Archivo de septiembre, 2023

El golpe del momento de Erin Memento

Las imágenes son de sepia abandonado, envejecidas por las lecturas de Sam Shepard o John Giorno, hoy escribo este texto mientras pienso que las canciones me recuerdan, sobre todo, a los límites difusos de la literatura de Kathy Acker. Será tiempo de polvo de ladrillo y gasolina perversa.

El nuevo trabajo de Erin Memento es un EP de cinco temas El golpe del momento que supone un salto cualitativo en su sonido: el sabor de las canciones tienen el zumbido de los noventa en sus guitarras, más británico que norteamericano, aunque ella viva en Los Ángeles, la varianza múltiple de Paco Loco en la producción se nota: el disco se abre con trepidación mancuniana en los bajos, “Aquella noche” juega con teclados ochenteros, chispazos de la primera encarnación de Los Ex de Colombina Parra. Un segundo tema, “Lo que pasó de verdad” empieza con sintetizadores brumosos, acercándose al dream pop, con ritmos de juguete, con teclados de adorno, permitiendo que se coloque en primer plano la dotada capacidad vocal de Erin, sugerencia de esas maneras de los REM más turbios o aquellos momentos de sueños narcóticos que tuvimos en 2003 con Such Great Heights de The Postal Service. La ejecución de las guitarras de “Vengo por ti” descolocan al oyente, que se deja arrinconar como si estuvieran tejiendo a su alrededor las arañas a la orden de Pearl Thompson en su época de finales de los ochenta. En la frontera las mujeres toman la voz, ya no como intérpretes o compositoras, también en el arreglo formal de sus temas, es el respaldo a la tradición de Ana Tijoux o Cecilia Toussaint, aunque Erin esté más cerca de los tatuajes de Mon Laferte, como al escuchar el comienzo melancólico de “Si se acerca el fin”, en un juego doblado de voces y arpegios.

“Halloween” tiene un fraseo perfecto que se emparenta con los penúltimos Pretenders, mientras cabalgamos sobre pinceladas de teclado que funcionan dando el aliento contemporáneo a las partes instrumentales. El disco termina con «El golpe», la exhalación Bowie, con una impronta de aturdimiento cósmico, con una batería muy Five years, que se eleva hacia una suave psicodelia melancólica. Las guitarras son como una marea leve, como las lenguas de fuego que arrasan siguiendo la letra de la canción, un salto hacia atrás que marca el final de los sintetizadores.

Una producción plena de detalles y con una voz dotada para la melancolía de los límites, juega en una liga de emociones atrapadas en el ámbar de las grandes autopistas, lugares que son esqueletos donde cuanto mayor es el número de habitantes más solo se siente uno. Para eso usamos las canciones de artistas como Erin Memento.

Campo Modular de Pirámide (2023)

Cuando uno ya piensa que nada le sorprenderá, que no habrá melodía ni ritmo que provoquen cambios sensibles en su vida, llega algo, llega alguien, llega una mezcla nueva, algo que te deja un sabor metálico, de raíz intensa, un estruendo mántrico que devuelve el amor agónico que te queda por la música. Y eso es Pirámide, eso es Campo Modular, un disco editado por Lunar Discos, que recoge la esencia popular y la mezcla con ambientes desestructurados hasta enhebrar un potente compendio de temas que te hacen volver una y otra vez la aguja al comienzo del vinilo. Giros y giros, vueltas y vueltas. Escuchen… vean, saboreen, toquen. Es un campo de álgebra compleja con gritos al pasado.

El aullido del “Uvero”, ciencia ficción de vino rancio, de tratamiento robótico, una plegaria a los primordiales, casi como un Daft Punk pagano en bajón de estramonio. O la trepidación de “Carita”, con el rostro de He-Man el máster, el universo cumbiero, con un fraseado que nos lleva a la electrónica descacharrante de los que nos alimentamos de los Plastilina Mosh o los Titán cuando el siglo moría o el siglo empezaba. De dónde sacaron ustedes esos sintes, esas cajas de ritmo, en el corazón de Eternia los gigantes se sueltan sus cadenas y suben hasta los campos infinitos del sur para besar a “María de las Mercedes”, trompeta de Semana Santa laica, virgen asceta de frontera, como Silvio tocando un korg con un coñac en la mano. Patillas y dientes negros, las novelas de Fernando Navarro, su Malaventura, el amor es todo lo que cabe en una canción, en una plegaria junto al río. Más cerca del Pedro Salinas que embriaga a Les Conches Velasques que al Triana del órgano hammond reventado.

