Reportero: periodista que a fuerza de suposiciones se abre un camino hasta la verdad, y la dispersa en unatempestad de palabras (Diccionario del diablo - Ambrose Bierce)El cómo se hizo de los reportajes de 20 minutos...

Archivo de enero, 2007

¡Un güisqui, coño! (Crónica teletubbie de los Goya: ¡que me coman las legañas si miento!)

“¡Ponme un güisqui!”. Pilar Bardem invade la barra con su porte batallador, imperativa, su voz cazallera, su whisky, rápido.

“Hasta después de las doce no podemos Pilar, son órdenes”. El tono del camarero del Palacio Municipal de Congresos fue muy familiar. Así opera la lobotomía emocional de la tele: los famosos se convierte en seres entrañables, pasas más tiempo con ellos que con tu padre, y al encontrarte con uno te dan ganas de abrazarle… Así actuó el camarero (no abrazó, pero parecía como si platicara con su tía Carmen). Y yo acabé como un teletubbie frustrado sin poder hincarle mis brazos a nadie.

Qué mamá no cambiaría a Daniel Brühl por el vago redomado que un mal día le costó una episiotomía. Seguro que la madre de Daniel-que permanecía taciturno, como buen alemán, al otro lado de la barra- lo parió con sumo gusto y placer.

Yo, en cambio, por lo familiar, casi prefiero a Elena Anaya… Imagino que el camarero también. Me pareció tan cercana con esa faldita corta. Fue la única que se atrevió a lucir piernas bajo este frío siberiano que nos invade. Una heroína. Y como este reportero tenía un ejército de periodistas delante, gigantes como Fernando Gil, y debía informar por teléfono, minuto a minuto, de cómo iban vestidas las niñas, me tuve que colar por lo bajo de mis compañeros-¡qué pasa, sí, soy enano!-para ver únicamente y en exclusiva sus lindas piernas. Bendita Elena Anaya, la Agustina de Aragón del cambio climático. ¡No pienso lavarme nunca más los ojos! ¡Que me coman las legañas si miento!

“¿Y qué vamos hacer los que no bebemos otra cosa que güisqui?”, increpó el acompañante de Pilar. La de dios: los famosos sólo beben whisky. Ni agua, ni coca cola, ni cerveza, ni cava, sólo whisky. Quieren estar próximos al holocausto cirrótico de Humphrey Bogart, explotar su hígado con sonrisa seductora, reconocerse en el espejo de ‘Error’ Flynn, ¡el agua pa la ranas! ¿Qué vamos a hacer sin whisky? ¡Foie grass, oh la la! Y yo que pensaba que los suyo era el champán y las ostras al hilo del estupendo catering que habían preparado para la ocasión.

Queridos rufianes: la televisión y la publicidad nos engañan: si la alfombra roja- que en realidad era tan verde como un campo de golf artificial (quién dijo que no hubo política en esta gala)-estaba patrocinada por una marca de whisky… ergo, todo el cine español apoya, consume, y defiende hasta la última gota el licor escocés. Especialmente los pesos pesados como los Bardem o la ministra de cultura, la señora Calvo. Ni siquiera era una marca de vino español ¡Complot vinícola! Pero el camarero, siguiendo con la historia, lamentablemente, no le pudo servir la copa a la Bardem. Y ésta desapareció de la fiesta… Ohhh, triste final.

Horas antes, la comparsa de periodistas se abalanzaban cual chinos en las rebajas respetando los límites de la alfombra verde ping pong. Eran leones esperando la llegada de unos cristianos elegantísimos, sensuales en ocasiones, relativamente glamorosos, sin poder hacer sombra, eso sí, a la épica de los ultraortodoxos de Hollywood. ¡God bless a Paris Hilton interpretando a la María Magdalena de Gibson! A pesar de todo, a mí, que soy de Huesca- sí, tierra de mata alcaldes-no me pareció tan mal el circo de prendas que montaron sobre el campo de tenis.

¡In! Llega Verónica Echegui ¡Out! Dafne Fernández está aquí, qué alta es la condená ¡In! Llega… no tengo ni puta idea ¡Out! Toda la noche la pasé retransmitiendo el partido por el teléfono móvil a mi amiga Amanda, de 20minutos.es. Somos una multifactoría de información. ¡Canalillo! Digo, no, un palabra de honor con… con tirantes plateados y ajustado en la cintura. ¡Sortijas! ¡Estampados! ¡Canalillo! ¡Escote! ¡Canalillo! ¡Piernas!¡Perfume! Ahhhhhh. ¿Cubrirá mi empresa un tumor en el oído por las ondas del celular? ¿Cubrirá un exceso de líbido o un infarto al corazón?

Las chicas, especialmente las actrices revelación, estuvieron sexys, simpáticas, risueñas, coquetas, jugando sus cartas con el virtuosismo del mafioso del póquer. Se trataba de enamorar a esa cosa etérea que nos mira en diferido desde un lado remoto de nuestra existencia: aunque sea un baboso que se esté masturbando con 30 minutos de retraso en el sofá de su casa, o el mismísimo Almodóvar, que estaba viendo la gala- así lo explicó su hermano, Agustín– como si se tratase de un partido de fútbol, con patatas fritas y alcohol. ¡Espero que no fuera whisky!

