Reportero: periodista que a fuerza de suposiciones se abre un camino hasta la verdad, y la dispersa en unatempestad de palabras (Diccionario del diablo - Ambrose Bierce)El cómo se hizo de los reportajes de 20 minutos...

Archivo de febrero, 2007

Nos trasladamos a ‘La Mentira’

Nos trasladamos, como la luna al finalizar el ciclo. Eneko, Mateo Parrilla, y yo iniciamos otra historia, nos metemos de lleno en La Mentira: una verdad como otra cualquiera. Blog en el que combinaremos viñetas, dibujos, bocetos, experimentos, garabatos, recortes de prensa… con recortes de vida, política, guerras, amores, odios. Y todo agrupado alrededor de la mentira como temática.

Pretende con el tiempo acabar siendo una Enciclopedia de la Mentira ¡cuánta fe! (entradas agrupadas por palabras, palabras de las que se abusa en los medios, en boca de los políticos, en voz de la calle, nombres violados, despojados, destrozados a diario, o simples reflejos de realidades).

Las enciclopedias nacieron con la ilustración: querían ser la llama en la oscuridad de la cueva, el punto de razón sobre el maremoto de superstición, eran almanaques de verdad.

Tanta es la sangre y la estupidez que ha corrido desde entonces (siglo XVIII) que parece lógico hacer ahora una enciclopedia de la mentira, ¿no?

Comprobarlo si queréis.

http://nuestrasmentiras.blogspot.com

Y a 20 minutos, ¡hasta la próxima! Han sido seis años de todo. Y cuando digo de todo es todo. Si hago balance, real, más allá de mis refunfuños y quejíos (¡muchos con razón!), no lo cambio por nada. Aprendí un huevo, y he conocido a gente magnífica, aunque también algún capullo, pero no diré el nombre, jajajaja. No, en serio. No entiendo otra forma de seguir en esto del (sin) vivir que continuar aprendiendo. ¡Besos a tod@s! Por hoy se cierra el telón.

Javier Rada

Casa con fantasma

Hace unos días, el 11 –un número que jamás admitirá ya la pureza cartesiana o el requiebro de los tarotistas–, recibí una llamada. Voz femenina y menguada. “Quizá no me recuerdes. Soy Mari Paz. Hablaste conmigo hace tres años”. Era la viuda de un muerto. Deseaba decirme que lleva en la cartera un recorte de prensa con mi firma.

Hace tres años, el 13 de marzo –fecha de la acaso última revolución popular española–, había recibido otra llamada. Era Arsenio Escolar, director de 20minutos. Yo estaba en la Puerta del Sol, cacerolando contra las mentiras de los señoritos fascistas que nos habían llevado a las trincheras por razones que, como quizá demostrará la historia, abundaban en eso que los banqueros llaman con su lengua de quirófano CCC: código de cuenta del cliente.

-¿Quieres hacer un perfil, una a una, de las víctimas de los atentados? –preguntó Escolar.

Acepté, claro. Algunas de las razones son impolíticas pero merecen, porque sólo es libre quien se desnuda, ser enumeradas. No tenía trabajo ni dinero para el alquiler, arrastraba deudas y acababa de empezar una nueva vida a los 49 años (ya saben: un divorcio y sus consecuencias). Arsenio usó un anzuelo clásico y que a las empresas le sale a buen precio (“sólo tú puedes hacerlo”).

Tras el halago que debería llevarme a las nubes, al día siguiente el director y yo bajamos a los suburbios de la vida real: 200 euros por pieza antes de impuestos y gastos de transporte a cargo de la empresa. Envío de información, desde mi casa. La conexión a la red y las llamadas telefónicas, a mis expensas. Cinco piezas a la semana, de lunes a viernes. Otro freelancer chingado por un trabajo pinche y rechingado por la empresa repinche.

Hice aquello. El tren de todos, se llamó la serie. Se publicaron 62 entregas. Otros tantos familiares o amigos de los muertos denegaron la invitación. Al resto no fui capaz de localizarlos. No soy Astro Boy ni trabajaba para el Grupo Prisa, que, digan lo que digan los resentidos, cuando se pone, se pone.

Durante varios meses fui en Metro y Cercanías a una casa hippie con horizontes pintados en la pared, a otra casas olor a Varón Dandy, a una más donde una docena de africanos comían sémola, a otra con un ramo de rosas enviado por Joaquín Sabina… Casas pagadas, adeudadas, heredadas y arrendadas, pero, en fin, casas habitadas por gente inocente y deshecha. Casas con fantasma.