Pero todo es como un garfio que se lleva por delante las “Rebabas” de tu alma, con ese ritmo ajustado al corazón del oyente, una guitarra de fuego, un tembloroso bajo que se repite a sí mismo, como camino de encierro hacia los lugares donde montan la fiesta los Babasónicos con esos sintetizadores que son cubos de luz heredados de la parte más íntima de Bronquio. Es el tiempo de los platos, de avisar a mi amigo Fuxedo, el ideólogo de Magnus Imperial Club, por si quiere conocer a los primos hermanos más allá de Despeñaperros. Bombo a negras que nos lleva a “Fractales”; como poner música a “Caos y orden” de Antonio Escohotado, dejándose llevar por la ensoñación pop, el sonido es turbio, de agujas y de moratones. El interludio es un cuadro, una letanía, unas palabras, “Canal de presos”, romancero de humerales y serpientes, un instante de oscuridad para llegar hasta “El día que yo muera”, que tiene nombre de copla y arreglo de tecnopop con autotune, muy en la onda de las verjas donde Jota se fuma el chino que le ha recetado el médico. Camino de lo blanco, del fraseo narcótico, del amor con recetas, el amor perfecto. Escucho a La Plazuela y les pido que suba los BMP para acercarse a la servidumbre de lo más agrio que trae “Pintor de loza”. Y es que no hay que irse lejos, ni cerca, ni mañana, ni ayer. Es hoy, es una noche infinita, es campo abierto y grupos electrógenos o las pupilas que miran con la sensualidad reservada a tiempos mejores como en “Patitas”. Todas las promesas que se hacen son promesas que van son una tara, con un asunto pendiente, así que el arrullo pendiente tiene algo de “Culpita”. Pero no eres tú, ni soy yo, es el recuerdo de cuando creíamos que Caribou o Burial nos iban a salvar a base de quiebros. Y escucho hasta el final, hasta que ya no me queda aire, para retomar el mundo subterráneo, la camiseta de Orbital que llevaba Peter Parker, pills and mind, “Pastillero” es, claro, un mapa del tesoro en la búsqueda de la legendaria receta de las mescalinas valencianas.

No me digas que no tienes ganas de volver a ellos. No pongas excusas, es tan sencillo como pulsar un botón, como comprar un vinilo. Un vinilo, un plato, un tatuaje, velocidad variable y un pulsar que haga de rosario para la Virgen de la Esperanza. Edita, ya lo he comentado, Lunar Discos.

Algunas palabras sobre R&R de Gabriel Albiac

Un libro como este no sería nada (o sería menos), sin una buena banda sonora que acompañe su lectura. Aquí está.

Gabriel Albiac sueña con filósofos eléctricos en las noches de agosto. Está en Logroño y el fantasma de Jim Morrison entra en la habitación. La gota de leche queda cerca y, en uno de los baños, Brian Jones practica vudú con un replicante con el rostro de Nico. Gabriel Albiac escribe hoy sobre su amigo José Luis Rodríguez García mientras el vinilo rasga con su aguja peligrosa los surcos del recuerdo.

Es el número 240 de los cuadernillos del Planeta Clandestino, es R&R, tres acordes y unas cuantas décadas contemplan la obra. Treinta años, 1988, Urbino, tinta roja, como escribe Pablo Lópiz en el prólogo. Ya habían pasado veinte años de la muerte de Hendrix y todavía faltaban treinta para hoy: «Llamo mío, /y no al infinito espacio/de las finitas cosas/que, innumerables, me admiran/y me hieren la inocencia«.

«¿Cuánto hace que Gabriel Albiac canceló su suscripción a la resurrección de la carne y decidió que todo lo que era propio quedara en el papel?»

Hay un hotel en cualquier ciudad sumergida donde el tiempo y los corazones se confunden y los taxis no se detienen nunca: «y la noche es fría y llueve. /Y el corazón se te caló hace tiempo». El mito de Alicia, en un lado y en el otro del espejo, con la química en la papila gustativa, San Francisco es una parada de camino al infierno, al auténtico «¿recuerdo algún hogar con mayor fuerza/con precisión más justa? El rancio aroma de mujeres y bourbon». En una encrucijada Robert vendió su alma al diablo por una guitarra de diez dólares y algo de talento. A partir de allí se quedó siempre atado al servicio de la Reina de Nueva Orleans. Héctor, Atenea, Sybila y la lingua sacra. Elena de Troya era una autoestopista que Mike Scott recogió mientras viajaba hacia la luna. Mira cómo la tormenta llama a sus jinetes: «Yo les hablo del llanto de los héroes al pie de la muralla/que nunca más verán del otro lado, /y practico, en lo que puedo, un absentismo saludable».