Los chicos, especialmente los veteranos, no parecían poder sacarse de encima el porte de macho arrogante cool de los toreros del Hola! (Sí: ¡qué envidioso soy!) Óscar Jaenada, por ejemplo, no me puso nada. Ese toque canalla chic, con sus sortijas 50cent de brillantes, me repelió más que hacerme creer que se trataba de la vivita estampita de todos santos del maestro Camarón. ¡AYYYY!

Daniel Guzmán, muy serio. Le pega eso de pegar en la pantalla.

El del Canto del Loco-perdóname oh fan que no sé lo que digo- parecía la reencarnación juvenil del neandertal con más cuevas del pueblo.

Y el bueno de Viggo Mortensen-yo que esperaba a un Aragorn con sus melenas y rollo bélico porteño- le vi metido en el papel de Bela Lugosi con ese pelo tirao tan pa atrás, pálido, vestido de oscuro, y el toque de color sangre de su corbata del Barça (o del San Lorenzo, como bien apunta Marina)… ¿Próximo proyecto Entrevista con el vampiro III? ¿O fichará para los chicos de Rijkaard como Beckham para el séptimo arte? Expediente X.

Sí, definitivamente no me molaron los actores. Ni Manolo Escobar. ¡Como te roben el carroooooooo se van a forrar! Ni Juanjo Puigcorbé de smoking. El único Juan Diego, que llevaba una castaña de kilo encima, o será así de crápula, tanto monta monta tanto, hablando de sus Goya que ha puesto en la cocina, estatuillas que conversan entre ellas mientras él desayuna y escucha, como en los mejores sketches de Monty Python.

Las féminas fue otra cosa, sino cuento a Carmen Maura, que me pareció estirada, encerrada en ese vestido de color turquesa, como si fuera a protagonizar en busca de la piedra esmeralda o algo así. Diva que se llevó el Goya, así que ni mu. ¡Viva el totemismo!

¿Cómo pintaría a toda esta panda el maestro aragonés? ¡Fusilamiento de enero!

Y Pe. Oh, Pe, qué escote, qué sonrisa prefabricada, y qué dulce atención a la prensa. Qué Almodofílica. Qué ¡Átame! Pe. La nueva Sofia Poren. La musa triunfadora de la noche. Si les digo un secreto, por cómo se comportó antes y después, creo que sabía que iba a ganar. Sí, lo sabía. Es lo malo de ser paranoico. También sospecho que Bush tumbó las Torres Gemelas. No es coña.

Y así fueron los Goya. Toda una noche pegado al teléfono en una sala de prensa en la que por cierto estaba el director decano del porno español, José María Ponce (¿qué buscaría?). En la que Corbacho era el líder indiscutible de los abrazos, y los te invito a un…, o a un cual y tal…y demás cosas de la era del homo zapping. Y en la que acabé fumándome un canuto con un actor revelación, amigo del Largo (ese Fernando, qué grande, literal), que nos explicó que esto del mundo de espectáculo es una mierda, que los mánagers te chupan el tuétano, que hay que tener mucha cara para pelear contra tiburones sin desfigurarte, en un océano en el que hasta que no eres una estrella te dejas las tripas y el culo al aire- como en el periodismo- para empeñar los calzones en espera de un Goya que no llega. ¡Pon un Goya en tu vida! Y luego que diga Pe con esa voz celestial que los sueños se cumplen y hay que luchar por ellos. ¡Pedrooooooo! Espíritu, manifiéstate. ¿Dónde estás? Sí. No. 666. Good Bye.

El reportaje fotográfico, excepto la foto de Brühl, es de Sergio González. ¡Menudo currazo se dio!

Javier Rada

Así lo ordena la tradición hiperbórea I

A la osa polar, que se extingue…

Como ordena la tradición hiperbórea, la madre de Zigäbel, una indígena de ojos asimétricos-imaginen los huevos de un frailecillo obeso- portaba en el centro de la comitiva la bandera familiar- ¡Me refería a los huevos del frailecillo atlántico!

Un oso blanco aparecía en la pulcra divisa, muerto, decapitado, por una diosa Boreal. El rojo sangre, el blanco oso, brillaban en esta bandera. La espada de la diosa rendía hecatombe al cielo higiénico.

Ambos padres de la chiquilla (el biológico y el cultural) cerraban la comitiva, y apoyaban sus cabezas sobre los hombros de su mujer, enclenques, pequeños y calvos que eran. Lloraban y rogaban a su niña, desconsolados, ¡pobre Zigäbel! Entornaban córvidas lentes ante la imagen del joven esposo (¡satán!) el cazador Gugdôbel, que con malas artes, decían, les había usurpado a su más preciado tesoro. Habrían dado muerte a esa rapaz si hubieran podido o así fuera ordenado por la autoridad materna, pero ambos debían respeto a las leyes nupciales y al poder centrípeto de su mujer… como mandan los severos ritos hiperbóreos.

