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El big data del alma

La peor afrenta a Goya es llamar al premio Ídem «cabezón»

En plena guerra tibia entre potencias desaforadas (sin normas) Rihanna sube al cielo en una plataforma suspendida de alambres y en trece minutos ocupa el mundo.

El fútbol, como deporte corrupto, no produce nada que se acerque al descanso de la SuperBowl, que en esta edición ha tocado el cielo y se ha quedado ahí, mejor que los globos misteriosos. Los globos espaciales inspiran la moda del año que viene, que es este: de momento no hay más futuro que fabricar armas y pelear por los chips de pocos nanómetros, que los acapara Tesla (que retira trescientos y pico mil coches por fallos: ya es un fabricante como todos, normal).

Que el turbocapitalismo es veloz y despiadado lo demuestra Google, que ha perdido el hilo y no sabe hacer hablar a su bot: y eso que despidió a un ingeniero por decir que el software tenía sentimientos. Google se hunde entre billones y Rihanna canta impávida como una diosa embarazada.

El arte es un caza, por eso los quiere Zelenski. Si los futuristas vieran Top Gun no querrían nada más. El binomio Top Gun es un homenaje a los aviones antiguos y al humano que fuerza la máquina hasta romperla. Match 11, lo que haga falta. Una rebelión ante el triunfo de las máquinas. Aunque a Tesla le falla el software.

Una cosa guay de los Premios Goya es la gala de los Premios Goya: es la única ocasión para ver el lujo y los vestidos caros en un marco de pobreza declarada. El cine español, como la cultura ídem y el país en general, es una industria y un arte de pobreza, art povera a la fuerza.

No solo porque lo gimen con razón sus representantes, especialmente en los Premios Goya –el presentador dijo que él era uno de los pocos que podían vivir de esto–, sino porque es verdad.

Por eso el contraste es tan explosivo: la miseria estructural, explicada desde el glamour y los trajes de gala. A la quejumbre desde el lujo. Las películas reflejan lo mismo, pero solo muestran la primera parte, la pobreza y la lucha por la vida, el marco realista de la España atroz en el mundo hipercapitalista, feroz lucha eólica por la lechuga.

En el cine patrio el lujo está mal visto (la criticada cocina de “Madres paralelas”), quizá porque el lujo se reserva para la gala de los Premios Goya. A Goya, como a Cajal, lo despreciamos de mil maneras: quizá el mayor oprobio es llamar al premio “cabezón”.

En las películas alemanas de los sábados por la tarde todos los paisajes son de ensueño: lagos, playas, praderas, granjas, pueblos de postal. Y en las series turcas no hay una hormigonera fuera de sitio. Viene bien el muy incompleto catálogo de espantos del libro “España fea. El mayor fracaso de la democracia”, de Andrés Rubio. (Endesa, con la complicidad de las autoridades, ha dinamitado la chimenea de 334 metros de la extinta central de Andorra (Teruel), ese icono pop).

De este lujo de casa de empeños nos redime el verano y la playa familiar de Rosalía en el clip de Despechá. La playa, por muy cutre que sea, nunca es cutre. Mañana es hoy (2022) de Nacho G. Velilla. España funciona en la fiesta: ciclo festivo de santos de invierno, semana blanca, carnaval y semana santa. San Froilán. Ahora le sacan otra presunta hija al rey emérito: ¡contenidos regios!

Nos redime Rihanna en su tramoya voladora, globos rojos que exhiben el mayor lujo de un mundo que se resigna a procrear mascotas: ¡Rihanna anuncia un bebé, el segundo hijo!

El lujo es tener un hijo o dos, ya solo se lo pueden permitir las supertop mundi.

El fútbol, paradigma del deporte corrupto –el caso Barça es casi naif o amateur ante el trapicheo de los mundiales–, no sabe hacer intermedios como los de la SuperBowl, los artistas declinan o cantan en esos emiratos con la boca pequeña.

En fin.

Y luego está Madonna, claro.

Y el tren tóxico descarrilado en Ohio.

Y los molinos eólicos: Rubén Arranz

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