Muchos pacientes mueren. A veces no sabemos por qué, con los pocos medios con que contamos hay diagnósticos que se nos escapan. En otras ocasiones, nos falta la habilidad, la técnica quirúrgica o el material. Hay algunas veces en las que carecemos de un tratamiento determinado, aunque sea una pastilla, aunque no sea cara. Es así como perdimos a Victorine.
En Camerún, un hospital tiene que tener unas características particulares para tener la autorización de tratar a pacientes con tuberculosis. Un laboratorio separado, habitaciones aisladas… Hace unos años nuestro hospital invirtió en todo ello, con el caudal de enfermos con SIDA, era necesario estar preparados para una de sus complicaciones más frecuentes.
Todo funcionó una temporada, hasta que entró en juego en la ecuación la política, y con ella, la corrupción. Al parecer algo en el hospital fallaba y no podían aplicar el tratamiento, de hecho, a no ser que se donara una nada despreciable suma, no tendrían la autorización siquiera de dar el tratamiento, aunque lo tuvieran por otros medios. Las hermanas no pudieron pagar ese soborno disfrazado y desde entonces a todos los tuberculosos los tenemos que mandar a Batibo, un pueblo cercano.
Victorine, sin embargo, no tenía ni el dinero, ni la compañía ni la salud suficiente para ese desplazamiento. Al infectarse con el VIH su familia la abandonó y tras perderse entre la prostitución y la miseria, llegó a nosotros con sus 23 años y más hueso que carne. Tenía tuberculosis y lo sabíamos, pero poco podíamos hacer.
Aun así, las voluntarias no se rindieron y a base de pedir y presentar el caso, consiguieron que les dejaran tratarla si entregaban dos muestras que demostraran el diagnóstico. Tras mucho esfuerzo lo lograron, pero la burocracia va lenta, y entre unas cosas y otras pasaron los días. Victorine no vivió para ver llegar esas pastillas, le faltó un soborno para escapar de la muerte.