En la periferia del ártico, tras largos años de noviazgo, la pareja iba al fin a separarse de la familia de ella; la cabeza de Zigäbel estaba confundida: una contradictoria simbiosis entre la gratitud y la tristeza. Lejos del poblado, la gracia de independizarse y disfrutar de la intimidad de un nuevo hogar; los ojos de Gugdôbel no podían disimular la ilusión de librarse del trío de suegros. Gozar y poseer un espacio íntimo, un iglú compartido con su tío tonto: Bruz, tío de Gugdôbel, hombre morfológicamente apingüinado, parecía enamorado de la construcción que había ayudado a levantar con sus propias aletas. ¿Quién iba a negarle una celda? Pensar en ilusiones, tiempos muertos, caricias, besos acuosos, ronquidos de hidrógeno, graznidos de cuervos a la esperanza…

Los gimoteos paternos eran amplificados por el viento: trágicas hondas que rebotaban hasta morir en el infinito sónico. La madre, en silencio, estaba situada en el centro de la comitiva, a modo de muro maestro. Bruz, ajeno a lo que se desarrollaba a su alrededor, sentado en el suelo, acariciaba las paredes exteriores del iglú. Acercó su oído al frío elemento, quería percibir las vibraciones de la escena, buscar la cadencia del drama filtrada por la naturaleza esencial del hielo. Los cronistas, en cambio, dirían que hacía el imbécil, algo, por otra parte, muy propio de él.

-Y pensar que os lo dimos todo, os cedimos el mejor lugar de nuestro glof, alimentos, amor, escuela, reprochó la madre, seria, fría como la tundra que los envolvía hasta el más allá de los mapas.

– Lo sé mamá, pero tienes que comprendernos, necesitamos espacio… respondió dulcemente Zigäbel. Su voz se extendió sobre las crines de un alocado eco.

Bruz seguía acariciando el iglú con sus aletas, como si presintiera que pudieran llevárselo lejos de allí, obligarle a abandonar a su sobrino.

– ¿Y el subnormal se quedará con vosotros?, preguntó la madre.

Los dos padres seguían colgados de sus hombros (“el subnor… el subnor…” sollozaban).

– Mi tío estará con nosotros hasta la próxima primavera, nos ha ayudado mucho con el iglú y es buen cazador, dijo secamente Gugdôbel.

– No nos molestará- se apresuró a añadir Zigäbel- es medio tonto.

– Tonto e inútil. Hija mía, nadie pensó en este futuro. ¡Las runas hablaban de un hombre rico! ¡Mira a tus padres! ¡Crees que merecen esto! ¡Te han dado el pecho, la sangre, el sudor y hasta el pelo!-dijo acariciando el cráneo de uno de los esposos-. Llorones, regresamos a casa, dejemos aquí a esta ingrata. La abuela tuvo que apoyarla en todo, ¡cómo si no tuviera bastante con atender a sus ocho maridos! ¡Esto no es una parroquia! ¡Esto es una mierda!

Silencio tétrico. Sólo el viento enviaba presagios.

-¡Que la diosa Xarxa te infrinja castigo en la noche nupcial, antes de la llegada de la aurora! ¡Mal hija!

Le hubiera encantado que en aquel instante un rayo hubiese azotado al cielo en las mismas ingles. Pero no fue así. Así que, sin previo aviso, la madre escupió en el ojo de uno de sus maridos. No fue por sadismo, no piensen mal, sino para que, a falta de rayo, surtiera efecto el sortilegio; aunque nadie obvió que disfrutara al hacerlo, como mandan los jocosos ritos hiperbóreos. El que recibió la gracia, como era de esperar, lanzó el tradicional gemido de confirmación: ¡ahhhrrga!

La comitiva familiar dio media vuelta al unísono marcial de un grito materno. Los padres, a pesar del escupitajo, seguían arrimados a los hombros de la matrona. Caminaban lentamente, y lanzaban postreras miradas atrás. Sus ojos encharcados emitían SOS como el culo luciérnagas al ser violadas. ¡Adios Zigäbel!, repitió varias veces, a modo de mantra, el padre tuerto. SOS. Luciérnaga, violación.

Nablús: La niebla del payaso (final)


“Nadie anuncia la creación de un movimiento que pretende alcanzar la perfección mediante el método de matanzas masivas; nadie dice que se trata de inhabilitar, aislar, y luego quemar o envenenar a esta u otra gente, parásitos, explotadores, rufianes, contaminados por su propia raza, religión o riqueza, y que hay que degollarlos junto a sus hijos recién nacidos, hasta el último: en el mundo entero, lleno de extravagancias que hoy llegan hasta la locura, no existe tal declaración.”

Stanislaw Lem. Provocación.

