismos caminos por los que los coches no logran pasar.

La situación no es fácil: necesitan ayuda pero, ¿cómo llevarla? ¿Cómo se les atiende cuando la población está dispersa entre montañas de selva y las comunicaciones son prácticamente imposibles? En esta parte del mundo es como si la naturaleza y las infraestructuras se aliaran contra el hombre y sobrevivir es casi un milagro.