La historia de un embarazo o cómo la espera de un bebé pone a prueba una relación de pareja

Archivo de mayo, 2008

¡Aquí, no va a dormir nadie!

Me he reído de lo lindo leyendo una de las últimas aventuras de La Parejita, una de las secciones clásicas de la revista El Jueves que trata de cómo se las apañan Mauricio y Emilia con su bebé. En resumen, la situación que plantea es, más o menos, así:

Ella le dice: «¡Ha pasado algo formidable! ¡Oscar no me ha pedido teta en toda la noche! ¡Es la primera vez que duermo de un tirón desde hace muchísimo tiempo, ¿te das cuenta?!»

Él no sabe si responder o no. Al final se atreve y queda retratado con el siguiente comentario: “Bueno, pues… entonces, ¿tú no dormías de un tirón por las noches?”

Sé que todo el mundo nos comenta, a Q. y a mí, que nos vayamos preparando para pasar las noches en vela –comadrona, amigos, vecinos….-. Creo que no falta nadie de nuestro entorno que no nos lo haya recordado. (El otro comentario recurrente es “aprovecha, aprovecha…”. Y la verdad, no sé qué debo hacer para aprovechar. Me siento como si mañana me fuera a robar mi vida. Y no será para tanto, ¿verdad?).

Lo que no sé es si la mala fama que tienen los papás de ser inmunes al lloro infantil nocturno se debe a la genética, a la despreocupación o a la falta de necesidad, es decir, que si el niño quiere teta reclama inteligentemente a su madre.

Vete tú a saber qué nos pasará a nosotros. Hasta el día de hoy, en casa, soy yo la que duerme como un lirón. Q. siempre está con un ojo abierto. Veremos si al final, aquí, no va a dormir nadie, ¡ni él, ni yo, ni el niño!. Eso sí que será aprovechar el tiempo.

¡Igualito que su padre!

Un amigo mío que acaba de ser padre me cuenta que lo que más detestan las madres primerizas es que todo el mundo les diga frases del tipo: “¡es igualito que su padre!”, “tiene sus mismos ojos, su sonrisa…”, “¡a ver si es de tan buena pasta!”.

Este último comentario es una puñalada por la espalda. ¡Cómo duele! Porque el sujeto que pronuncia esas palabras, ¿qué insinúa? ¿Que la madre tiene mala uva? ¡Qué feo! (el comentario, se entiende, no el bebé).

Las personas que te aprecian comentan las semejanzas de buen rollo, es decir, para demostrar su interés y agudeza visual, pero seamos sinceros: ¿realmente es muy importante a quién se parece el bebé? Yo, totalmente novata en el tema, os diría que me gustaría que mi hijo fuera guapote. O dicho de otra manera: nadie desea tener un hijo feo, pero la genética es muy caprichosa.

Las ecografías 4D están rompiendo uno de los misterios del embarazo: saber la cara que tendrá tu hijo antes de que nazca. De hecho la imagen resultante es una aproximación, pero os aseguro que, si quieres entretenerte, da para mucho.

Mi madre, mirando nuestra eco 4D, asegura que la boca de mi bebé es igualita a la mía, pero lo mejor del caso es que resulta que el niño tiene una sola nariz que se parece curiosamente tanto a la de Q. como a la mía. Eso sí, depende de si hablas con la madre que me parió a mí o a él. ¡Y es que el amor nos hace perder objetividad!

¿Tan aburrido es estar ahí dentro?

Fobia a los caballitos

Este fin de semana ha habido feria en mi ciudad con sus caballitos, su tren de la bruja, sus puestos de garrapiñadas y sus tómbolas. Es decir, la clásica feria. Hemos paseado por las calles con Q. y he notado que, a pesar de estar a mi lado, su pensamiento volaba lejos. Y sé el porqué.

Q. no tiene miedo de ser padre, tiene el gusanillo normal en el estómago por tener que afrontar algo nuevo y desconocido, pero lo que realmente le preocupa es cómo va a superar su fobia a las tradicionales celebraciones festivas que ha sorteado con éxito los últimos años. Qué le vamos a hacer, él es así.

Os explico. No le gusta el carnaval ni los bailes de disfraces. Tampoco las ferias, ni las atracciones. No se ve en las fiestas de final de curso y, para entendernos, en general, no le van todas la movidas tradicionales que acostumbran a llenar las calles muchos días festivos del calendario.

Le pregunto: –Pues será normal que tu hijo quiera subirse a las atracciones y comerse una nube de azúcar, ¿no crees? Y, ¿qué vas a hacer? ¿No llevarle?

Tendré que hacerlo, ¿no? No nos quedará otro remedio…, me responde con cara de penilla.

Me temo que sí.