Nablús suena a niebla, sí, y a muerte. Por eso buscas la metáfora, intentas no asfixiarte junto a sus habitantes, y entonces hablas de payasos enfrentados a cocodrilos en un valle de lágrimas.

Lágrimas de payaso, lágrimas de cocodrilo, y aún más claro:

Los sueños de la razón engendraron a Nablús: la pintaría gris, haría sangrar el hormigón, retrataría las interminables colas, los empujones, y el rostro desencajado de los soldados, o la desesperación de los viejos, mujeres y niños, y los jóvenes que claman el SOS en el último charco.

Más claro, un disparo.

Es como en el Pasaje del terror de las ferias: 20 dólares para un taxi y tienes asegurado tu ticket al desencanto. Veremos si puedes salir de allí: la arbitrariedad del checkpoint de Hawara (Huwara) es tal que uno debe tener en cuenta que quizás no pueda regresar a casa.

Los taxis y coches palestinos tienen prohibido el acceso a la ciudad, encerrada como está en las tripas de un valle. Del checkpoint al centro distan varios kilómetros. Las montañas que la circundan están tomadas por puestos militares, y los altos edificios, dejados, hablan de la prosperidad perdida por el azote de Marte.

Recuerdo la primera vez que la visité hará dos años. He de confesar que es un lugar que fascina. Me atrapa porque más allá de allí no hay nada, los límites y las fronteras del hombre están anclados en esta tierra, y más allá sólo está lo inefable. Ésta es una de las fronteras de la humanidad, un paso más, y la senda es exclusiva para bestias.

Proveníamos entonces de Jenín, y los soldados no nos querían dejar pasar. «¿Hablas árabe?» «No» «¿Tienes algún amigo árabe?. No. «¿Qué quieres hacer en Nablús?» «Es un lugar bíblico», respondí. «No, es un lugar peligroso para ti», dijo él. Y no entendí si se refería a los palestinos a los propios israelíes. Pero adorando al profeta Ronaldinho, y reivindicando a Barcelona como centro del turismo mediterráneo, conseguimos entrar.

Añado aquí mis notas…

Nablus es un ciudad de 120.000 habitantes asediada por el ejército hebreo desde la segunda intifada (2000): fecha en la que sus habitantes denuncian que las cosas han ido a peor. Israel la considera como la principal «fábrica de hombres bombas» y ha declarado un estatus especial. Los habitantes de Nablús se encuentran encerrados. Hasta cuatro checkpoints controlan todas las carreteras. La rodean asentamientos judíos equipados con la última tecnología…

Podría hablar de sus zocos, y sus olores a especias, a gallinas, a carne colgada de un gancho, miríadas de gente por el laberinto comercial. Pero no voy a extenderme más. Sólo decir que un checkpoint se instaló en mi garganta. Sólo decir que todo el mundo contaba historias tristes, relatos de desesperación. Muertos, heridos, mutilados. Niños asesinados por jugar en el monte. Familias perdidas por una excavadora que sin avisar tumbó una casa.

Sólo decir que es fácil morir en una ciudad que parece haber perdido el horizonte por un muro de hormigón. Y preguntarse dónde está la comunidad internacional, los que acusan con el dedo y llama bárbaros a los oprimidos, los que quieren hacernos creer que luchan contra el terror usando el martillo de Thor.

Siguen mis notas…

Ello hace que se haya desarrollado un industria paralela de taxis. Centenares de taxis aguardan a uno y otro lado de los checkpoint. Son como estaciones improvisadas en los descampados circundantes al puesto militar. Mahmud (nombre inventado), por ejemplo, asegura que antes de la segunda intifada trabajaba como profesor de autoescuela, y que desde entonces, por el constante clima de guerra, con diarias incursiones militares, tuvo que abandonar su trabajo y dedicarse a ser taxista: la ciudad parece colapsada en sus servicios normales: escuelas, hospitales, la comisaría de policía ha sido arrasada, y el negocio del taxi ha florecido ante la incapacidad de los habitantes de moverse fuera de la ciudad en su propio coche. Mahmud reza para que la situación mejore algún día, aunque no tiene muchas esperanzas, mientras nos conduce de vuelta al checkpoint. Muchos de los habitantes de Nablús, especialmente los jóvenes, tienen prohibida la salida…

…y se ahogan, y en sus pesadillas sueñan con cinturones bomba. Un chorro de niebla surge de la sonrisa de un payaso. Un chorro de niebla que cubrirá la ciudad como si fuera una gran carpa de circo, el espectáculo está garantizado, porque los sueños no entienden de fusiles ni armas, los sueños hacen volar. ¿Cómo están ustedes…?

Javier Rada

Niebla y payasos


¡Oh rey!, yo no siento sufrimiento y, a despecho del cruel tratamiento que he sufrido, no siento el fuego de la ira. Mi corazón no tiene más que sentimientos de benevolencia por mi madre, que ha ordenado arrancarme los ojos. Príncipe Kunala (leyenda budista).

