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Demasiados deberes para los niños. Una pesadilla

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Probablemente esta sea una de las veces que más pereza me dé escribir en mi blog. Es la hora de la siesta y, mientras a mi derecha se escucha la respiración lenta de quien duerme una plácida siesta entre blancas paredes encaladas y techos de vigas, las ventanas abiertas del precioso agroturismo ibicenco en el que me encuentro me abofetean dulcemente con el olor de los árboles, el susurro de un francés que le habla a un gato solitario y el tintineo de una taza de café que él mismo sostiene entre sus manos.

Tras una bacanal de música y risas salvajes en Ushuaïa, donde participaba en un evento que organizaba Smart, el cuerpo me pedía más bien lo contrario: el silencio. Y aquí estoy, dejándome mecer por una extraña y excitante brisa que es la que mueve mis dedos, con la cara coloreada por el sol y la somnolencia que da el arroz a banda y bullit de peix del agradable restaurante Can Pujol, sito en una plácida bahía de Sant Antoni de Portmany, que consigue que abandone la tierra durante unos minutos. Al igual que una cena en Aubergine, al aire libre, que seduce con deliciosos platos naturales como la crema de boniato con jengibre y leche de coco o una simple tabla de jabugo acompañada de ensalada de tomates e higos frescos.

Por eso entended que, a mediados de septiembre, me solidarice con todos aquellos que ya estáis inmersos en vuestro quehaceres, esos que no han permitido que abandonara Madrid durante el verano y mi escapada sea tardía, por motivos laborales, pero no por ello menos deseada. Aunque si os soy sincera, los que más pena me dan son los niños en estas fechas. De hecho, en el avión leía una noticia en la que una madre, Eva Bailén, recogía firmas para reducir los deberes escolares en casa y entregarlas después al Ministerio de Educación.

Rápido, mi mente viajó hasta la salida del colegio de mi ciudad natal, hasta un ansiado bocado de pan con chorizo envuelto en papel de plata y la percepción de una mochila a las espaldas no tan pesada como la obligación de tener que volver a sentarme, después de un día encerrada en clase, en la silla giratoria de mi cuarto en la que marear el cuerpo, los bolis y la vida soñando estar en otro lugar.

Y entiendo que haya que crear un hábito en los niños, pero no a costa de quitarles ese ratito que deberían dedicar a otros menesteres igual o más importantes que una lección de papel: jugar, compartir secretos con los amigos, ensuciarse, hacer deporte o pasar más tiempo con la familia.

No me parece justo ni sano excederse en los deberes, además fomenta el rechazo al colegio (yo no regresaría jamás a los pupitres si me dieran a elegir). En ocasiones puede convertirse en una auténtica pesadilla, por mucho que esta obligación promueva la autodisciplina, y España está entre los países que más horas de deberes pone a la semana, según la OCDE y, dicho sea de paso, de los que peores notas saca si nos comparamos con otros países europeos.

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Y la solución pasaría por motivar a los niños, más que prolongar su jornada escolar y arruinar sus horas libres. Sobre todo en los más pequeños que deberían estar desplegando sus piernas, abusando de la mercromina en sus rodillas raspadas y dedicándose en gran parte a ellos mismos al acabar la batería de clases diarias.

Deseo que cuando algún día sea mamá estas quejas ya sean historia, porque si no me dejaré la piel en que así sea.

Aprender de la vida es otra cosa. Si acaso esto, mirar hacia una ventana y reconocer lo feliz que te sientes cuando todo se sucede despacio, sin prisas y sin agobios.

Gracias, una vez más, por leerme.

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Avec tout mon amour,

AA

Mi visita a Isabel Pantoja en Cantora, con el levante como único testigo

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Da igual los kilómetros que hayáis recorrido en avión, no sabes lo que es volar hasta que no bajas al sur y te encuentras cara a cara con el levante. 

Una está acostumbrada a mirar el tiempo, pero no el viento. Así que, con una maleta que bien podría ser el camión de la mudanza, puse rumbo a los anaranjados atardeceres de otros años y a la tierra de los rebujitos, las palmas y el atún rojo.

Con alegría andaluza nos plantamos en El Cortijo, un hotelito precioso al que siempre que puedo voy y en el que olvidas con demasiada facilidad que el verano no es eterno, que las chanclas no son los nuevos tacones y que a los mostos no les gusta la capital.

El viento silba por ahí abajo a veces con tanta fuerza que la cordura no dura. Hasta en tres ocasiones probé a acercarme al agua del océano mientras me engullía una nube dorada que daba latigazos en la piel. Cegada por miles de castillos de arena e ilusiones deconstruidas, volvía a recluirme en la piscina de la azotea del hotel en la que llegué a bañarme vestida para que el peso de la tela me permitiera tocar fondo y no levitar.

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No es una leyenda si os digo que Zahara de los Atunes custodia un cementerio de objetos perdidos por culpa de las corrientes de aire. En él me lloran unos calcetines mojados a los que les perdí la pista tras dejarlos en la silla de la terraza, mi gorra favorita que quiso emprender un incierto viaje por el ancho mar o el cargador del móvil (aquí la culpa fue sólo mía).

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Y a punto estuvo de abrir el camposanto sus puertas a mis brazadas en el mar, pero ayer, antes de desayunar, conseguí llegar hasta orillas del Atlántico gracias a la tregua que me brindaron las tormentas de arena en lo que entendí que era una despedida. Como no llevaba puesto el bikini, acabé de nuevo hecha un charco, con pantalones incluidos, en una inmersión que emulaba la purificación de un alma en el Ganges, pero sin detritus, sin músicas de flautas y cornetas, sin camellos o elefantes, si acaso algún perro lejano. 

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No podía abandonar mi bella Cádiz sin pasar por la piscina de Cantora a hacerme unos largos. A medio camino entre Barbate y Medina Sidonia paré en seco el coche y me apeé, muy decidida, con mi tabla de surf y la toalla del hotel (no quería que por mi culpa pusieran más lavadoras, que bastantes trapos sucios han tenido que lavar ya fuera de casa). Deseosa de compartir unos gazpachitos y un buen ibérico con Isabel Pantoja, me dispuse a hacerme con un par de entradas del que será su primer concierto en septiembre.

Así que puedo afirmar que vuelvo de mis vacaciones más gitana, más folklórica y más ventilada.

Y no preguntéis. Lo que pasa en Cantora, se queda en Cantora…

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Avec tout mon amour,

AA