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Mi pequeño y sentido homenaje a Fidelis

Estando en Camerún, llegó un momento en el que creí que ya no podía sentir nada, en el que sin saber cómo, las desgracias a mi alrededor de alguna forma no me llegaban. La gente con más experiencia en la zona me dice que es normal, que es necesario para no volverse loco siendo médico. No me gusta demasiado, es como no ser una persona, como desconectar en ese momento crítico y no sentir, ni bien ni mal. Pero siempre hay rayos de luz, momentos en los que recuerdas eso que enterraste. Hoy quiero contar uno de esos momentos, la historia de Fidelis.

Fidelis era un niño de 10 años que llegó una tarde al hospital llevado a cuestas por su hermano, apenas un año mayor. Sus piernas y brazos eran como palos, y su vientre grande como el de una embarazada y duro como la madera. Tenía un tumor, algún tipo de linfoma que le ocupaba todo el abdomen. Kingston, su hermano, nos suplicó que por favor se lo quitásemos, mientras Fidelis resoplaba incapaz de hablar a causa del dolor. No había solución y lo supimos desde el principio. En el hospital ya lo conocían de dos veces anteriores: La primera cuando intentaron abrir para quitar la masa, únicamente para darse cuenta de que ya era demasiado tarde. La segunda poco tiempo después, cuando quedó huérfano tras la muerte de su madre a la espera de una diálisis.

Desde el principio tuvimos las manos atadas, sólo podíamos hacer una cosa, procurar que sufriera lo menos posible con nuestros limitados medios. No fue fácil, aquí carecemos de morfina, y tanto para conseguirla en Camerún como para traerla de España se necesitan permisos especiales. Intentamos aplacar el dolor con otros fármacos menos potentes, con un poco de efecto placebo y con el cariño de todo el personal. A pesar de todo sabíamos que no era suficiente.

Un día Fidelis empeoró de súbito: no podía respirar, se asfixiaba. Recuerdo todavía la imagen de él en la cama sin aire suficiente para hablar y Kingston mirando sin saber qué hacer. Recuerdo al doctor César en la puerta porque no soportaba verlo sufrir así. Y recuerdo lo peor de todo, el oxígeno estaba bien. Se nos estaba muriendo y no podíamos hacer nada para aliviarle ¿Cuánto podría tardar en morirse así? ¿horas, días?

Sin explicación alguna mejoró ligeramente, lo justo para encontrar la fuerza necesaria para irnos a casa a dormir algo esa noche. Al día siguiente, y sin explicación alguna, volvió a poder respirar. Estuvo bien unas semanas después de ese episodio y casi parecía que tendría meses por delante. Pasaba los días sentado en las escaleras del hospital mirando las montañas de palmeras, saludando a todo el mundo al pasar, medio dormido. Pocas noches conseguía dormir, pero ahí estaba, vivo a fin de cuentas, y mejor de lo que creíamos posible.

Fidelis

Finalmente y más pronto que tarde, llegó su hora. Tuvo suerte, acabó siendo muy rápido: un día estuvo bien y al siguiente no. Fin, sin sufrimiento gratuito. Y, donde este niño llegó abandonado a su suerte, sus últimos momentos los pasó acompañado de todos: hermanas, enfermeros, trabajadores… Quiero creer que al menos eso pudimos dárselo, una despedida digna, nuestro cariño.

Hoy quería hacer este pequeño homenaje a Fidelis, para darle las gracias por recordarme que por mucho que haya visto, no puedo dejar de sentir. Porque habrá casos donde eso me permita llegar un poco más allá, donde a veces no alcanza la medicina, y donde más ayuda se necesita.

El voluntario aprende más de lo que enseña

Todos los voluntarios entramos por la puerta con la misma frase: «He venido a ayudar, haré lo que sea que necesitéis». Muchas veces me pregunto qué venimos buscando realmente, y si al final  lo encontramos. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es ayudar en un sitio como éste? Tengamos la idea que tengamos, venimos aquí y lo único que podemos hacer es improvisar.

Al principio siempre toca estar perdido, desaprender y conseguir todo el conocimiento que puedas en el menor tiempo posible. Vas a contrarreloj, el tiempo del voluntario suele ser limitado y cuanto más consigas hacer, mejor. Así que te encuentras aprendiendo dosis, enfermedades, precios de fármacos y pruebas… Todo es importante.

Una voluntaria con el Dr. César

Una voluntaria con el Dr. César

Pero aprender no termina ahí, apenas empieza. Tienes que absorber toda una cultura, abrir la mente a cada cosa que veas y pararte un segundo a intentar comprender, por equivocado que pueda parecerte. Quizás eso es lo más difícil, olvidar todo lo que siempre creíste cierto, asumir que algunas cosas no son tan certeras como pensabas. Para qué engañarnos, también es la parte más bonita de toda la experiencia.

Porque al final el tiempo que tanto temías que pasara, termina y llega el momento de la despedida. Detrás de ti dejas a un médico un poco más descansado después de poder compartir la carga de trabajo, un poco más sabio con aquellas cosas que pudieras enseñarle; a lo mejor a algún paciente un poco mejor, incluso alguno al que salvaste la vida. A fin de cuentas son cosas que se difuminarán con los años, los meses que empeñaste no cambiarán el mundo. O sí, porque te cambiaron a ti, porque aprendiste mucho más de lo que enseñaste. Porque en el día de mañana eso te hará mejor médico, mejor ingeniero pero sobre todo, mejor persona.

