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Mi visita a Isabel Pantoja en Cantora, con el levante como único testigo

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Da igual los kilómetros que hayáis recorrido en avión, no sabes lo que es volar hasta que no bajas al sur y te encuentras cara a cara con el levante. 

Una está acostumbrada a mirar el tiempo, pero no el viento. Así que, con una maleta que bien podría ser el camión de la mudanza, puse rumbo a los anaranjados atardeceres de otros años y a la tierra de los rebujitos, las palmas y el atún rojo.

Con alegría andaluza nos plantamos en El Cortijo, un hotelito precioso al que siempre que puedo voy y en el que olvidas con demasiada facilidad que el verano no es eterno, que las chanclas no son los nuevos tacones y que a los mostos no les gusta la capital.

El viento silba por ahí abajo a veces con tanta fuerza que la cordura no dura. Hasta en tres ocasiones probé a acercarme al agua del océano mientras me engullía una nube dorada que daba latigazos en la piel. Cegada por miles de castillos de arena e ilusiones deconstruidas, volvía a recluirme en la piscina de la azotea del hotel en la que llegué a bañarme vestida para que el peso de la tela me permitiera tocar fondo y no levitar.

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No es una leyenda si os digo que Zahara de los Atunes custodia un cementerio de objetos perdidos por culpa de las corrientes de aire. En él me lloran unos calcetines mojados a los que les perdí la pista tras dejarlos en la silla de la terraza, mi gorra favorita que quiso emprender un incierto viaje por el ancho mar o el cargador del móvil (aquí la culpa fue sólo mía).

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Y a punto estuvo de abrir el camposanto sus puertas a mis brazadas en el mar, pero ayer, antes de desayunar, conseguí llegar hasta orillas del Atlántico gracias a la tregua que me brindaron las tormentas de arena en lo que entendí que era una despedida. Como no llevaba puesto el bikini, acabé de nuevo hecha un charco, con pantalones incluidos, en una inmersión que emulaba la purificación de un alma en el Ganges, pero sin detritus, sin músicas de flautas y cornetas, sin camellos o elefantes, si acaso algún perro lejano. 

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No podía abandonar mi bella Cádiz sin pasar por la piscina de Cantora a hacerme unos largos. A medio camino entre Barbate y Medina Sidonia paré en seco el coche y me apeé, muy decidida, con mi tabla de surf y la toalla del hotel (no quería que por mi culpa pusieran más lavadoras, que bastantes trapos sucios han tenido que lavar ya fuera de casa). Deseosa de compartir unos gazpachitos y un buen ibérico con Isabel Pantoja, me dispuse a hacerme con un par de entradas del que será su primer concierto en septiembre.

Así que puedo afirmar que vuelvo de mis vacaciones más gitana, más folklórica y más ventilada.

Y no preguntéis. Lo que pasa en Cantora, se queda en Cantora…

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Avec tout mon amour,

AA

 

Vi a una chica llorar entre el público en el concierto de Rufus Wainwright

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Apuré los minutos antes de entrar al Teatro Real tensando los cordones de mis sandalias camel en el coche negro que me trasladaba hasta el concierto de Rufus Wainwright, en lo que supuse bien iba a ser el sueño de una noche de verano.

Nada más llegar, enseguida me dispuse a saludar a caras amigas, unas más televisivas que otras, que apuraban los días en Madrid antes de marcharse de vacaciones y disfrutar, como yo, de las canciones desnudas del artista, enfundado en unos estrafalarios pantalones fucsias de estampado salvaje, que olvidó por completo la letra de California y que creció a medida que avanzaba la noche, durante la que me ausenté para ir al baño y que al regresar -por lo que yo pensaba que era el camino- me situó en el interior de una sala de juntas y próxima a una flecha que indicaba “escenario”.

Por ahí estaban, entre otros, un simpatiquísimo Eduardo Noriega, con una camiseta negra en la que asomaban las teclas de un piano y con el que estuve hablando del mar, Antonio Pagudo, con el pelo tan corto que consiguió que reparara en sus nuevos trapecios y no en sus rizos, Javier Cámara, Marisa Paredes, a mi derecha en el palco e inclinada sobre el sobrio escenario dentro de una camisa botánica y chocando sus manos de manera elegante, Eugenia Martínez de Irujo, que me dedicó una bonita sonrisa, o Miguel Ángel Lamata, director de cine, paisano y amigo…

Alrededor de las 11 y media de la noche salimos todos a despejarnos a la preciosa terraza del Teatro, con vistas a los jardines y al Palacio Real. Entre las caras que más ilusión me hizo encontrarme, la de Marta Torné, entusiasmada con los acordes del vocalista y compositor por el que puso el nombre de Rufus a sus perritos y con la que conversé largo y tendido.

Pero, sin duda, la protagonista del concierto que viví fue otra, sin ella saberlo. Una chica sentada en primera fila, con la palma de su mano tapando su boca en lo que yo pensé que era un bostezo infinito y que le costó mi atención, justo cuando rompió a llorar emocionada escuchando una triste balada francesa y hasta los aplausos finales, mientras yo la observaba desde lo alto y perdía de vista al norteamericano. A su lado, ninguno pareció darse cuenta de que ésta no paraba de secarse con disimulo los ojos.

Qué poder el de la música, que es capaz de conmover o de multiplicar la felicidad, la tristeza o el miedo. Capaz incluso de quebrar la voz.

Sentí incluso que violaba su intimidad.

Que jamás se detenga la música que nos hace más humanos. La necesitamos ahora más que nunca.

Avec tout mon amour,

AA