Sobre la almohada el último caballero visita París en sueños, entre las piernas de Marianne Faithfull encuentra la verdad que todo filósofo busca: la vida es poesía y algo de opio. Como en el último baile, una más pide la banda, Bob Dylan hace rato que se marchó del edificio y solo quedas tú, Gabriel, tú y ella, la poesía, la poesía, ya lo he dicho, tiene nombre de mujer. «Nosotros, Marianne, ¿Quién nos lo hubiera dicho? /Tú y yo, también algún que otro de los nuestros, /tan, tan viejos».

Algunas palabras sobre Sálvida de Sofía Díaz Gotor (2023)

Los libros de poesía son hojas que se disuelven en el tiempo y solo las manos generosas de los amigos, que conocen tus gustos, impiden que las arenas movedizas del olvido devoren algunas piedras preciosas. En una especie de cronolector actualizado, recibo el aviso de Ana Segura desde su Torre de Babel y leo y disfruto de este Sálvida editado por Pregunta. Un poemario distinto, agreste, de vísceras que exhalan raíces, de amores saturados de semillas, de gritos atrevidos a la naturaleza descompensada que nos rodea. Nunca un crítico, un escritor que reseña, se acercó con tanta pasión a la parte más poderosa del terruño, poética de la lava, del barro fabricado con la saliva de las palabras. Pero la devoción que me produce la lectura última de los poemarios, sobre todo los de Ángel Gracia, me acompañan en la pasión por los nuevos colores, cíclicos como las estaciones.

Las citas crecen en el interior del poema, cada hoja tiene pulpa suficiente para versos como estos: “Los cuerpos contagiados allá en el mismo fondo/acogen el surco y lo contemplan” o te arremolinas alrededor de “La tormenta parece subir/desde el trigo/despejando el suelo”. Ocupando en lo alto lo que pertenece al lago y al que nos acercamos con miedo (una forma de enmascarar la prudencia): “Me abrazo a la humedad del hombre/que recuerda el peso de otro cielo”. Y avanzo, como en un bosque derretido por la nuclear distancia del hombre apaisado: “Las mujeres entran/y suspiran la luz. Cruzan las rosas/ dañando al campo. Enfurecen al cisne/que sangra para ellas […]”

(mirar el mar/no ser la mirada/mirar el cuerpo que hay en el mar/ver que el mar y el cuerpo son ya sombra)

La semilla que ahoga, con fuerza, se escupe, para que crezca libre: “¿Cómo estar fuera? /sin antes la flor en la garganta”. Viene el tiempo de todos, traen sed, no saben si hay agua, luz, amor y vida para saciarlos a todos. En ANIMAL escucho la banda sonora de las canciones de Ixeya. Y la misma banda sonora del libro, registrada en un folk de olas rotas. “Bastos corderos que copulan/el infinito”, sea el clavo hueso en el metal canino, ver cómo se vacía el hueso hacia la luz. Ella, poeta, indignada por la realidad que la invade, la urbanidad es deprimente, la humanidad habita un paraíso incorrecto, pálido y lleno de huecos.

PERSONA: en el agua: “Abre el camino que me ha hecho hiedra adentro”. Noche de hiedra. En la no vida: “No engaña el color de la urna, el lugar del hueso/o el espontáneo violeta del cardo”. En la no vida que es el no hambre, primero “Aquí solo puedo alimentarme” y “Tiene el calor atrapado del árbol/la anchura boca de la madre/en la noche”. En el silencio: “Luego en el agua buscará la casa, /la ola que inunda a la mujer, dentro, /sin nombre o con nombre de cabaña”. En la tierra: “Polvo de arena roja alumbra el cielo/ciego de cantos germinales”. En el rugido de la paloma, el ladrillo es polvo enamorado de drogas germinadas. Para cerrar, en el calor (solo y derretido no hay realidad que soporte a los sentidos): “Entibia/puebla a la masa bajo edificios/del pasado trigo”.

«Me detengo y escucho la música, su música, rosa de agujas imposibles, tatuajes en los árboles, allí donde la vive la eternidad».