Continuamos paseando. Y por un momento he visto a Q. montando a su hijo en los caballitos, haciéndole fotos y, entre vuelta y vuelta y saludo con la mano, me lo he imaginado hasta disfrutando y todo. Tiempo al tiempo.

Abuelas hambrientas

El embarazo desemboca en un curioso salto mortal sin red: durante todo el proceso esperas la llegada del bebé y el primer problema que se te plantea es con quién lo dejarás para volver al trabajo. Hay, básicamente, tres opciones:

Opción a): Padre o madre se toma un año sabático para atender a su bebé. No es la opción mayoritaria porque representa una renuncia profesional que no todo el mundo está dispuesto a asumir. En esta opción hay variables: es el caso de la reducción de jornada o de algunas personas que trabajan desde casa y, digamos, que se lo montan.

Opción b): La guardería. Sería la opción más sencilla si hubiera plazas libres, pero, como no es el caso, hay auténticos codazos para entrar, y las privadas no siempre están al alcance de todas las economías.

Opción c): La abuela/abuelas/abuelos. A mí me crió mi abuela porque era lo normal: ella vivía en casa y asumió ese rol, pero los tiempos cambian. Hoy, hay abuelos muy activos, viajeros incansables del IMSERSO, que han aprendido a navegar por Internet y que dudo que estén dispuestos a renunciar a la libertad que han conquistado hace muy poquito.

Conozco a personas que tienen muy claro que lo mejor es apuntar el niño/niña a la guardería y, otras, que creen que nadie cuidará mejor a sus bebés que las abuelas (y lo digo en femenino porque en la mayoría de casos son ellas las que se asumen esta responsabilidad).

Rizando el rizo, os cuento lo que nos pasa a Q. y a mí. Por suerte, tenemos dos abuelas hambrientas de nietos e intuyo que nuestro problema no será la falta de ayuda sino el exceso porque ¿cómo lo haremos para que todas estén contentas y puedan ejercer de abuelas en igualdad de condiciones?

(Firma foto: Q.)

Leyendas urbanas de embarazos

El mundo del embarazo, también, está lleno de leyendas urbanas. O al menos es lo que a mi me parece teniendo en cuenta la cantidad de historias que me han contando y que, a mi modesto entender, son de dudosa credibilidad. Aquí van las mejores perlas que he escuchado en vivo y en directo:

Mi primer hijo nació el día que yo quise: el día del santo de mi hermana pequeña. Ella nació el día de mi onomástica y fue una jugarreta porque perdí protagonismo en la familia. Le prometí que le devolvería la pelota. Y así lo hice. (¡Qué mala leche!, ¿no?)

Mi niña hizo caca antes de nacer. No tenía dolores ni había roto aguas pero ya vi su primera defecación. (¿Cómo es posible?)

-Una vez sentí a mi bebé cómo lloraba estando dentro de mi barriga. (¡Qué miedo!)

Jamás me he sentido tan acompañada como cuando he estado embarazada. (¿Has estado sola el resto de meses de tu vida?)

-Me levanté de la cama el domingo por la mañana y supe que estaba embarazada de una niña. (Decididamente, no me lo creo)

-Tenemos tres hijos y hemos programado nuestros embarazos para que nacieran antes de marzo. Y todos han nacido el primer mes de la primavera. (¿Cuestión de puntería?)

-En veinte años, dos veces hemos tirado para adelante y dos veces nos hemos quedado embarazados. (La persona que me lo explicó tiene mi total confianza)

¿Qué creéis? ¿Pueden ser verdad estas afirmaciones? A mí, la primera me da auténticos escalofríos. En este link hay otras.

¡Quiero estar gorda!

Todo el mundo me dice que he engordado poco. Según cómo se mire, el comentario puede entenderse como un piropo. Pero lo bueno del caso es cuando una mujer-madre-pero-ahora-no-embarazada le suelta a otra embarazada una frase del estilo:

-¡Qué poco te has engordado! ¿Y de cuánto me has dicho que estás? Yo estaba de siete meses y ya me había engordado veinte kilos y bla, bla, bla…

En ese justo momento sabes que la frase no era un elogio sino una acusación.

Te miran y te hacen sentir como si fueras una mala mujer, y estuvieras todo el embarazo a dieta preocupada únicamente por tu línea sin pensar ni por un momento que tu hijo tiene que crecer y crecer, y para ello tienes que comer y comer.

Yo les respondo:

-Pues será mi naturaleza. No hago nada especial y el bebé tiene el tamaño que le toca. Pero noto que no me creen.

Las mejores aliadas, en este caso, son las mujeres-madres-pero-ahora-no-embarazadas que también engordaron poco. Y te dicen: ¡Qué bien! Te pasa como a mí.

Mi sufridor señor Q. sabe que hablar de kilos siempre es un tema delicado. Conoce de primera mano las manías que compartimos la mayoría de mujeres – y las mías sobradamente. Él lo tiene claro:

-Si estás embarazada y hay una personita ahí dentro es normal que peses más, ¿no? Y si comes como siempre lo normal es que sólo se engorde el niño y tú no, ¿verdad?

