Archivo de noviembre, 2015

Nada sucede sin que lo sepa el gendarme

En Widikum, a grandes rasgos, se juega en tres ligas diferentes. En primer lugar, tenemos al «farmer» que, aunque literalmente signifique  granjero, su labor fundamental consiste en trepar palmeras para hacer aceite con su fruto. Por otro lado, también está aquel hombre con un pequeño negocio, ya sea una tienda con artículos de todo tipo o un pequeño bar. Y por último se encuentra el privilegiado puesto de policía y, en una categoría superior, el gendarme.

La labor principal de esta profesión consiste en la conservación de la seguridad, en concreto, su propia seguridad económica. Lo llamaría corrupción, pero para ello haría falta que al menos uno fuera honesto y, hasta la fecha, creo poder asegurar que no es el caso.

Encontrarse con estos policías es tarea fácil, basta con subir a cualquier transporte y avanzar unos kilómetros de carretera. El resto es pan comido. Sin exagerar, en ocasiones 3 km son suficientes para encontrarse con hasta cuatro controles policiales. Una vez llegas a uno de ellos el procedimiento es bastante similar: Cumpliendo con su obligación, el agente de la ley se acerca a la ventana y con seriedad pide los papeles. ¿Qué papeles? Todos los que pueda: los del vehículo, la identificación del conductor y de todos los pasajeros, pasaporte, cartilla de vacunación… Si todo está en regla y se agota su imaginación puede que tras eso abra el paso; también puede que mande bajar a todos los pasajeros y revise detenidamente uno a uno. Evitar esto es sencillo, tanto si no tienes la documentación como si lo que no te sobra es el tiempo, basta con desembolsar una pequeña cantidad, acorde con el rango del oficial. De esta forma, la barrera se abre sin problemas, ya tengas una ametralladora en el asiento del copiloto o una pegatina que diga «Viva el Estado Islámico».

Policía pidiendo la documentación

Policía pidiendo la documentación

Esta no es, sin embargo, su única fuente de ingresos. No hay nada que suceda sin que lo sepa el gendarme, es decir, sin que saque beneficio. Hemos llegado a ver descargar pateras llenas de gasolina de contrabando de Nigeria bajo la supervisión de un oficial. Al vernos, ni corto ni perezoso, nos pidió enseñar nuestra documentación y nos sometió a un cuestionario que bien podríamos haber sido nosotros los criminales.

Para hacerse una idea del dinero que mueven basta con la respuesta que le dieron a Pablo ayer cuando preguntó si podrían excavar por debajo del control para poner una tubería: «Do you know how much we produce in one day?» (¿Sabes cuánto producimos en un día?) Y más les vale, porque como el gendarme no esté conforme con los beneficios de sus subalternos, estos quedan relegados al trabajo de oficina, lejos de las carreteras, donde sus ingresos quedan reducidos a su sueldo.

Este es el cuerpo de policía en Camerún y cada uno lo lleva a su manera. La mayoría escogen pagar directamente, algunos discuten un poco, otros disimulan, la Madre dejó un cacahuete cuando extendieron la mano para pedir… A Pablo, por su parte, le va a tocar hacer parte de la obra por la noche, con el recuerdo reciente de las palabras del gendarme: «Este proyecto está muy bien. Así me gusta, desarrollando Africa«

El fuego y la epilepsia

Hay muchas cosas que son diferentes aquí, y no siempre son las más obvias. Una de ellas me la enseñó el doctor César: escuchar el retumbar de una motocicleta en la entrada nunca es buena señal. En una moto te llega desde un niño moribundo por una anemia hasta un accidente de tráfico, pero nunca nada bueno. Ese sonido es la sirena de la ambulancia, significa que llega una emergencia.

Adeline vino ayer en una de estas motos, con la cabeza tapada por una tela. Antes de verle la cara oí al doctor «¿qué ha sido? ¿aceite? ¿agua hirviendo?», «¡Fuego, fuego!». Al poco comprendí que Adeline tenía la cara y el cuello abrasados. Con 21 años, estaba cocinando en el fuego cuando se desmayó. Así, sin más, unos segundos y su vida cambió por completo.