Mari Paz, la mujer que me telefonea cada 11-M desde 2004, perdió a su marido, que tiene el mismo nombre y el mismo apellido que mi hijo mayor, Félix González. Es una casualidad que puede ponerte la carne de pollo. Hubo más: la compañera de clase de mi novia, esa muchacha a quien mi hermano de sangre Javier Rada ha colocado en la foto de la entrada anterior de esta bitácora, fue una de las víctimas más jóvenes.

Desde hace 18 años habito en la montaña rusa de la depresión y la angustia. Cuando escribí El tren de todos tomaba cada mañana 75 mg de un antidepresivo. Ahora, de baja laboral desde hace nueve semanas (ya no soy freelancer sino empleado en plantilla de producción, sal de la tierra), trago 150 cada mañana, otros 75 al mediodía, dos píldoras contra el vértigo y media pastilla de benzodiacepina antes de irme a la cama.

Tranquilos, la bisutería bioquímica no me convierte en otro: incluso ligo más. Es sabido que la tristeza vende, aunque no tanto, seamos justos, como la vulva de Britney, una tipeja que aparece 454.000 veces en el buscador de 20minutos, el doble que los Beatles y 45.400 veces más que el padre de la poesía moderna, Arturito Rimbaud.

El tren de todos, miserias personales aparte, fue el trabajo más bello de mi vida. Nunca olvidaré, nunca. Ahora bien, no creo que sea necesario ni conveniente republicarlo conviviendo con las falacias, los mercadeos, los regalos de San Valentín y la cultura con zeta, derramada con la tinta blanca que gotean las gónadas de un ex camarero de pub de guiris que, para colmo, tiene cara (y pensamiento) de mantecada horneada por las clarisas.

¿Homenaje? La cortesía, el respeto, el cariño, nada tienen que ver con el cómputo neurótico del número de clicks de internautas (casi siempre también neuróticos) por el que guerrean las corporaciones informativas, o casi informativas, en esa lobotomizante conflagración para la captación de cualquiera que con tanta aguda gracia glosa mi admirado Toteking:

Veo claro como hay 2 tipos de gente,

los macarras con Sardá y los progres con Buenafuente

La serie El tren de todos, creo, pertenece legalmente a 20minutos (nada firmé al respecto pero acepté un acuerdo y me importa un bledo lo demás). La cortesía, el respeto, el cariño, sin embargo, implicaban haber pedido permiso. Primero, a mí, el autor. Segundo, sobre todo, a ellos, los habitantes de las casas con fantasma.

Salud a repartir y perdón por la obligatoria ausencia.

José Ángel González

¡Nacimiento!

En el centro del vagón, en hora punta, aquel hombre tosió. Y la fuerza branquial, repleta de miasmas, y el ronquido que perforó sus muelas, hizo pensar a los presentes que un animal- quizá un jabalí- estaba entre ellos. Estúpido terror momentáneo, reminiscencias de tiempos antiguos.

Los tos se acentuó: se cuenta en escala géiser, crece por sexy aritmética. Sus compañeros de viaje creyeron que era un enfermo; por concretar, los más cercanos, adoptaron el rostro que solemos poner al encontrarnos, ¡oh dios mío!, ante una mierda: pensaron, muérete en otro lado, sidoso, pero no en este vagón, apestas.

Al llegar a la Estación 2, la tos continuaba a ritmo carioca, pero su cadencia, el politono 13Muerte, era aún más seca.

El hombre se asfixiaba dentro de los límites del círculo mágico que habían dibujado a su alrededor. Muchos decidieron apearse y esperar otro tren. Los más valientes-los que viajan como si fueran neoyorquinos por los subterráneos, o lo más compasivos, cuya ONG no llega a inmiscuirse en las liturgias médicas- aguantaron la fanfarria de estertores, la ruptura de dominó de sus costillas, su cara entre roja y pálida, alegando asfixia y descontrol.

Cuando estaban a punto de expulsarlo-una decisión tácita- creyendo que aquel virus- esa ponzoña acuosa que empezaba a infectar el aire- iba a contaminarles, un último estruendo salió del túnel labial: había expulsado algo en el suelo, y ese algo, un meteorito envuelto en mucosidades amarillas de alquitrán de tabaco, empezó a moverse…

¡Nacimiento!