Tras conocer El Pequeño Circo de Nablús…

Pienso en Miliki, Gaby y Fofó al trote, asustadísimos, meándose en los pantalones. En Marcel Marceau levantando las manos al cielo. Pienso en Charlot tropezando con barricadas de basura ardiendo. En Tortell Poltrona, cabizbajo, haciendo caso omiso a los insultos. Pienso en payasos, y en mi infancia. Y en Charlie Rivel desangrado.

No pienses tanto, me digo. Los payasos fueron creados para recibir el cruel envite, la desgracia ajena es el chiste universal: una zancadilla ‘amiga’ y el payaso tropieza/ basura ardiendo/ una bomba de tinta explota en su rostro al caer/ es rematado en el suelo, tuerto por el chorro de la flor traicionera…

¡Desalojen el circo!

Risas. Aplausos. ¿Cómo se sienten ustedes?

Que los jóvenes palestinos sueñen con un gran circo tiene su lógica cruel. Deben convertir la desgracia en humor ácido, capaz de traspasar las armaduras, inocular lo blanco en lo negro, formar un arco iris en las pupilas que sólo enfocan piedras en las canteras del odio.

El Pequeño Circo quiere hacer de una gran cárcel una carpa de color. Una utopía. En eso consisten las utopías. Porque ya nadie puede creer en ideologías o en máximas de mercado. Sólo en sueños humanos, sueños animales, sueños de vida, justos, necesarios, urgentes, prioritarios, legítimos. Soñar en cosas humanas. Las ideas yacen en una cuneta, asesinadas.

Visitar Nablús fue donde el viaje encontró su objetivo, pisar al fin Ítaca, la tierra barrida por los vientos de la historia moderna, y a la vez tan antigua. En ningún otro lugar de Cisjordania se puede ver con mayor claridad-oscuridad, sería el término preciso- qué representa una ocupación militar.

Pienso en la demagogia en la que todos caemos: las imágenes más cercanas las encuentro en los campos de concentración. No es lo mismo. Pienso en el gueto de Varsovia: un barrio-ciudad sitiado, como Nablús. No es lo mismo. Pienso en el horror de los hombres bomba, los mutilados de Tel Aviv, y en las justificaciones de Israel para encarcelar esta ciudad-barrio de 120.000 habitantes. No-es-lo-mismo. Y en el horror de los niños piedra que no conocen otro juego que el de la intifada y mueren como ratas. Y en el horror de los niños soldado que afirman que están limpiando el mundo, su mundo. Las ideas yacen en una cuneta, digo, y claman con fuerza venganza.

El día anterior de visitar Nablús, viernes, 23 de diciembre, Cristina- una compañera de Europa Press- y yo, visitamos la Red en busca de pistas. «Heridos en enfrentamientos dentro de Nablús». Hamás y Al Fatah se enseñan los dientes. Hamás estaba preparando su aniversario en la ciudad. Y los seguidores de Al Fatah abrieron fuego.

Alquilar un coche nos costaba el sueldo trimestral de un palestino. «¿Están seguros de que quieren ir a Nablús?», nos dijo el recepcionista del hotel Bethlehem. «Nablús no es como aquí (Belén), tiene una situación muy complicada», advirtió en un perfecto español pausado.

No alquilamos el coche. Incluso pensamos en cambiar de planes, visitar Tulkarem. Noticias de aquella misma noche en la web: «Una estudiante abatida en Tulkarem por un francotirador israelí».

Todos (reporteros con gran experiencia o expertos de ONG) nos recomendaban llegar hasta Nablús en un coche con matricula israelí. «¿Además, qué queréis hacer en Nablús?», me dijo un cámara de Televisión Española. «Si quieres salsa (conflicto, tiros, piedras) vete a Hebrón al atardecer».

Cristina y yo no queríamos salsa. Queríamos Nablús, que «suena a niebla«, como bien dijo aquel veterano reportero aragonés. Al día siguiente nos montamos en un autobús rumbo a Ramala.

Si no podíamos llegar a Nablús, el plan era entrevistar a Maha, líder de la progresista Unión de los Comités de Mujeres Palestinas. Tenía que cerrar un reportaje como fuera. El día anterior las cosas habían salido ciertamente mal, y no quería perder ni un sólo minuto más de trabajo.

En Ramala, al bajar del autobús, nos recibió un taxista alzando sus manos. Gordo. Con un gorrito redondo árabe, muy gracioso. Excesivamente hospitalario. Un mercader. Le preguntamos cuanto costaba ir a Nablus (20 euros) y el tiempo que podríamos tardar (40 minutos). Antes de lanzarnos a la ciudad de las refriegas, con un muerto y secuestros incluidos, quisimos tomar un café. Nos acercamos a un policía para preguntarle como estaba la situación. «¡Yo soy de Nablús!», respondió. «Espera que llame a un amigo». Usó su móvil y en seguida nos dio respuesta. «Dicen que entre Al Fatah y Hamás hoy las cosas parecen más tranquilas, pero que vigiléis en las carreteras con los soldados israelíes».