He aquí otra de las asociaciones que he aprendido en Camerún: fuego y epilepsia. Adeline esta lejos de ser el primer caso que veo desde mi llegada. Emmanuel aún espera pacientemente a que sus dos piernas cicatricen y la carne arrugada cubre todo el cuerpo de Papá Pi y las piernas de Angelina…

Aquí, las cosas son distintas y y no consigo explicar hasta qué punto. Es casi como comparar dos colores, como intentar aclarar a un daltónico la diferencia entre el verde y el rojo.

Y sin embargo, poco importa. Al final del día, Adeline sigue en su cuarto, recuperándose poco a poco; y el día en que verá en qué se ha convertido su rostro se sigue acercando.

Luz en la habitación de Adeline.

Luz en la habitación de Adeline.

Gisel ya sonríe y Blessing gatea sin parar

La vida es así: se nace, se vive, se muere. Punto y final. El único problema es que no es cierto, nunca se termina, ni siquiera hay una pausa. Tras un último latido, tras un último aliento, la vida continúa inexorable. Una persona se ha ido, pero el resto se quedan.

Hoy quería dedicar unas palabras a ellos, a los que se quedan: Gisel y Blessing. El que se fue, su hermano, fue otro niño más de los que nos arrebató el sarampión, la demora y la contrimedicine. Ellos también cayeron enfermos pero acuciados por el miedo de la pérdida, los trajeron antes y pudimos ayudarlos.

Gisel y Blessing con su madre.

Gisel y Blessing con su madre.

Apenas dos semanas después descubrí que Gisel sabía sonreír y pude ver la piel sin cuartear del bebé Blessing. Hoy viven en el hospital esperando poder pagar la factura de su estancia y medicinas. No pueden salir y dependen de la bondad de las hermanas para comer. Es duro, posiblemente más de lo que se puede llegar a entender.

Pero Blessing gatea alegremente mientras ríe cubierto de babas. Todo el mundo puede decir cuántos dientes le faltan a la sonrisa de Gisel. Viven. Y frente a eso, el resto deja de importar.

Mañana, sin calcetines

 

Me habría gustado escribir hoy un post, hay varias historias que quiero contar. También habría estado bien hacer la colada para tener calcetines limpios mañana, lavar a mano lleva su tiempo.

Es lo que tienen las cesáreas, que no avisan y que a veces vienen a pares.

En el quirófano con el doctor César y una hermana.

En el quirófano

Llego a casa ahora, son las 11.30 de la noche y llevo en el hospital desde las 8 de la mañana. Internet va a pedales y sólo pillo señal al lado de una ventana, la batería del móvil se agota con tanto esfuerzo y yo tampoco doy para más. Los platos están sin fregar y mi ánimo no en su mejor momento.  Hasta mañana.

Ashia

Un chamán en la discoteca

Por Julia Alfonso.

¿A quién no le ha pasado que, en el descuido de ir alegremente a saludar a un extranjero, le ha dejado anonadado plantándole dos besos? Somos diferentes y, para qué engañarnos, en España se tiene una cercanía especial. Pero no se trata sólo a la hora del saludo, cada país tiene su propia etiqueta. En Camerún, por ejemplo, has de tener en cuenta que decir a alguien de quedar implica pagar su bebida, y que a las casas se entra normalmente sin zapatos. Aquí la tradición tiene un papel mayor en la sociedad, se cree en supersticiones, en personajes mágicos y en yuyu. Cuanto más fantástico parezca, mayor es el cuidado a tener, hasta el punto de que no celebrar debidamente un funeral puede desembocar en encontrarte veneno en la comida.

Es dentro de esta categoría mística donde se encuentra la figura del Chief, una especie de jefe moral y en parte chamánico de una región determinada. Hay toda una selección de cosas a tener en cuenta a la hora de encontrarse con uno de estos jefes: No se debe dar la mano sino hacer una reverencia, se han de dar tres palmadas por los ancestros, presentarse debidamente, no cruzar las piernas… Sinceramente, a medida que me lo explicaban se me iba olvidando, así que me quedé con un mensaje principal: Muestra respeto al Chief y, en la medida de lo posible, haz lo que pida.