Vivir con un hombre tan sensato hace la vida más fácil y los kilos -muchos o pocos- se llevan mejor.

Sujetadores antirobo

Este fin de de semana Q. y yo entramos en una cadena de tiendas muy conocida para comprar los famosos sujetadores de lactancia. Pensé que solita sería capaz de encontrar los modelos y tallas más apropiados para mí. Pero necesité la paciencia de Q. que a la pregunta: ¿Cuáles te gustan más? Respondió (más para complacerme que otra cosa): Tú misma, todos te sientan bien.

Después de escuchar su respuesta me vi en el espejo del probador como si hubiera robado el sujetador de mi abuela de talla extragrande del tendedero:aquellos con cobertura total -para entendernos, que casi te llegan hasta la clavícula- y una línea de seis corchetes para abrocharse a la espalda.

Una dependienta, muy acostumbrada a atender a primerizas como yo, hizo muy bien su trabajo. Me dijo que me quedaban estupendos, que ahora me los notaba un poco holgados pero que cuando me subiera la leche y llevara los discos absorbentes seguro que los llenaba.

Metí los sujetadores que mejor me quedaban en su caja, pagué un precio desorbitado y salté a la calle.

La lluvia nos sorprendió. Pensé en un comentario que esta misma semana me hizo un buen amigo mío -con la confianza que sólo los amigos muy íntimos se permiten- haciendo referencia al volumen de los pechos de las embarazadas.

Yo, en cambio, pensé en todo mi vestuario de verano y en la imposibilidad de lucir mis camisetas de tirantes con aquellos sujetadores antirobo. Miré a Q. reclamándole que me mintiera, que me dijera que me encuentra tan atractiva como siempre. Pero la telepatía no funcionó y continuamos andando esperando que los nubarrones se disipasen pronto.

Me olvidé de ser padre

La radio es un gran medio de comunicación de verdades. Permite expresarse con un grado de sinceridad mayor que quien se pone a escribir o da la cara por televisión (aunque hay algunos ataques de sinceridad que he visto en la pequeña pantalla que nos los podían haber ahorrado).

Pues bien, ayer me tropecé por casualidad con un programa de radio que planteaba si existe el instinto paternal y/o maternal. Me sorprendió la experiencia que contó una de las oyentes, ahora embarazada de cinco meses.

Resulta que ella y su pareja estaban encantados cuando supieron que esperaban un bebé. Todo marchaba viento en popa hasta hace poco cuando él, de pronto, dejó de hablarle del embarazo y de hacerle preguntas sobre el tema.

El colmo de lo que ella interpreta como una falta grave de atención es que su pareja se presentó el otro día en casa con unos billetes para irse a la otra punta del mundo en agosto, cuando ella tendrá un barrigón considerable.

Ella le dice que cree que no es un momento adecuado y él le responde que contrató el viaje –¡atención!- sin pensar en ello.

¿Puede ser que alguien se olvide de que va a ser padre?

La respuesta de los entendidos invitados al programa fue que ella debía hacer partícipe a su pareja del embarazo, que probablemente su falta de interés se debía a que él se sentía fuera de juego. ¿Juego? ¿De qué juego?, me pregunto yo.

Al otro lado del río

Hoy he descubierto que formo parte de un nuevo clan. De aquel grupo de mujeres que hasta hace poco hablaban en un lenguaje que no entendía.

Tenían conversaciones sobre suelo pélvico y episiotomía, contaban sus meses de embarazo por semanas, hablaban de sus pechos como una fuente de alimentación y se referían a su cuerpo como si fuera muy distinto al mío.

Estoy comprobando que, casi al mismo ritmo que va avanzando el embarazo, una empieza a navegar entre dos aguas. Por un lado, ves en el horizonte a un grupo de amigos que ya son padres, que te abren sus brazos de par en par –y sus armarios para que aproveches ropa y trastos. Sientes que te acompañan en este proceso diciéndote sin decirlo “ahora serás de los míos. Ahora entenderás porqué durante el último año no he venido a ninguna de las cenas de la pandilla…”.

Al otro lado, están las parejas y los amigos/as no comprometidos que parece que se despidan de ti. Te hacen las preguntas más sinceras: ¿Qué sientes? ¿Tienes miedo al parto? Te recuerdan que la próxima Semana Santa no iremos juntos a Londres y te cuentan que este verano aprovecharán la bajada del dólar para volar a Estados Unidos.

Y aquí, entre unos y otros, estamos Q. y yo, decorando la habitación del bebé y confiando –sabia inocencia- que la vida transcurra plácidamente mientras cruzamos, como dice Jorge Drexler, «al otro lado del río».