El hombre recogió el retoño del suelo y lo limpió, usando su destrozada y meada chupa. Los viajeros tenían los ojos como bolas chinas: negros, húmedos, duros, en órbita.

Aquel hombre que había tosido en el vagón del metro, ahora con el rostro sereno, alzó al bebé, y dijo a sus compañeros de viaje:

– Tened, y cuidad todos de él. Es vuestro hijo, al fin ha nacido. ¡Aleluya!

Y al ver los ojos del niño, tan familiares eran, tan cercanos, tan propios… que los viajeros no pudieron evitar pensar en cuando y cómo, maldita sea, habían copulado con aquel tío asqueroso que tosía mierda en el vagón metro.

Javier Rada

11-M: Un imposible filosófico

Esto lo debería escribir José Ángel. Llevo tres días entre muertos, editando su serie El tren de todos, y no entiendo nada. Se escapa a mi entendimiento propio de un niño que recurre al padre con estas preguntas: ¿papá que es morir? o ¿papá, cuando sea mayor, existirá la inmortalidad?

-Claro, hijo, claro, quizá puedas ser inmortal, la ciencia avanza mucho (esta anécdota es real, así contestó mi padre, esquivando como pudo el bulto)

– Pero las bombas y la ignorancia van más de prisa, papá, corren a la velocidad de un tren bala (ojalá hubiera tenido entonces esta lucidez)

Y el padre no acierta a responder, claro, sin decir una gilipollez. Es, usando una expresión de Rubén, un imposible filosófico. Escapa a razón y a intuición. No hay respuestas y no se puede formular: la ecuación del 11-M: un abominable número PI de preguntas encadenadas, sin respuesta-a-a-a-a-a-a.., y así hasta el infinito.

Llevo más de tres días entre muertos, y conozco ya sus rostros. Sé quienes fueron. Escuché a sus familias en la pantalla de mi ordenador. Acaricié con mis dedos a sus mascotas (como a la gata de Angelica, que está ahí arriba). Y sucumbí ante sus ojos, su fuerza, su debilidad, sus aficiones, sus guiños y aspiraciones, y, especialmente, ante la perdida de su amor.

Los vi pasar en un tren bala que se dirigía a una vía muerta. Cada caja del editor web era una ventanilla para este amanuense digital, un Chaplin sin genio en los tiempos modernos del corta y pega. Traspasé a 0 y 1 la lección de José Ángel González– como a un tótem, 62 veces escribí tu nombre; qué lástima no haber aprendido más-. He convertido la frialdad del hiperespacio en un planeta contra el olvido, una cometa interestelar de largos dígitos. Y aunque se pierda pronto en la marea internáutica, seguro que acabará en una botella correcta, teniendo como tiene por destino la mejor de las calas, la única válida, lector/a, tu cerebro.

He tenido el dolor (menudo curro) y el placer (trabajar con sensibles maravillas) de editar a marchas forzadas la serie de El tren de todos-un homenaje a las víctimas del 11-M- y me he dado cuenta de que esta vida es una… ¡Pip! CENSURA WEB (La vida puede ser virtual; el dolor, no, recuerda). Sí, 11-M, M de mierda.

Javier Rada

Érika D.E.P.

A.L, J.M. P. y R. F. no sabían que Érika había muerto. Y no fue por descuido. Los tres habían fallecido el mismo día que ella, tal vez unas horas antes, u otras después. Sus actos de despedida tenían lugar en la sala 1, la 6 y la 3 del Tanatorio de Tres Cantos, al mediodía. Era imposible saber que la hermana de una princesa se había atiborrado a pastillas, como la oca con el foie grass, para lanzar un último grito desesperado; un llanto animal que sería amplificado por todos nosotros hasta la ignonimia. ¡Circo de pulgas rabiosas!

Los tres espíritus se encontraban tras los ventanales del tanatorio, observando el espectáculo. Vieron la hilera de periodistas, bajo una inclemente lluvia, alineados como fusileros, bang, bang. A los perros policía husmeando en las macetas. A la guardia real, disfrazados; look de guardaespaldas de Kevin Costner, el glamour de gabardina gris y zapato recién lustrado, convirtiendo el jardín del tanatorio en los viñedos de Falcon Crest.