El taxista nos llevó por los caminos de esa Palestina de colores quemados, ese pedregal de inverosímiles olivos, de urbanizaciones fortaleza (asentamientos judíos), de barriadas olvidadas.Pero antes paró en un colmado, y compró ocho cervezas y una bolsa de cacahuetes. Nos invitó a beber, brillaba el sol, y proseguimos el viaje con la algarabía de la música egipcia como banda sonora hacia el checkpoint más cercano…

Javier Rada

En gueto sagrado

La diáspora, el éxodo, el nakba. Judíos y árabes han conocido la brutalidad e iniquidad de estas palabras. Palabras que nombran lo innombrable. Abandonar tu casa, tus raíces, tu cultura, tu lugar, tus amigos, tus vecinos, el primer olivo bajo el que besaste, la piedra en la que te circuncidaron. El primer lugar… Este es un relato de refugiados, de ciudadanos de segunda en una tierra de tercera, cuarta, quinta clase.

Han cogido nuestro país, y nos han encerrado en un muro, han prohibido los hospitales, trabajar, vivir, estamos en una cárcel. Si los jóvenes alzan su voz, van a prisión. Se llevan a nuestra gente, si quieren secuestrar a mi hijo nadie dice nada. Europa ya no nos ayuda, se olvidaron de nosotros desde lo de Irak…

La que habla no es una terrorista de la yihad. Armada como iba con su rostro afable, sus generosos golpes de hospitalidad, acompañada por un ejército de encantadores nietos. Con el póster de su idolatrado Yasser Arafat presidiendo el salón de su modesta casa en Belén. Un mundo pasado, cuando entre los palestinos se respiraba unidad.

Su nombre es Abla Issa El Azze. Tiene 56 años. Cuando era niña fue expulsada de su tierra, en el año del gran desastre, 1948, la proclamación del Estado de Israel. Sólo conoce el campo de refugiados de Belén, aunque mantiene la esperanza -vana, lacrada, ingenua- de volver a su tierra antes de morir. Un buen día, los vecinos árabes y cristianos de Tilissafi, se vieron obligados a marcharse. Así lo explican los anales y los recortes de prensa. Los musulmanes optaron por exiliarse a Cisjordania, o los países limítrofes, como Siria, Jordania o Egipto. Los cristianos corrieron en dirección a El Líbano. Nunca más regresaron.

Los campos de refugiados, lejos de la imagen arquetípica que había infectado mi cabeza- tiendas de campañas con harapientos y desnutridos afganos- han llegado a convertirse, a simple vista, en un barrio más. Sin embargo, respiran pobreza y la ponzoña del desencanto. Desde 1948, el año del desastre (Al Nakba), ha corrido mucha pólvora, nieve, enfrentamientos, hambre y calamidades. Y siguen faltando gran parte de los recursos básicos, como hospitales, escuelas, alumbrado eléctrico, parques… Un grupo de periodistas y cooperantes de Paz Ahora conocimos al hijo de Abla en un velatorio. Bibi, encantadora chica, mitad palestina, mitad libanesa (para el Moshad: mitad loba, mitad vampira) nos hizo de intérprete.

Dejemos que hable Bahaa Issa, el hijo de Abla, que nació un 24 de diciembre de 1981 en Belén. Sí, sorprende el lugar y la fecha…

«Si traes a cualquier joven europeo no aguantaría más de diez días aquí», nos explica mientras reparte té a los visitantes. Bahaa es un chico moderno, bien vestido, y quiere ser periodista. «Pensabamos que al hablar con los extranjeros nos ayudarían, pero todo el mundo conoce a estas alturas la situación, saben que estamos bajo la ocupación, que tenemos el mismo derecho a vivir como vosotros, a trabajar, a estudiar, y, en cambio, permanecen ciegos».

Para llegar a la universidad tarda entre una y dos horas, dependiendo del humor del soldado del checkpoint que debe cruzar. Les obligan a levantar las manos, les cachean día tras día. Ida y vuelta. Y le dicen: «Tú no eres estudiante, eres un terrorista, vuelve a tu agujero». Si no estuvieran bajo ocupación militar tardaría siete minutos en hacer este recorrido escolar. Por eso quiere narrar el sufrimiento de su pueblo, para ver si es posible que dejemos de estar ciegos.

En la calle anexa cuatro niños juegan en la oscuridad dentro de un coche abandonado. «Hello!», gritan, para acto seguido esconderse en los asientos. Es un juego inocente, distinto al de la guerra. «Salam», les respondemos, y ríen. Entre 250 y 400 niños viven en este campo.

«Los niños no tienen espacio en donde jugar. No crecen bien, no pueden ser felices, no tienen espacio social. El mayor interés de los palestinos, aún siendo pobres, es que sus hijos vayan a la universidad», asegura.

Cuando Abla llegó en 1948 a Belén empezaron a fraguarse sus verdaderos recuerdos. Nieve, frío, tiendas de campaña que volaban por el viento en el paupérrimo campamento del ACNUR. Vivieron de este modo durante diez años. Toda su infancia se tejió en una pobreza extrema.