Una carrera de obstáculos en un campo de minas

Ser médico no es fácil. Desde antes de empezar a estudiar ya lo sabes a medias, lo sospechas. Puede que comiences a entenderlo mejor a medida que avanza la carrera, cuando te enfrentas a tu primer paciente o la primera vez en que algo se te escapa. Curso tras curso te vas dando más cuenta de que ser médico no es nada fácil. Ahora bien, ser médico en África es peor que una carrera de obstáculos en un campo de minas.

Fuera del conocimiento, de la carga emocional, de la patología tropical y sus dificultades existe otro problema mayor. Como dirían en pidgin «Money not there». El médico tiene que aprender a hacer malabares con recursos y precios, con necesidades y posibilidades. Y lo peor es que no siempre hay una solución a estos problemas.

Mary

Mary y su permanente sonrisa

Mary llegó al hospital con tos persistente y el oxígeno en sangre por los suelos. Pasaban los días y a pesar del tratamiento no había cambios, en cuanto le quitábamos las gafas nasales el oxígeno volvía a caer. Con nuestros recursos no podíamos hacer mucho más y cada día que pasaba con nosotros su factura aumentaba sin mejoría. Decidimos referirla al Hospital Regional de Bamenda, la ciudad más cercana, fue el equilibrio que encontramos entre ayudarla lo mejor posible por el menor coste para la familia.

Tardaron cinco días en llevársela. «Money not there» para pagar la factura de nuestro hospital. Pero si no pagan antes de irse, huyen sin pagar. Y si el hospital no recupera el dinero de las medicinas y el ingreso de los pacientes se va a pique, no tiene otro tipo de financiación. Si se apela a la caridad no habrá hospital para nadie, y menos en un hospital como este, barato y de calidad.

No es fácil ser médico aquí. Saber qué hay que hacer, cómo ayudar, y tener que quedarse sencillamente mirando sin poder hacer nada.

Esas veces que la vida no es justa

John y Joseph llegaron antes que yo a Widikum, ya llevaban unos días viendo la vida a través del cristal de la incubadora. Sus cabezas habían empezado a crecer. Nacieron prematuros, de una madre sin dinero siquiera para darles leche, y mucho menos pagar una factura del hospital. Las hermanas no dudaron en dar todo lo que necesitaran, atención, oxígeno, comida…

Pero el problema era otro, los gemelos necesitaban una cirugía y cuanto antes. Su cráneo se iba llenando de líquido que no tenía forma de salir, día tras día. A ese ritmo, la cabeza no dejaría de crecer hasta que la presión fuera demasiada y el cerebro no pudiera soportar más. Y así pasaban las semanas, observando frustrados cómo ese día se iba acercando.

Un día, en la televisión una de las hermanas vio una noticia: Unos médicos italianos estaban haciendo esa misma operación en Yaounde, la capital de Camerún. Sin embargo, la ciudad está lejos, los niños débiles, y como siempre, lo más importante: «Money not there» (no hay dinero).

Uno de los pequeños gemelos descansa en brazos de la hermana.

Uno de los pequeños gemelos descansa en brazos de la hermana.

Los días seguían pasando inexorablemente hasta que el doctor Cesar volvió de sus vacaciones y con él un atisbo de esperanza: el doctor hacía laparatomías, operaba hernias, perforaciones, cualquier cosa que se le pusiera por delante. Tras estudiar el caso, llegó la conclusión, la sentencia en este caso, no podía, esa operación escapaba de su capacidad.

No había ninguna solución, nada que hacer. Y fue entonces cuando, sin explicación posible, John empezó a mejorar. El peso ya no iba a la cabeza, se distribuía por el resto de su diminuto cuerpo… Nunca habría imaginado algo igual, nunca lo hubiera creído. Pero John sigue aquí, vivo, y cada día más sano que el anterior.

Joseph no tuvo tanta suerte, con el tiempo sus ojos empezaron a protruir, cada vez lloraba más, cada día comía menos, dormía menos. Murió.

A estas alturas parece solo un triste recuerdo, ya poco podemos hacer, al menos dejó de sufrir y todas esas frases hechas que se dicen como parte del consuelo. Pero sólo pensar en la efímera vida de Joseph, en sus únicos meses de vida, todo sufrimiento, sin entender nada, sin poder hacer nada, sin morfina o más alivio para el dolor que el cariño de las hermanas. No está bien, no es justo.

Gisel ya sonríe y Blessing gatea sin parar

La vida es así: se nace, se vive, se muere. Punto y final. El único problema es que no es cierto, nunca se termina, ni siquiera hay una pausa. Tras un último latido, tras un último aliento, la vida continúa inexorable. Una persona se ha ido, pero el resto se quedan.

Hoy quería dedicar unas palabras a ellos, a los que se quedan: Gisel y Blessing. El que se fue, su hermano, fue otro niño más de los que nos arrebató el sarampión, la demora y la contrimedicine. Ellos también cayeron enfermos pero acuciados por el miedo de la pérdida, los trajeron antes y pudimos ayudarlos.

Gisel y Blessing con su madre.

Gisel y Blessing con su madre.

Apenas dos semanas después descubrí que Gisel sabía sonreír y pude ver la piel sin cuartear del bebé Blessing. Hoy viven en el hospital esperando poder pagar la factura de su estancia y medicinas. No pueden salir y dependen de la bondad de las hermanas para comer. Es duro, posiblemente más de lo que se puede llegar a entender.

Pero Blessing gatea alegremente mientras ríe cubierto de babas. Todo el mundo puede decir cuántos dientes le faltan a la sonrisa de Gisel. Viven. Y frente a eso, el resto deja de importar.