Habían olvidado por un momento su propio funeral. Estaban cansados de lloros. Era difícil no hacerlo: Las furgonetas de Flor África convivían con las de la CNN en el párquing. Centenares de cámaras buscaban el duelo preciso. Y así llegó el príncipe acompañado por su princesa, ambos volcados sobre la compungida Paloma, la madre de la muerta. Llovía, porque se cumplía una vez más la maldición de Doña Letizia, una maldición reproducida cual réquiem por los fotoperiodistas: ¡En la boda, llovió! ¡El nacimiento, llovió!». Y aquella triste mañana, cuando la princesa abandonó el tanatorio, efectivamente, sólo entonces salió el sol.

«Este es un lugar de duelo, respete el dolor de los demás», rezaban los cartelillos repartidos por el edificio. ‘Duelo’ y ‘prioridad informativa’ eran palídromos comunes, palabras clave. Y eso que los tanatorios son grises, sí, fríos, calculados, quirúrgicos, esterilizados, con cajeros automáticos, un sabor a metal que nos aparta con asepsia de la muerte. Como un medio de comunicación. Duelo y prioridad informativa.

Los tres espíritus vieron como la sobrina lejana de uno de ellos, Maripili (nombre ficticio), todavía con la corona de flores en una mano, retransmitía por el móvil lo que acontecía frente a sus ojos, emulando al periodista que os narra esto: «El rey, sí, sí, es el rey, y acompañado por toda la tropa: Marichalar, Iñaki y las infantas… luego te llamo y te cuento el resto». Al fin al cabo, el tío Antonio ya estaba muerto, ¿verdad? y quién podía resistirse a ver un verdadero rey en horas bajas. Puro periodismo ciudadano. O lo que hacíamos todos: la prensa hecha chisme.

El tanatorio se paralizó. Los tres espíritus empezaron a sentirse incómodos, su espacio vital había sido invadido. Curiosos, allegados, trabajadores del centro, se agolpaban en los mismos ventanales, viendo el desfile, o los gestos cariñosos de la realeza, o también patéticos, como cuando Letizia se empeñaba en hacer absurdas reverencias al rey, a pesar de no poder con su alma. O cómo Antonio Vigo, el ex marido de la muerta, se saltaba el protocolo y abrazaba a uno de sus allegados, una mujer mayor que no tuvo acceso a la capilla blindada y no podía cruzar el cordón de seguridad. Y la mujer, que aseguraba haber conocido muy bien a Érika, mientras tanto, sollozaba, virgen de Delfos: «las pastillas, las pastillas… acaban con cualquiera».

Eran todos testigos (vosotros también, en el televisor) de un momento íntimo: porque el dolor no se puede disimular: no hay curso, ni especialista. Testigos, allí mismo, como cuando Copito de Nieve, cercano a la cristalera, recogía un plátano. Testigos de muerte glamorosa. Eran testigos de la historia moderna: la que nos manipula al minuto.es

A.L., J.M. P. y R. F. pensaron que ya tenían bastante y decidieron volver a sus respectivos ataúdes. El problema era que habían sido incinerados, y sus parientes se encontraban observando el duelo ajeno, olvidándose del propio, pensando en lo mal que lo estaban pasando los ricos y poderosos, olvidándose de la pobreza de su corazón. Decidieron por tanto ir a una de las salas próximas, una que se encontraba vacía. Pero entraron y se dieron cuenta de que allí estaba Érika Ortiz Rocasolano, sola, velándose a sí misma, en auténtica intimidad. Conversaron plácidamente con ella- ¡menudo lío se ha montado!-, y llegaron a la firme conclusión de que los vivos están idiotas. Mejor estar muerto que vivir con la conciencia de un niño en una feria de mentiras ambulantes.

Y colorín colorado… el resto ya os lo contó el Tomate.

Las fotos son de Jorge París, que acabó empapado.