«Los mayores hablan del pueblo, pero estamos desarraigados. Los niños responden que son de Belén. A pesar de todo, a mis hijos les diré que deben regresar, que esa sigue siendo su tierra», continúa Bahaa.

Recuerdan con estupor su historia, y aprenden lecciones de ella. Resistir es la única consigna. Resistir para no ser expulsados. En la última intifada el ejército hebreo cercó durante dos meses el campo. Tomaron con artillería los edificios más altos. Les bombardearon día y noche. Pero ellos respondieron. Y el campo, y sus callejuelas estrechas, se cerraron al invasor. La familia de Bahaa se reunía por la noche en el salón, a la luz de una vela, ya que el ejército había cortado la electricidad, mientras los estruendos y temblores se sucedían en el exterior. Si salían en busca de agua les disparaban. Se jugaron la vida para beber, comer, dormir, amar… vivir. Durante esos meses era imposible saber si al despertar seguirían vivos. Pero la letra había entrado con sangre en 1948. «Si nos vamos, no regresaremos». El rito sagrado de resistir.

Aquí tienen el reportaje que escribí para la edición de papel. Mi amigo Guillermo dice que es sensacionalista, pero es difícil transmitir en pocas líneas, sensaciones, sufrimientos, atmósferas, realidades que requieren de más espacio para ser contadas, entendidas. Por eso debemos recurrir al efecto literario. Es mi opinión. Las fotos son de Silvia Viqueira, periodista de olfato del Correo Gallego. La obsesión por visitar este campo también fue suya.

Javier Rada

Nunca digas nunca Hamás

Jenín es un feudo histórico de Hamás. Es la ciudad en la que se respira el mayor aire militante de las que visité en Cisjordania. Todo el mundo va armado, me explicó un palestino al que conocí nada más pisar la medina (casco antiguo). Trabajaba para Médicos Sin Fronteras, un privilegiado, ya que gozaba de la residencia israelí en Haifa y podía cruzar el muro del apartheid con relativa facilidad. Él no estaba encerrado como muchos de los habitantes de Cisjordania. No era uno de aquellos jóvenes de Jenín que te enseñan sus pistolas en un acto de gallardía, para vacilar al visitante con aspecto de americano. Chicos que no tienen por qué ser milicianos, continuó explicándome el médico; llevar pistolas es como para nuestros chavales el móvil, algo común.

En Jenín todo el mundo parece hipnotizado por las armas y la parafernalia de la guerra. Los modestos póster de los mártires que cubren inexorablemente las calles de Betlehem, Ramallah o Hebrón, en esta ciudad se institucionalizan a lo grande, puro márqueting, los espíritus de los muertos están en todas partes como en nuestras calles nos invade la Coca Cola o los avisos de accidentes en las carreteras. Estos póster, murales y carteles, tienen una especial estética kitsch y cumplen un fiel papel de propaganda. Atraen tu mirada. Te cazan como si fueran fauna extraña de asombrosos pelajes. En muchos casos aparece la cúpula dorada de Jerusalén o la Mezquita de Al Aqsa como escenario. En todos aparecen jóvenes empuñando ametralladoras o incluso ataviados como karatekas: son los guerreros del pueblo palestino, los que sacrificaron su vida por la gran causa. Es el último reflejo de la muerte antes de la próxima llegada de las tropas israelíes, cuando en las calles los muertos de carne y hueso suplan el papel de los mártires al recordar las injusticias que padecen. Y el desgraciado espejo en el que muchos niños palestinos quieren mirarse.

No hay nada más grande en Palestina que morir por la tierra. Además, los grupos extremistas, entre ellos Hamás, aseguran una pensión de por vida a la familia que entregue a un mártir. Puede llegar a convertirse incluso en un negocio. Con razón muchos palestinos dicen que su gran lucha es demográfica. Pobreza, culto al mártir, constantes ataques israelíes: dinamita. En Jenín se vive y muere por la causa. Que se lo digan al vicealcalde de Hamás, con el que tuvimos ocasión de hablar.

El vicealcalde cumple ahora las funciones de alcalde, ya que éste fue detenido en julio por Israel y llevado junto a otros muchos políticos cisjordanos a una prisión militar. Su silla sigue vacía en el Ayuntamiento: nadie la quiere cubrir en su recuerdo. Son otro tipo de mártires: Israel tiene encerrados a más de 9.000 palestinos, y ser político no otorga inmunidad; si eres de Hamás, en cambio, te pone en el punto de mira. Por eso el vicealcalde iba acompañado de un enorme guarda de seguridad, al que en un principio confundimos con el conserje. Era un gorila vestido de civil al que le encanta mostrar sus fotos con metralletas, un anticipo, quizás, antes de convertirse en el eslogan estrella de la próxima calle, la próxima casa, el próximo velatorio.