En Andek, mujeres esperando para ver al Chief

En Andek, mujeres esperando para ver al Chief

Desde mi llegada, nos hemos encontrado con dos de estos jefes.  La primera vez fue en Andek, un pueblo en el que acabamos un domingo al explorar un poco la zona. Fueron los propios conductores de las motos los que nos avisaron de que debíamos ir a saludar al Chief y, tras hacernos un breve resumen del código de conducta, nos llevaron a su casa. Nuestro afán por no mostrar una falta de consideración nos llevó a tomarnos de buen gusto la comida y bebida que nos ofrecieron: una botella de whisky peleón y, para empapar, un plátano.  Aún recuerdo los esfuerzos por mantener la compostura cuando nos ofrecieron el segundo vaso, con el estómago vacío desde las seis de la mañana.

Nuestro segundo encuentro fue con el Chief de la región de Widikum, y tuvo lugar en el sitio más inesperado: el Spotlight, la «discoteca» de Widikum. Al parecer, Pablo y el doctor se lo encontraron mientras andaban por la calle y empezaron a hablar, una cosa llevó a la otra…

El Chief charlando con el doctor César

El Chief charlando con el doctor César

Para cuando yo llegué estaban frente a una mesa llena de cervezas, todo el equipo de fútbol de veteranos, el doctor César, Pablo y el Chief presidiendo, vestido con su traje tradicional. Dicho atuendo consiste en una tela a rayas haciendo las veces de falda, un abanico de plumas y un cayado de ébano, todo ello coronado por un gorro con multitud de finas ramas sobresaliendo en todas direcciones. Un cambio de ropa puede parecer algo insignificante, pero lleva implícito un mayor peso de toda la retahíla de normas, incluyendo todas aquellas que desconocemos.
A pesar de todo, Pablo se supo desenvolver bien consiguiendo que le prometiera una mujer y unas cuantas hectáreas de tierra para cultivar. Por mi cuenta, me vi en una situación comprometida cuando, tras comentar que buscaba mujer, pidió mi número y me invitó a ‘palacio’.

Chief bailando

Chief bailando

«¿Los Chief no bailan?», pregunté por encima de la música, intentando escapar por la tangente. Por su reacción, apuesto a que no es una pregunta que se le pudiera hacer llevando la ropa tradicional.

Sin embargo, al cabo de poco tiempo anunció que se quería cambiar, que iba a bailar. No tardó demasiado en aparecer con traje y camisa repitiendo una y otra vez «Ya no soy el Chief, soy como vosotros» y bailando como el que más. Como si al quitarse el estrafalario conjunto descendiera de su trono de ébano, como si la diferencia entre él y el resto se redujera a tela y plumas.

 

‘Ashia’, el Hakuna Matata camerunés

Por Julia Alfonso

El carácter de un pueblo queda reflejado en los lugares más insospechados: una canción, artesanía, tradiciones, vestimenta… Cada pequeño gesto va revelando diferentes aspectos de una cultura, hasta crear una imagen que, siendo más o menos correcta, acaba dándose como aceptada y comúnmente conocida. De entre todas estas características, existe una que suele pasar desapercibida aunque probablemente revele más que muchas otras: el idioma.

Ya sea como causa o consecuencia, la lengua puede llegar a mostrar mentalidad, intereses, personalidad e incluso entorno y clima. A nadie le sorprende que los esquimales dispongan de más de 20 palabras para definir la nieve, o que en japonés exista la palabra Kyoikumama para una madre que presiona a sus hijos para que obtengan buenos resultados académicos. Pues bien, Camerún no es una excepción.