Javier Rada

Mis propias mentiras

Como suelo amanecer, me desperté con la cabeza apelmazada por una tabla de clavos, y vi entonces su sombra en el costado derecho de la cama. Pensé que era ella, que había vuelto. ¡Qué ilusión! Amor, amor. Pero recordé que ella me había abandonado para no regresar jamás, esas fueron sus crueles palabras, y mi pelo púbico se erizó ante la espeluznante imagen de De Juana Chaos. Me miraba fijamente, rostro de periquito sicótico, la carne en los huesos, y el horroroso bañador azul. Cara a cara, en la misma almohada, y yo con mis gallumbos rosados, encogido por un miedo fetal/rectal. Comprenderán que no pudiera arrancarme las legañas: había un terrorista en huelga de hambre entre mis sábanas. Cuando acerté a decir un entrecortado «¿Iñaki?», el cuerpo se transmutó, las arañas emergieron de los finos pliegues de su piel casi muerta, y tejieron nuevas formas. Una niña con velo apareció, por mis muslos sentí su sangre, fría y viscosa, sangre árabe. ¡Qué hace una niña iraquí en mi cama! Y luego vino un soldado. Y después la enorme obesa del Estado de Oregón. Y una mancha de petróleo. Y el menor marroquí esnifando la cola en mi calcetín. Y más tarde el cuerpo quebrado del alcalde de Fago. O la soga de Erika Ortiz Rocasolano. No podía más, ¡pesadillas! y grité, y grité… y todo acabó. Las arañas se fueron de mi cama para regresar en perfecto orden hacia la gruta del televisor. ¡En oídos cerrados no entran arañas! Desde entonces no he vuelto a dormir con la tele encendida: sólo creo en mis propias mentiras y fantasmas.

Javier Rada

Yo, y mi cara de serbio, y una meada, en Kosovo: territorio Volkswagen

Anécdotas kosovares, antes de su independencia, casi hará un año…

Sí, me meé en la casa de un albano-kosovar, no es un crimen de guerra. ¡Allah me perdone! Y como el tipo pensó que era serbio entonces empezó a gritarle a mi pulcra y encogida colita eslava: algo como «estos hijos de putas nos masacraron, jodieron, hundieron en la miseria, y ahora vienen ¡y se mean!». Y como no estoy circuncidado…

Y eso mientras mi expulsión de efluvios etílicos me devolvía lentamente a la realidad librándome de la batalla entre el esfínter y mi conciencia. De este modo comprendí que es no es bueno cagarse ni mearse en el portal de casa ajena -¡ni en la propia!- como bien me había enseñado mi madre en las piscinas públicas.

¡Yo soy yo y mi uretra!

Pero como toda historia tiene un principio debería explicar antes por qué nos confundieron por serbios. Sólo un ingenuo alquilaría un coche en Belgrado-con la consabida matrícula de la capital de Milosevic- y conduciría hacia al sur para conocer el último escenario de las guerras fraticidas europeas: Kosovo. Es como darse un rulo por Hernani con un coche de «Madriz», o ser Leo Bassi en una misa de la Falange: ¡si hasta en Huesca rayan los autos procedentes de Lleida por no sé que ostias del obispado! ¡Como ser Fago dentro de Fago! podéis imaginar… Y encima mi compañero tenía la barba pelirroja: como la estrella de Belgrado.

Accedimos a Kosovo por Pec. Muros de nieve, laberintos de árboles, camiones tirados en la calzada y placas de hielo. Mi compañero no paraba de hurgarse la nariz como símbolo de nuestra determinación nerviosa a ser cuanto menos apedreados en el momento en que los kosovares vieran la rutilante matrícula de nuestro coche. Éramos los únicos idiotas en lucir un distintivo serbio. Más tarde supimos que el truco está en el cambio de matrículas en la frontera, todo un ritual consentido en tierra de nadie.

Suerte que al llegar a la frontera fuimos recibidos por nuestros amigos de las Naciones Unidas, con su banderita azul, y su talante internacional: italianos, alemanes, albaneses kosovares, de todo, menos serbios. Excepto nosotros…

Impresiona. En pocos países puedes ver ondear esta bandera. Pero al llegar al stop fronterizo nadie salió a recibirnos. Así que avanzamos unos metros para poder hablar con el guardia: un rechoncho albanés que se tomaba demasiado en serio su trabajo. Craso error. Hete aquí la primera vaina: nos pusieron una multa: vista la matrícula. ¡Tendrá huevos! Una multa por saltarnos un stop en una frontera ficticia por la que no cruzaba ni un muerto…ummm, tratándose de la zona de la que hablo, buscaré mejor otra metáfora: en la que no se veían ni un pastor montenegrino amando a su querida oveja de importación.

