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El curandero ganó la partida al pequeño Michael

Por Julia  Alfonso

Aquí lo llaman «contrimedicine». Se trata de medicina tradicional llevada a cabo por un curandero con todo un abanico de remedios: cataplasmas, jarabes, sangrías, hierbas, infusiones… Ya había sido testigo de la estela de esta práctica en mi primera semana aquí entre cicatrices que cubrían las tripas de los niños y partos difíciles en los que las contracciones nunca llegaban. Cada día una historia nueva, pero eran solamente eso: historias. Hasta que llegó Michael.

Michael era un niño de apenas tres años, parecido al prototipo de niño africano: regordete, de mejillas abultadas, grandes ojos negros y manos pequeñas. Ingresó en el hospital como un caso de sarampión y todo apuntaba a que iría bien, que cuidando cualquier complicación que surgiera, en una semana estaría jugando como uno más. Yo le vi ese primer día ingresado y sin embargo, apenas lo recuerdo. Probablemente sea la primera de las cosas de las que me culpe: no lo vi venir. Sólo un día más tarde, estaba en la sala de Cuidados Intensivos.

Cunas de Intensive Care en el hospital de Widikum

Cunas de Intensive Care en el hospital de Widikum

Por aquel entonces no era el único niño en nuestra austera UCI, había otro caso urgente de sarampión que nada más llegar empeoró a pasos agigantados. Centré todos mis esfuerzos en él, intentando aprovechar como pudiera los pocos medios de que disponía. No fue suficiente, antes de poder volver a verle por la tarde, ya había muerto. No sabía ni cómo sentirme, y mientras intentaba no derrumbarme, Michael empeoraba.

A la mañana siguiente, todavía perdida y con resaca emocional del día anterior, entré directamente a ver a Michael. Me puse frente a su cuna y sencillamente le miré. Fui deteniéndome en cada parte de su piel que se desprendía convertida en escamas oscuras hasta llegar a su pecho que subía y bajaba, incansable. «Respira demasiado rápido». Con esa frase despertó en mí una convicción: Michael no iba a morir, al menos si yo podía evitarlo.

Comenzamos con oxígeno, tratamiento de malaria, antibióticos, sueros… Cualquier cosa que pensáramos que pudiera ayudar. Cada momento libre que tenía pasaba a verle, aunque sólo fuera para notar cómo agarraba mi dedo o para intentar tranquilizarlo cuando abría sus grandes ojos asustados. Es curioso, lo recuerdo casi como un ritual y apenas fueron dos días. Disfrutaba tanto imaginándolo jugar y reír cuando todo acabara…

Sin embargo, a pesar de todos nuestros esfuerzos, Michael no hacía más que empeorar. Cuando no tenía el azúcar por los suelos, era la tensión; le poníamos suero y los riñones fallaban; le dábamos de comer y sangraba el intestino… Terminó el día y lo máximo que habíamos conseguido era un frágil equilibrio. Y con eso y los dedos cruzados tuvimos que conformarnos para volver a casa.

La primera llamada fue esa misma tarde. Sor Blanca apareció sin resuello en la casa mientras hablábamos con la Madre:

– Por favor Madre, llame a Stanley para que arregle el generador. Es el niño de Intensive Care, está muy mal. La vida va por delante de todo.

Acompañé a Sor Blanca de vuelta al hospital corriendo. Michael seguía respirando a toda velocidad mientras miraba asustado a todos lados. Le cogí la mano una vez más mientras miraba el líquido oscuro que le aspiraban del tubo de alimentación. Sangre.

Sor Blanca montó en cólera preguntando a los padres qué contrimedicine le habían dado al niño, que sin saberlo no podíamos ayudarlo. Ellos juraban una y otra vez que nada, no le habían dado absolutamente nada. Yo por mi parte no entendía, ¿qué estaba pasando?¿Por qué sangraba por todos lados?

La siguiente llamada fue a las 5 de la mañana. Otra vez el azúcar, esta vez acompañado de un intestino que ya no funcionaba y los brazos y piernas que empezaban a ponerse rígidos. Empezaba a fallar el cerebro.

A las seis volvieron a llamar a nuestra puerta: el azúcar no terminaba de subir. A estas alturas ya sabía que no saldría de esta; hiciera lo que hiciera, Michael iba a morir, y posiblemente muy pronto. Sus pulmones eran lo único que parecía funcionar: arriba y abajo, arriba y abajo, incansables. Fueron esos pulmones los que me enfrentaron a la decisión más difícil de mi vida. El oxígeno se acababa, había que decidir si se ponía otra botella o no. El enfermero me avisó: Reponerla supondría un gasto posiblemente inabarcable para la familia (los enfermos pagan una pequeña cantidad para contribuir al precario mantenimiento del hospital). Puede que tras ello no tuvieran dinero para comer, para traer a otro hijo al hospital… Las consecuencias superaban cualquier cosa que pudiera imaginar. Y ese oxígeno no iba a salvar a Michael. Pero ¿se supone que debía dejar que muriera asfixiado? ¿Qué debía hacer?

La situación apremiaba, había que decidir ya. Sin sentirme preparada para una responsabilidad así, acudí a las hermanas a por consejo. Su reacción fue resignada, con el tiempo ya he visto que no era ni la primera ni la última vez que se enfrentaban a un problema así:
– Pon el oxígeno, Julia. No pagarán, pero nos apañaremos de alguna forma.

Volví a la sala seguida de la bombona para ver a todos revolotear alrededor de otra de las cunas: un nuevo niño en estado crítico. No podía ayudar en ese momento, así que me senté al lado de Michael y le cogí la mano una vez más. Estaba completamente rígida, cada vez quedaba menos. Perdí la noción del tiempo mirándole hasta que una mosca voló y se posó en su boca. Fue así como me di cuenta de que estaba demasiado quieto, algo no andaba bien: El pecho había dejado de moverse. Me apresuré a ponerme el fonendo. Nunca he escuchado algo más terrorífico que ese silencio. Parpadeé varias veces, me concentré en coger aire, miré a la familia. No conseguía que salieran las palabras, abría y cerraba la boca sin articular sonido alguno. Tras unos segundos interminables, conseguí susurrar un «I’m so sorry». El grito de la madre rompió el silencio que aún me perseguía.

Confesaron todo esa misma noche. Como siempre, muerto el niño, ya poco importaba. Existía un remedio para el sarampión que el curandero de su región prescribía, algo que, al parecer, el otro niño de la UCI también había tomado. Lejía. No se trataba de un té o un ungüento inocuo: para curar a los niños los obligan a tomar lejía.

En eso consiste la contrimedicine.

¿Cómo se puede luchar contra algo así?