Para ponernos un poco en contexto, el país es en su gran mayoría francófono, menos dos regiones: la Sudoeste y la Noroeste, donde da la casualidad de que se encuentra nuestro pequeño Widikum. A efectos prácticos se dice que estas dos zonas son de habla inglesa, pero me río en la cara del que de verdad lo crea. Aquí lo que se habla en realidad es el pidgy, una versión del inglés en la que gramática, pronunciación y vocabulario quedan simplificados al máximo hasta llegar a un punto en muchos casos incomprensible. Sin embargo, no voy a mentir, por frustrante que parezca en un principio, tiene un encanto especial. En pidgy las palabras se describen por sí mismas: comer queda reducido a un «chop» y aquí no se tiene diarrea, sino que se «posh». De ejemplos como estos está el idioma lleno, pero de entre todas sus palabras, mi favorita es sin duda «ashia«.

Ashia

Hasta la fecha, ashia es  la expresión que a mi parecer más engloba a la personalidad camerunesa. Carece de traducción al español o a cualquier lengua que conozca, pero se podría entender como una fusión entre ánimo, resignación y empatía, con una pizca de paciencia. Diría que es su Hakuna Matata particular. Es algo que decir al que madruga para ir a trabajar, a la que lleva un cesto de plátanos sobre la cabeza, a quien pasa calor o al enfermo. Desde mi llegada, yo misma he ido coleccionando este tipo de momentos: esperando al autobús 6 horas y media, o subiendo cuestas embarradas infernales porque la moto no aguanta el peso. Ashia también es una llamada de madrugada o incluso la muerte de alguien al que no he podido ayudar…

Ashia es, a fin de cuentas, una apuesta por vivir una realidad lejos de la idílica con fuerza y valentía, por no tirar la toalla. Es la promesa de algo mejor en el horizonte, si tan solo consigues aguantar unos pasos. Es una mano amiga que te acompaña y te consuela en un momento de necesidad. Aceptar el sufrimiento, reconocerlo, para sobreponerse y continuar. Ashia es no olvidar que no importa lo mal que se pongan las cosas, siempre hay un futuro esperando. Una bonita lección que llevarse a casa.

Y quizá la mejor parte sea la respuesta a un ashia, a alguien que decide prestar atención a tu desgracia y dedicarte esa simple palabra de ánimo. Por un segundo, tu carga se vuelve la de los dos: Thank you.

El curandero ganó la partida al pequeño Michael

Por Julia  Alfonso

Aquí lo llaman «contrimedicine». Se trata de medicina tradicional llevada a cabo por un curandero con todo un abanico de remedios: cataplasmas, jarabes, sangrías, hierbas, infusiones… Ya había sido testigo de la estela de esta práctica en mi primera semana aquí entre cicatrices que cubrían las tripas de los niños y partos difíciles en los que las contracciones nunca llegaban. Cada día una historia nueva, pero eran solamente eso: historias. Hasta que llegó Michael.

Michael era un niño de apenas tres años, parecido al prototipo de niño africano: regordete, de mejillas abultadas, grandes ojos negros y manos pequeñas. Ingresó en el hospital como un caso de sarampión y todo apuntaba a que iría bien, que cuidando cualquier complicación que surgiera, en una semana estaría jugando como uno más. Yo le vi ese primer día ingresado y sin embargo, apenas lo recuerdo. Probablemente sea la primera de las cosas de las que me culpe: no lo vi venir. Sólo un día más tarde, estaba en la sala de Cuidados Intensivos.

Cunas de Intensive Care en el hospital de Widikum

Cunas de Intensive Care en el hospital de Widikum

Por aquel entonces no era el único niño en nuestra austera UCI, había otro caso urgente de sarampión que nada más llegar empeoró a pasos agigantados. Centré todos mis esfuerzos en él, intentando aprovechar como pudiera los pocos medios de que disponía. No fue suficiente, antes de poder volver a verle por la tarde, ya había muerto. No sabía ni cómo sentirme, y mientras intentaba no derrumbarme, Michael empeoraba.

A la mañana siguiente, todavía perdida y con resaca emocional del día anterior, entré directamente a ver a Michael. Me puse frente a su cuna y sencillamente le miré. Fui deteniéndome en cada parte de su piel que se desprendía convertida en escamas oscuras hasta llegar a su pecho que subía y bajaba, incansable. «Respira demasiado rápido». Con esa frase despertó en mí una convicción: Michael no iba a morir, al menos si yo podía evitarlo.

