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Randy, el ‘niño sin sangre’

Conocimos a Randy al poco de mi llegada a Camerún. Lo trajeron con los ojos amarillos, semiinconsciente y con una anemia de esas que sólo se ven en África. Con sus 5 años parecía más una marioneta sin hilos que un niño. Tras la primera trasfusión no remontaba y no había nadie más para darle la sangre que necesitaba. Al final, fue Pablo, el ingeniero voluntario que llevaba el proyecto de canalización del agua, quien se la dio, y quizás eso fue lo que hizo que Randy se convirtiera en un niño especial para nosotros, el niño al que salvó Pablo.

Esta historia es el pan nuestro de cada día en el hospital. El parásito de la malaria se aloja en las células rojas de la sangre y las rompe, se llama anemia por hemólisis. Aquí los llaman los “niños sin sangre”, niños que vienen con hemoglobinas de 4, de 2 o incluso alguna de 1.2 cuando el valor mínimo normal es 12. En muchos casos es inexplicable que sigan respirando. Los traen tarde, después de días y días con fiebre, habiendo probado todo tipo de medicinas a las dosis que les viene en gana… Ocurre prácticamente a diario y siempre es una emergencia: O trasfundes cuanto antes o se te mueren ante tus ojos.

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No tenemos banco de sangre, así que ésta suele venir de la persona que trae al enfermo o de algún familiar, se les hacen algunas pruebas de las principales enfermedades de transmisión sanguínea y listo. Pero cuando tienes prisa y la vida de un niño en juego, puedo asegurar que conseguir sangre se convierte en tu peor pesadilla. Empiezan a llegar problemas: El grupo sanguíneo no es compatible, no hay nadie a quien pedir sangre, no hay dinero o la persona que tiene que conseguirla se bloquea pensando a quién pedírsela. Mientras tanto, el tiempo sigue corriendo.

Eso sí, si lo consigues, si la sangre llega a tiempo, la recuperación es milagrosa. Al día siguiente tienes a un niño casi completamente sano, que juega y que se queja y llora cuando intentas explorarle. Randy no fue diferente, fue a darle las gracias a Pablo al segundo día y al tercero no paraba de reír. Nos dio pena decirle adiós al darle de alta.

Sin embargo, hace un par de días Randy volvió al hospital. Esta vez estaba completamente inconsciente, respiraba con dificultad, estaba completamente al límite. La sangre del padre no era compatible y mientras él buscaba alguien más, mientras miraban si yo misma tenía suficiente hemoglobina para darle, Randy dejó de respirar.

No pudimos hacer nada, pero dolió igualmente. Sobre todo cuando el último recuerdo de él  era sonriendo. Sobre todo cuando si lo hubieran traído un día antes, unas horas o incluso 30 minutos, Randy estaría otra vez sentado en su cama esperando pacientemente su turno para decirme que se encuentra bien, que quiere jugar. Y sobre todo porque da igual lo que les digas a los padres, la de veces que lo expliques. Seguirán llegando niños sin sangre, seguirán muriendo, y no por malaria, por ignorancia.

Los caramelos y globos que regala el ‘hombre blanco’ a los niños

Puede pasarte tomando una cerveza en un bar, o sencillamente andando por la calle. Hagas lo que hagas es una pequeña sombra que te sigue, con sus pasos cortos, sus ojos como platos y la boca abierta. Tus admiradores más devotos, y las personas a las que saludar con la mano puede convertir ese día en el más importante de su vida: los niños.

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Sin embargo, se trata de un poder de cuyas consecuencias has de ser consciente. Ser el centro de la atención de alguien tan influenciable no es tarea fácil. Te encuentras ante un dilema, por un lado, tienes la capacidad de dar una felicidad suprema con un sencillo globo o caramelo. En el mismo momento de entregarlo puedes hasta palpar la ilusión: cómo les brillan los ojos, cómo procuran no parpadear por si desaparece. Ni el mejor de los videojuegos es capaz de generar una emoción igual.

Pero está el otro lado de la moneda, el largo plazo y la parte más difícil. Cuando das un juguete no estás haciendo sólo eso. Puede que no seas consciente pero el color de tu piel te marca como referente, lo que hagas no lo estarás haciendo únicamente tú sino “the whiteman”, en sus ojos representas a toda una raza. Si un día das un globo, al siguiente blanco le pedirán otro, se irán agolpando los niños, pegándose entre ellos y fingiendo que aún no han recibido nada. Al final el que ganará será el que más pide no el que más lo necesita. Aunque para ser sinceros, sus verdaderas necesidades nada tienen que ver con globos.

No es fácil, no hay solución correcta. Poco se puede hacer más que intentar demostrar que esa diferencia de color que ven tan grande en realidad no lo es tanto. Enseñar que se puede decir que no a un niño, aunque no tenga nada, porque le estás dando algo mucho más valioso, ejemplo. Y así, poco a poco, aplacar reacciones como la de Kingston, de apenas 11 años, cuando supo que venía un grupo de blancos de visita.

“¿Cuánto van a tardar? Si me doy prisa me da tiempo a mojarme el pantalón y practicar mi cara de pena y hambre

No puedo culparlo. Es un niño, un niño sin madre que únicamente ha aprendido a sobrevivir.

La infancia se termina en el momento en que pueden cargar peso

Franklin llegó al hospital con los ojos cubiertos de pus y la piel convertida en un sarpullido. Otro caso más de sarampión. Lo tratamos y no iba mal, los síntomas cada día iban desapareciendo: la conjuntivitis, la tos… Sólo había uno que se resistía, día tras día: “No quiere comer”, me decía su madre, Mercy, entre risas. Cada día me comía mi indignación, y miraba alrededor buscando apoyo mientras replicaba que no era gracioso, que era algo grave. Pero nada de lo que dijera podría cambiarla, porque Mercy está simple y llanamente loca. Y tiene dos hijos sin padre y otro en camino. Franklin no comía porque su madre no sabía que tenía que darle de comer.

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La infancia aquí es distinta. Carritos, chupetes, cunas, juguetes… Son fantasías, se desconoce su existencia. No es el entorno el que se adecúa al niño, desde el mismo comienzo de la vida es él el que debe adaptarse. Las madres tienen que continuar cultivando en la granja, limpiando, trabajando; así que los bebés crecen a su espalda hasta aprender a andar. A partir de entonces ya son independientes, no es extraño ver a niños de hasta dos años solos por la calle, corriendo por los caminos o jugando con machetes. Sin embargo, lo más característico de la niñez es lo efímero de su duración. En cuanto un niño puede vender cacahuetes, llevar un bidón de aceite de palma o a sus hermanos a cuestas, se acabó. En el momento en que pueden cargar peso, la infancia se termina.

Esa es la base sobre la que partimos, la normalidad sobre la que luego se añaden historias como la de Franklin, como los huérfanos, como los hijos de familias en las que no hay dinero ni para un plato de arroz. Casos que son más habituales que raros.

Así son las cosas, luchamos contra lo que podemos mientras soportamos la frustración de ver todo lo que nos falta, alimentándonos de momentos en los que parece que hemos conseguido que algo cambie, por pequeño que sea. Con imágenes como Mercy corriendo con su sonrisa al enseñar a su hijo. “Mira, mira, está comiendo”