El guardia no parecía entrar en razones: era más formalista que un bureau soviético antes de transmitir la orden de destrucción total. Poco importó que le explicáramos que en España esto de saltarse los stops es común, rutinario, hasta folclórico, como el flamenco: ¡Farruquito! Finalmente su boss, un apuesto capitán alemán, gran conocedor de Mallorca y sus adosados, fue el que entendió que éramos así, «different», es decir, menos formalistas que un albano-kosovar en prácticas. Pero no pudimos saltarnos el siguiente paso de esta ginkana: nuestro seguro de automóvil no valía en el territorio de Naciones Unidas (¿Serbia no pertenece a la ONU?). Así que tuvimos que pagar 50 euros si queríamos poder avanzar. La verdad brillaba como un diamante en los labios de una abuela pigmea: ¡de los 50 boniatos no nos salvaba ni dios! Así financiamos la paz en el mundo, gorrones…

Kosovo es triste, como si las placas tectónicas expulsaran un geiser de pimienta ácida. Definitivamente, en comparación con Montenegro o el norte de Serbia, es cruzar al Sur, al meridiano de algo que no es Europa, una tierra extraviada entre África y la patria de Voltaire. Cementerios modernos, estatuas a los líderes guerrilleros del UCK, ruinas y barrios quemados sin plazo de reconstrucción, un símbolo de aquí no volváis… y muchos concesionarios Mercedes y Volkswagen. ¡Está lleno! Empiezo a entender: el capitán alemán, los coches alemanes, la reconstrucción, los bancos, los tanques, los helicópteros, nuestras empresas, nuestro dinero (euro), ¡han creado un Second Life en Kosovo! con marcas de lujo europeas creciendo como los hongos de un cementerio.

Algunos conductores, cuando adelantaban, nos hacían la pistolita con la mano. ¡Qué monos: de las selvas de Zimbawe! Finalmente, nos perdimos en un cruce, y me tocó, esta vez sí, preguntar la dirección correcta hacia Prizen. En la calle sólo había un joven. Empezó a gritarme nada más cruzar la carretera. «¡Spanish! ¡spanish!», mascullé. «Noooo: serbian», decía él señalando el coche. Y a vueltas con sus gritos y berridos balcánicos: me sentí como terapeuta post-bélico, ¡lo a gusto que se quedó el hombre! Al cabo de un rato le convencí de que simplemente era un incauto español, y hasta me marqué una soleá (es coña). Y el tipo, a regañadientes-sin tener muy claro si era un serbio haciéndome el español o un idiota imitando el serbio– finalmente me indicó el camino correcto, que como suele ocurrir en estas situaciones en las que te juegas el pellejo, bastaba con continuar recto. La ley de Murphy.

En Prizen tuvimos otro encontronazo con la recién estrenada policía kosovar. Cuando aparcamos el coche el lugar estaba lleno vehículos. Cuando lo fuimos a recoger sólo había maderos. ¡Era una trampa! No nos dejaban salir de allí hasta que pagáramos otros 30 euros en un banco. Prizen se parece a Mostar, dicen… ¡tampoco es para tanto, gorrones! No, no nos apedrearon en Kosovo, pero nos jodieron bien el bolsillo. Qué suerte tener a los europeos por maestros…

Y así llegué a la casa de aquel infeliz, con mi meada a punto, pues llevaba media hora diciéndole al conductor que parase en una esquina, ya que mi bufeta iba a convertirse en globo sonda. El muy cabrón- además de amigo- no se le ocurrió otro cosa que detenerse frente a una verja que limitaba un amplio jardín. Y salí disparado, y saqué mi pajarito, y en nada, entre la maleza, apareció cual ogro el amo de la finca, que en seguida me soltó cualquier disparate, por lo que, siguiendo con el surrealismo, sólo acerté a contestar: spanish pissing: o meada española y olé…

Eso ocurrió cuando visité kosovo, antes de sus planes de soberanía limitada tan publicitados este fin de semana, por los que me he animado a escribir esta anécdota. Tuvimos mucha suerte de que el refranero popular en ocasiones falle, especialmente si estás fuera de España. ¿Qué habría ocurrido si se cumple aquello de «donde mea un aragonés mean dos o tres», o «picha española nunca mea sola«? Seguramente una nueva guerra se habría librado sobre estas tierras. Una guerra entre serbios y albaneses, of course, por mi rostro y pene eslavos, y por no estar circuncidado, y por no conducir un flamante volkswagen Golf. Imagino que sus ganas de independencia se parecerán a mi bufeta llena, pues están, y han estado durante años, a punto de estallar. Larga y pacífica vida a Kosovo. Y que todos podamos mear en paz.