Comenzamos con oxígeno, tratamiento de malaria, antibióticos, sueros… Cualquier cosa que pensáramos que pudiera ayudar. Cada momento libre que tenía pasaba a verle, aunque sólo fuera para notar cómo agarraba mi dedo o para intentar tranquilizarlo cuando abría sus grandes ojos asustados. Es curioso, lo recuerdo casi como un ritual y apenas fueron dos días. Disfrutaba tanto imaginándolo jugar y reír cuando todo acabara…

Sin embargo, a pesar de todos nuestros esfuerzos, Michael no hacía más que empeorar. Cuando no tenía el azúcar por los suelos, era la tensión; le poníamos suero y los riñones fallaban; le dábamos de comer y sangraba el intestino… Terminó el día y lo máximo que habíamos conseguido era un frágil equilibrio. Y con eso y los dedos cruzados tuvimos que conformarnos para volver a casa.

La primera llamada fue esa misma tarde. Sor Blanca apareció sin resuello en la casa mientras hablábamos con la Madre:

– Por favor Madre, llame a Stanley para que arregle el generador. Es el niño de Intensive Care, está muy mal. La vida va por delante de todo.

Acompañé a Sor Blanca de vuelta al hospital corriendo. Michael seguía respirando a toda velocidad mientras miraba asustado a todos lados. Le cogí la mano una vez más mientras miraba el líquido oscuro que le aspiraban del tubo de alimentación. Sangre.

Sor Blanca montó en cólera preguntando a los padres qué contrimedicine le habían dado al niño, que sin saberlo no podíamos ayudarlo. Ellos juraban una y otra vez que nada, no le habían dado absolutamente nada. Yo por mi parte no entendía, ¿qué estaba pasando?¿Por qué sangraba por todos lados?

La siguiente llamada fue a las 5 de la mañana. Otra vez el azúcar, esta vez acompañado de un intestino que ya no funcionaba y los brazos y piernas que empezaban a ponerse rígidos. Empezaba a fallar el cerebro.

A las seis volvieron a llamar a nuestra puerta: el azúcar no terminaba de subir. A estas alturas ya sabía que no saldría de esta; hiciera lo que hiciera, Michael iba a morir, y posiblemente muy pronto. Sus pulmones eran lo único que parecía funcionar: arriba y abajo, arriba y abajo, incansables. Fueron esos pulmones los que me enfrentaron a la decisión más difícil de mi vida. El oxígeno se acababa, había que decidir si se ponía otra botella o no. El enfermero me avisó: Reponerla supondría un gasto posiblemente inabarcable para la familia (los enfermos pagan una pequeña cantidad para contribuir al precario mantenimiento del hospital). Puede que tras ello no tuvieran dinero para comer, para traer a otro hijo al hospital… Las consecuencias superaban cualquier cosa que pudiera imaginar. Y ese oxígeno no iba a salvar a Michael. Pero ¿se supone que debía dejar que muriera asfixiado? ¿Qué debía hacer?

La situación apremiaba, había que decidir ya. Sin sentirme preparada para una responsabilidad así, acudí a las hermanas a por consejo. Su reacción fue resignada, con el tiempo ya he visto que no era ni la primera ni la última vez que se enfrentaban a un problema así:
– Pon el oxígeno, Julia. No pagarán, pero nos apañaremos de alguna forma.

Volví a la sala seguida de la bombona para ver a todos revolotear alrededor de otra de las cunas: un nuevo niño en estado crítico. No podía ayudar en ese momento, así que me senté al lado de Michael y le cogí la mano una vez más. Estaba completamente rígida, cada vez quedaba menos. Perdí la noción del tiempo mirándole hasta que una mosca voló y se posó en su boca. Fue así como me di cuenta de que estaba demasiado quieto, algo no andaba bien: El pecho había dejado de moverse. Me apresuré a ponerme el fonendo. Nunca he escuchado algo más terrorífico que ese silencio. Parpadeé varias veces, me concentré en coger aire, miré a la familia. No conseguía que salieran las palabras, abría y cerraba la boca sin articular sonido alguno. Tras unos segundos interminables, conseguí susurrar un «I’m so sorry». El grito de la madre rompió el silencio que aún me perseguía.

