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La familia que trabaja como si bailaran

Los pequeños descubrimientos aquí llegan en los momentos y lugares más insospechados. El último sucedió hace un par de días, al decidir tomarnos un descanso tras un duro día de hospital. Fuimos con las motos a un pequeño río, y de ahí con nuestros bañadores seguimos río abajo hasta una zona recóndita de selva donde, en un pequeño claro, encontramos un lugar para bañarnos. Quizás fue demasiado aventurarse el creer que estábamos en un lugar salvaje y escondido ya que, al poco de llegar, apareció un grupo de niños para ver el extraño espectáculo de tanta piel blanca junta.

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No tardaron en saltar al agua y unirse, chapoteando aquí y allá, cantando y riendo.
«¿Cómo es que estáis por aquí, tan perdidos?», les preguntamos.
«Estamos cosechando. Ahora tendremos que volver», nos responde la mayor con una sonrisa. Aquí llaman granja a la selva, donde hasta la última de las palmeras en la cima de la montaña tiene dueño que recoge su fruto.

Tras un corto pero gratificante baño se fueron, y aunque nosotros remoloneamos un poco, al poco rato les estábamos siguiendo.

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La escena que nos encontramos al llegar puede que no llamara mucho la atención, pero nos dejó embobados unos minutos. Toda la familia, los padres y los hijos, desde el pequeño de apenas dos años hasta las mayores adolescentes, todos ellos trabajando haciendo aceite de palma en perfecta armonía. Como el engranaje de un reloj, cada uno en su tarea, absolutamente coordinados, casi parecía que bailaran.

Puede que a veces las condiciones no sean las mejores, puede que trabajar recogiendo y aplastando semillas en lugar des jugar después del colegio no parezca algo apetecible. Pero también puede que nunca haya visto una familia con un vínculo tan palpable, una familia que solo cobra sentido completa

Cuando sobrevivir aislado en la selva es casi un milagro

Tres motos para los cinco y nuestras provisiones, así empieza nuestro viaje a Menka, una región llena de pequeños pueblos aislados entre nubes y montañas. En ella las Siervas de María tenían un dispensario para la atención médica primaria, sin embargo, tuvieron que cerrarlo hará un año. La razón más importante fue la imposibilidad de llevar hasta allí los suministros y el material imprescindible para su funcionamiento debido a las dificultades del camino, ahora mismo prácticamente intransitable excepto para algunos  «moto-man» osados como nosotros.

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Hemos vivido en primera persona las complicaciones del trayecto, en algunos tramos casi imposible,  agarrándonos como podíamos y escalando las partes en las que el motor de las motos no aguantaba con nuestro peso, entre barro, surcos y piedras. Al final el paseo ha sido recompensado y embebidos en la naturaleza más espectacular, hemos llegado al centro.

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El pequeño dispensario tiene de todo: consulta, farmacia, laboratorio, paritorio, una pequeña sala de ingreso, casa para la persona a cargo… Pero tras un año de abandono, lo han tomado las ratas y los lagartos.

Tras nuestra llegada, no tardaron mucho en acercarse la gente del pueblo a ver a los forasteros:  «¿Habéis venido a abrirlo de nuevo? La gente aquí está sufriendo«, nos decían una y otra vez, y no exageran. Desde mi llegada a Camerún, he visto venir desde Menka al hospital de Widikum a mujeres de parto, personas con un ictus, niños en estado crítico… Recuerdo un hombre que llegó necesitando una operación urgente y murió mientras esperaba que prepararan el quirófano. Todos ellos tuvieron que andar durante horas y horas, enfermos, por los mismos caminos por los que los coches no logran pasar.

La situación no es fácil: necesitan ayuda pero, ¿cómo llevarla? ¿Cómo se les atiende cuando la población está dispersa entre montañas de selva y las comunicaciones son prácticamente imposibles? En esta parte del mundo es como si la naturaleza y las infraestructuras se aliaran contra el hombre y sobrevivir es casi un milagro.