Las fotos son de mi amigo Plana, compañero de batallas.

Javier Rada

¡Hagamos el apagón! ¡Hazle el amor al planeta, que ya lo joden ellos!

Hagamos el apagón, sí, como hacer el amor. Es decir, coge a la persona que más desees-sin escrúpulos, tú mismo vales, estás más que acostumbrado- y apágalo todo a las 19,55 horas. Que ningún electrodoméstico quede en pie. ¡Que le jodan a Endesa! Y gime, y suspira, y entra en trance, y mastúrbate, o besa, o penetra, o sé penetrado, o patalea, o abraza, o empápate de miel, o cuélgate del techo como un murciélago, o roba las manzanas del Apple, haz todo lo que no sepa hacer una máquina. Da igual, no seas tímido, querido autómata, todo estará oscuro, recuerda. Róbale el diente de oro a tu abuelo. No es mal plan. Pero apaga la luz, ostias…

Dejemos respirar por cinco minutos a la Tierra, apágalo todo hoy de 19,55 a 20,00 horas, o camina y revienta en tu sofá…

Sí, haz el apagón por el planeta. Expulsa fluidos por el océano, las plantas, las flores, los colibríes, los chinches y las chinchetas… Deja a Mamá Tierra tranquila por cinco minutos. Se sentirá como un abeto cuando termina la infecta Navidad. Libre de estúpidas lucecitas antes de acabar en el vertedero de los planetas muertos.

Se sentirá como cuando apagas tu ordenador y el dichoso ventilador de los cojones deja por fin de recitar en tu conciencia los angustiosos versos mosquito.

Sí, cinco minutos bastan para hacer el apagón. No necesitáis más, fanfarrones. Cómo un polvo de los buenos, ¿eh? En tu casa, en la calle, con quién tú quieras. Sé planta, sé cerdo, sé mariquita silvestre. Sé la estirpe del dragón. O mierda de perro. Sé de la Tierra.

Sí, el salto del tigre al apagón, 69 cobardes. Ten gallardía. Mantén la altura. Sé sexy. Eréctil. Mantén tu fuerza femenina en la oscuridad. Hazte orgánica como las gallinas. Compacta como un cocotero. Biodegradable como una lágrima de felicidad. Escupe a tus vecinos- y como estará todo oscuro, ahhhh! se siente-, méate en su cobertizo, asalta una tienda de electrodomésticos y prende la antorcha de los tiempos, revive el baile tribal alrededor de la lumbre que nos dio amparo en la cueva de los monos alopécicos. ¿Lo recuerdas? Cómo lo vas a recordar. Sólo lo recuerdan Jean Jacques Annaud en busca de cerillas y Mónica Randal en la tumba de Tutankamón… Sí, cuando Mamá Tierra era tan joven y hermosa, cuando nos acunó con su sensual rotación periódica, tic tac tic tac, con la nana de los tormentas, y las caricias del agua, los premios de fruta, ñam! y las reprimendas del invierno repleto de rayos rashhh! Nos dio todo lo que nos faltaba. ¡Hasta techo! Más que nuestro (su) gobierno.

Pobre madre, madre mía, maaaadre ¡Qué hijos de la astro puta hemos sido! Puta porque te hemos vendido a estos viejos babosos del petróleo. Y no los hemos castrado, estos ancianos nauseabundos de la viagra nuclear. Reptiles –perdóname anaconda por compararte- a los que no les importa una mierda si después de su muerte alguien continuará bebiendo de tus senos. Ancianos de mente, ¡decrépitos!

Haz el apagón y no la guerra.

¡Rajoy! ¡Apagón!

¡Zapatero! ¡Apagón!

¡Otegi! ¡Apagón!

¡Bush! ¡Apagón!

¡Labordeta! ¡Aragón! ¡Siempre!

Hazte oscuro como el firmamento. Cree en ti como en luz de estrellas.

Pero por favor, ayuda a detenerlo.

Mata el cambio climático

Be night, my friend.

Sé noche.

Y que hoy, a partir de las 19’55, el único tocadiscos con mambo sea el del pepito el grillo. Y que sigamos así la noche, conociendo la sabiduría de una vela. Nos contará más de lo que creemos. Y mete mano, coño, ¡aprovecha!

Javier Rada