Los políticos de Hamás no tienen cola picuda y lucen cuernos, pero sí muestran una determinación bruta,alejada de los modales exquisitos de los políticos de Al Fatah, que están más en la línea de los bureaus europeos. Parece que Hamás -una vez escuchado sus palabras y comparándolas con las que pude oír de Al Fatah- ha abandonado la dialéctica victimista de los palestinos, ese posicionamiento estratégico que tantos frutos diplomáticos les ha otorgado a lo largo de su historia. Hamás usa la determinación en su discurso cerrado, un posicionamiento a priori inamovible, y por lo tanto, vista la situación, coherente. Se saben vencedores legítimos. Han ganado según las reglas occidentales, siguiendo los acuerdos de Oslo que establecían que la Autoridad Nacional Palestina era una democracia. Y no consideran justo que les obliguen a abandonar el poder. El anuncio de elecciones anticipadas ha sentado como un jarro de agua fría entre muchos palestinos. Un jarro, mejor, de nitroglicerina. De ahí la situación en la Franja de Gaza.

Los hombres de Hamás visten de un modo más humilde que los de Al Fatah, cierto aspecto de sindicalista, y vencen en las zonas más desfavorecidas de Palestina. Aseguran que respetan a todas las religiones, y que ellos sólo piden a los cristianos que les dejen vivir como su pueblo decida. Para Hamás son los cristianos-y por descontado los judíos- los que están matando a musulmanes en el mundo, y preguntan, no sin cierta ingenuidad, que por qué ocurre esto.

Lo cierto es que en Jenín existe un barrio en el que no rige la ley islámica. En el barrio cristiano, que se encuentra en lo alto de una loma y en donde Jesús sanó la lepra, los musulmanes pueden ir a beber ya que no está prohibido. En el resto de la ciudad es imposible adquirir una gota de alcohol: la fiesta está en el barrio alto, toda una institución. Pero al hablar de cristianos no piensen en una colonia de hombres y mujeres rubicundos venidos de Utah para hacer apostolado (descripción perfecta de un asentamiento judío). Son cristianos árabes de Jenín: y para Israel tanto monta, monta tanto. A pesar de los elementos religiosos de este conflicto, sigue siendo una guerra por la tierra.

Así las cosas, que siendo día de Navidad y siguiendo las costumbres hospitalarias del pueblo palestino, el vicealcalde, junto al consejero de finanzas, nos invitó a su casa a tomar vinos. Choca brindar con una persona de Hamás, seres publicitados en Europa como fanáticos religiosos que lucen barba y siguen la literalidad del Corán. El texto sagrado prohíbe el vino, pero no lo suficiente en Palestina. Especialmente si al degustar el vino, tras varios días de borracheras con el caldo peleón árabe, uno se da cuenta de que tiene un aroma especial, un sabor elaborado con mimo, un excelente vino con cuerpo y sello israelí. Sí, los de Hamás, en su casa blindada, alejada en medio del campo, en las celebraciones navideñas beben como cualquier cristiano un buen vino, aunque provenga del hígado del enemigo. Los israelíes, en cambio, fuman el hachís de El Líbano. Sólo la guerra entiende de fronteras; el comercio y los vicios, hamás.

«Si os cogen los de Hamás os echarán del pueblo», se mofó el vicealcalde mientras brindábamos. Claro que ellos eran del movimiento, así que me sentí tranquilo, y todo el mundo cantaba villancicos-una tradición tan española como odiosa que me llevó a rezar por la intervención del ejército hebreo- pero al fin y al cabo, a pesar de los malos humores, el buen vino reconcilia a los malos espíritus. Me extrañó no ver guardas con metralletas en la puerta, hombres fieles postrados allí en plena crisis con Al Fatah. Me extrañó que su mujer y niños no lucieran los estrictos códigos de vestimenta islámicos. Que el tipo fuera afeitado. Lo moderna y ostentosa que era la casa. Me extrañó, sí, en el día de Navidad cambiar a mi familia por unos brindis con Hamás.

Ello me trae a la cabeza un titular que intenté colar en 20 minutos cuando ganaron en enero las elecciones: NUNCA DIGAS NUNCA HAMÁS. Por alguna razón a mis altos jefes no les pareció correcto hasta que tituló así La Vanguardia. Sigo pensando que este titular ejemplifica la lucha mediática y mental entre todos nosotros, la Comunidad Internacional, Israel y parte de los palestinos, armados de prejuicios, intereses, miedos y bombas, contra Hamás. Y también el hecho de que bebiéramos todos juntos, siguiendo a nuestro querido aragonés Buñuel, acompañando una estampa de la Navidad surrealista: un buen vino israelí en el santuario islamista palestino al grito del folclore patrio del arre borriquito arre burro arre que nos cierran el checkpoint si llegamos tarde… Suerte que aquella noche les hicimos tanta gracia a los soldados hebreos como a sus acérrimos enemigos en los innumerables puntos de control que cruzamos. Si bien es cierto que las cosas podrían haber sido muy distintas si hubieran sabido nuestra procedencia.

Javier Rada