Reportero: periodista que a fuerza de suposiciones se abre un camino hasta la verdad, y la dispersa en unatempestad de palabras (Diccionario del diablo - Ambrose Bierce)El cómo se hizo de los reportajes de 20 minutos...

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Así lo ordena la tradición hiperbórea I

A la osa polar, que se extingue…

Como ordena la tradición hiperbórea, la madre de Zigäbel, una indígena de ojos asimétricos-imaginen los huevos de un frailecillo obeso- portaba en el centro de la comitiva la bandera familiar- ¡Me refería a los huevos del frailecillo atlántico!

Un oso blanco aparecía en la pulcra divisa, muerto, decapitado, por una diosa Boreal. El rojo sangre, el blanco oso, brillaban en esta bandera. La espada de la diosa rendía hecatombe al cielo higiénico.

Ambos padres de la chiquilla (el biológico y el cultural) cerraban la comitiva, y apoyaban sus cabezas sobre los hombros de su mujer, enclenques, pequeños y calvos que eran. Lloraban y rogaban a su niña, desconsolados, ¡pobre Zigäbel! Entornaban córvidas lentes ante la imagen del joven esposo (¡satán!) el cazador Gugdôbel, que con malas artes, decían, les había usurpado a su más preciado tesoro. Habrían dado muerte a esa rapaz si hubieran podido o así fuera ordenado por la autoridad materna, pero ambos debían respeto a las leyes nupciales y al poder centrípeto de su mujer… como mandan los severos ritos hiperbóreos.

En la periferia del ártico, tras largos años de noviazgo, la pareja iba al fin a separarse de la familia de ella; la cabeza de Zigäbel estaba confundida: una contradictoria simbiosis entre la gratitud y la tristeza. Lejos del poblado, la gracia de independizarse y disfrutar de la intimidad de un nuevo hogar; los ojos de Gugdôbel no podían disimular la ilusión de librarse del trío de suegros. Gozar y poseer un espacio íntimo, un iglú compartido con su tío tonto: Bruz, tío de Gugdôbel, hombre morfológicamente apingüinado, parecía enamorado de la construcción que había ayudado a levantar con sus propias aletas. ¿Quién iba a negarle una celda? Pensar en ilusiones, tiempos muertos, caricias, besos acuosos, ronquidos de hidrógeno, graznidos de cuervos a la esperanza…

Los gimoteos paternos eran amplificados por el viento: trágicas hondas que rebotaban hasta morir en el infinito sónico. La madre, en silencio, estaba situada en el centro de la comitiva, a modo de muro maestro. Bruz, ajeno a lo que se desarrollaba a su alrededor, sentado en el suelo, acariciaba las paredes exteriores del iglú. Acercó su oído al frío elemento, quería percibir las vibraciones de la escena, buscar la cadencia del drama filtrada por la naturaleza esencial del hielo. Los cronistas, en cambio, dirían que hacía el imbécil, algo, por otra parte, muy propio de él.

-Y pensar que os lo dimos todo, os cedimos el mejor lugar de nuestro glof, alimentos, amor, escuela, reprochó la madre, seria, fría como la tundra que los envolvía hasta el más allá de los mapas.

– Lo sé mamá, pero tienes que comprendernos, necesitamos espacio… respondió dulcemente Zigäbel. Su voz se extendió sobre las crines de un alocado eco.

Bruz seguía acariciando el iglú con sus aletas, como si presintiera que pudieran llevárselo lejos de allí, obligarle a abandonar a su sobrino.

– ¿Y el subnormal se quedará con vosotros?, preguntó la madre.

Los dos padres seguían colgados de sus hombros (“el subnor… el subnor…” sollozaban).

– Mi tío estará con nosotros hasta la próxima primavera, nos ha ayudado mucho con el iglú y es buen cazador, dijo secamente Gugdôbel.

– No nos molestará- se apresuró a añadir Zigäbel- es medio tonto.

– Tonto e inútil. Hija mía, nadie pensó en este futuro. ¡Las runas hablaban de un hombre rico! ¡Mira a tus padres! ¡Crees que merecen esto! ¡Te han dado el pecho, la sangre, el sudor y hasta el pelo!-dijo acariciando el cráneo de uno de los esposos-. Llorones, regresamos a casa, dejemos aquí a esta ingrata. La abuela tuvo que apoyarla en todo, ¡cómo si no tuviera bastante con atender a sus ocho maridos! ¡Esto no es una parroquia! ¡Esto es una mierda!

Silencio tétrico. Sólo el viento enviaba presagios.

-¡Que la diosa Xarxa te infrinja castigo en la noche nupcial, antes de la llegada de la aurora! ¡Mal hija!

Le hubiera encantado que en aquel instante un rayo hubiese azotado al cielo en las mismas ingles. Pero no fue así. Así que, sin previo aviso, la madre escupió en el ojo de uno de sus maridos. No fue por sadismo, no piensen mal, sino para que, a falta de rayo, surtiera efecto el sortilegio; aunque nadie obvió que disfrutara al hacerlo, como mandan los jocosos ritos hiperbóreos. El que recibió la gracia, como era de esperar, lanzó el tradicional gemido de confirmación: ¡ahhhrrga!

La comitiva familiar dio media vuelta al unísono marcial de un grito materno. Los padres, a pesar del escupitajo, seguían arrimados a los hombros de la matrona. Caminaban lentamente, y lanzaban postreras miradas atrás. Sus ojos encharcados emitían SOS como el culo luciérnagas al ser violadas. ¡Adios Zigäbel!, repitió varias veces, a modo de mantra, el padre tuerto. SOS. Luciérnaga, violación.