Confesaron todo esa misma noche. Como siempre, muerto el niño, ya poco importaba. Existía un remedio para el sarampión que el curandero de su región prescribía, algo que, al parecer, el otro niño de la UCI también había tomado. Lejía. No se trataba de un té o un ungüento inocuo: para curar a los niños los obligan a tomar lejía.

En eso consiste la contrimedicine.

¿Cómo se puede luchar contra algo así?

Widikum, un pueblo plagado de niños

Me voy.

– Esto no es lo que quiero, me voy.

– Pero ¿de qué hablas? ¿a dónde te vas a ir?

Supongo que ése fue el momento en que mi vida dio un vuelco. Hasta hace apenas unas semanas yo también vivía en esos eternos atascos de Madrid de por la mañana o actualizaba Facebook a diario. Hoy me despierto con el sonido de los gallos y para salir de la cama tengo que pelear con una mosquitera.

Llevo ya más de dos semanas en Widikum, un pueblo al noroeste de Camerún perdido entre montañas de palmeras. Acabo de terminar medicina este año y todo parecía indicar que continuaría por el camino establecido, en mi caso hacer el MIR, y demás cosas que ya tocaban. Hasta que un buen día me di cuenta de que no era lo que yo quería, o más bien, de que no tenía ni idea de lo que quería; así que decidí tomar un poco de perspectiva.

Ahora trabajo como médico voluntaria en el St Joseph Catholic Health Center, acogida por las Siervas de María, y cada día me descubre algo nuevo. Eso es lo que me lleva a escribir, al final todos nos convertimos en historias y me gustaría poder compartir un capítulo de la mía: con los cameruneses y sus costumbres, las anécdotas, el día a día y con alguno de esos momentos duros que te despiertan como una bofetada. Me gustaría poder llevar un trozo de Camerún al que quiera, aunque sean sólo unos párrafos al día.

Mi mundo ahora son ellos:

Las hermanas: son responsables de todo el hospital y la razón de que pueda mantenerse a flote. Entre estas tres españolas y un puñado de hermanas camerunesas pueden con todo: La farmacia, el paritorio, el quirófano, el regateo, los proyectos… Y aún les queda tiempo para preocuparse por si comemos o dormimos lo suficiente y para ayudar a todo aquel lo necesite.

Monja

Pablo: es un voluntario canario con el que comparto casa, un ingeniero que está llevando a cabo un proyecto de abastecimiento de agua para el hospital. Tiene un superpoder por el que consigue que la gente le adore y ya es la estrella de la zona. Aún no sé si el origen tiene que ver con el hipnotismo o simple encanto, sólo sé que intenta usarlo conmigo para que lave los platos. Por fortuna, me mantengo inmune.

La doctora Mireille: embarazada de gemelos, está a cargo de todo el hospital mientras el doctor César está de vacaciones. Con poco más de un año de experiencia, tan pronto te hace una cesárea como trata a un niño con sarampión o a un anciano con un ictus. Una médico todoterreno.

El personal del hospital: todos ellos siempre saludando con una sonrisa, desde el séquito de Pablo en su obra, hasta los enfermeros multiusos que en muchos casos bien podrían ser médicos, pasando por manitas, cocineras, limpiadoras, técnicos de laboratorio…

En cuanto a Widikum, se trata de un pueblo plagado de niños, donde la música sólo para cuando se va la luz, la motos corren por caminos de barro y las montañas de selva se extienden allá donde alcanza la vista, entre las que siempre se cuela alguna brizna de nube. Los días transcurren sobre todo en el recinto del hospital donde vivimos, comemos y trabajamos. Las hermanas viven en el convento situado en lo alto de la colina. Más abajo se encuentra el hospital con las salas de ingresados, consulta, maternidad, quirófano… Hasta llegar a la casa de voluntarios donde vivimos Pablo y yo. Y puedo asegurar que si tener el trabajo a un paso es un sueño, por las noches se puede convertir en verdadera pesadilla si llega alguna urgencia.

¡Bienvenidos a Widikum!