Desde el día 26, el viernes pasado, no publicamos ninguno de nuestros reportajes en 20 minutos. El último fue una crónica amarga del amor transfronterizo.
El viernes trabajé en la redacción de una nueva pieza, también amarga, sobre la depresión. Cuando marché a casa la dejé entregada, colocada en la sección de Actualidad de nuestra edición del lunes (el sábado y el domingo no salimos y los viernes son días que dedicamos al diario del lunes).
El domingo me tocó guardia. Era un día espinoso, sobrecargado, entrópico: el pijo Alonso ganó otro gran premio; Pedro Almodóvar fue derrotado -algunas veces la justicia se manifiesta- por el viejo marxista Ken Loach, que hace grandes películas con el mismo dinero que gasta sólo en mobiliario el manchego-ego-ego; un terremoto borró del mapa el sur de Java y se llevó a vagar por la rueda del karma a 5.000 parias; los Pitt tuvieron una hija que nunca será paria y, en fin, se esperaba un fin fatal para esa señora que cantaba a gritos y a la cual todos, por una especie de decreto tácito, debemos considerar una ‘artistaza’ (en cañí en el original).
Mi pieza sobre deprimidos se cayó, fue reemplazada. Lo hizo con la justicia poética del recambio y la atemporalidad, con la lógica irrefutable de los hechos y su relevancia.
Nunca me siento capaz de discutir la relevancia, de medirla por mí mismo, sobre todo porque se trata de una idea que no entiendo. Esta incapacidad, a su vez, me incapacita para ciertos cometidos (digamos, jugar en bolsa, dedicarme a la especulación inmobiliaria u optar a un cargo de altura en las pirámides del periodismo).
Aunque algún amanecer insomne me ha sorprendido pensando en la relevancia, siempre he optado por seguir leyendo el libro que tenía entre manos antes de que me atacase el monstruo del pensamiento. Prefiero lo significante a lo significativo, el golpe de un tambor al éxito de la moda pronta, una palabra a una forma corporal.
Acepto de buen grado las normas del juego periodístico (lo que manda, manda; lo que importa, importa) aunque, en ocasiones, sus consecuencias resulten cruelmente cómicas: preparar un obituario por alguien que no ha muerto, escribir sobre Java sin haber pisado Java, ningunear a un gran señor del cine por el orgullo patrio o loar a un piloto de coches (‘un piloto de coches’, suena a chiste) que gana inmoralmente -gracias al patrocinio de empresas casi monopolísticas, por ejemplo- el dinero suficiente para que sobrevivan, por lo bajo, unas cuantas docenas de miles de niños de Java que mueren cada año de disentería, es decir, de diarrea.
Dicen que la bondad de un poema puede ser constatada por tu vello erizado tras leerlo.
¿Cómo mido la relevancia?
José Ángel González