Algunas palabras sobre Aquí vivía yo de Joan Vich Montaner

Nunca fue al FIB. Polvo, viento, niebla y sol. Estuve en el Espárrago el año que suspendieron los Fabulosos Cádillacs y en el Low Cost Festival cuando Los Planetas tocaron en el Auditorio Julio Iglesias. También vi a Enrique Morente en Pirineos Sur y Servando Carballar se quedó en ropa interior una noche de 2004 en el Festival Periferias de Huesca. No sales mucho de casa, Octavio. Mi dice mi mujer que no olvide contar el día que me volví una señora mayor durante el concierto de Pulp en el Primavera Sound, cuando puse la alarma del móvil para que me avisara quince minutos antes de que se cumpliera el tiempo asignado para la cabeza de cartel y, así, poder coger un taxi de vuelta al hotel. Una vez hice Zaragoza-Logroño-Paredes de Coura para ver a Morrissey, The Cramps y Bauhaus en dos noches seguidas. Están saliendo remiendos y vocaciones prohibidas, muchacho. El libro editado por Libros del KO en el año 2022 y se puede adquirir aquí.

Lo que más recuerdo de un FIB. Mi recuerdo de un FIB ¿Octavio, seguro que esto es necesario? Dame un segundo. Lo encuentro. La edición de 2001. Me cuenta Sergio Algora que tienen que esperar a que Enrique Bunbury suelte a Rafa Domínguez, que Rafa llegue a tiempo y pueda tocar. Rafa está grabando las maquetas de Flamingo´s en un palomar de Figueras. Sergio está muy ilusionado con su nuevo grupo después de El Niño Gusano: Muy poca gente. Al final las conexiones se consiguen. Pero a la vuelta del bolo las cosas se deshacen. Una pena. También he escrito algo sobre la tarde en la que Michel Houellebecq apareció como el nuevo mesías del spoken word acompañado de Bertrand Burgalat. Os animo a echarle un ojo.

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Los años subterráneos de Christina Rosenvinge (Segunda parte)

Sigo recordando los años subterráneos de la Rosenvinge y todo lo que sucedió, alguna cosa será cierta y otra será un bello momento que he amasado para sentirme mejor. Lo más recomendable es hacerse con «Que me parta un rayo. La mirada eléctrica de Christina Rosenvinge» de Carlos Hernández Vázquez editado por EFEME en su colección Elepé. Todas las fotos de José Vizcaíno, excepto las de mi colección particular y algún regalo.

La banda. Menuda banda. Mezclo a los grupos, mezclo a los miembros. El directo. El tipo de la gorra, el del blues, el gran David Gwynn, siempre fiel a Christina en todas las giras con los Subterráneos (las dos que puede verla tocar, En Bruto y Centro Cívico Delicias). Pero luego, atentos, que vienen curvas: por los teclados tuvimos a Tito Dávila. Sí, Tito ha estado muchos años con Ariel Rot (lo conocí una noche larga en el mítico Candy Warhol de Zaragoza, lo abordamos unos cuantos fans de la música de los Enanitos Verdes, el tipo no se lo creía). Aquel tipo que compuso “Lamento Boliviano”, aquel que estaba por Buenos Aires cuando Calamaro quería juntar plata para un pasaje a Madrid que lo salvara del Plan Austral. Elsa Fernández en el bajo y Sergio Castillo en la batería. A Castillo lo conocen los puretas. Buen tipo en la batería, eficiente, con Miguel Ríos y Joaquín Sabina.

Luego hubo gente pululando, gente que se las sabía todas: en la guitarra entra Tito Fargo. ¿Quién coño es Tito Fargo, Octavio? Pues ya ha salido en Motel Margot porque formó parte de la banda española de Antonio Birabent cuando grabó aquellos maravillosos discos madrileños para Subterfuge. Creo que en alguno de esos discos salían Ray y Christina en las dedicatorias. Tito Fargo, volvemos a Fargo, tocaba la guitarra junto a Skay en Patricio Rey y los Redonditos de Ricota. Y eso son palabras mayores. O menores si no tienes ni idea de rock en español. Había más argentinos en la banda, claro. Entraba y salía la gente.

En la sección rítmica Marcelo Fuentes, también argentino y en la batería, por lo menos un batería al que conocí tocando en la banda de Christina, Pablo Guadalupe. Pablo había tocado en Pachuco Cadáver con el jodido Roberto Pettinato (saxofonista de SUMO) y también en Lions in love (una de esas bandas tan modernas que nadie terminaba de entender, con Daniel Melingo, que hablaré más tarde de él, un tipo que fue miembro de Los Abuelos de la Nada). Pero es que Pablo Guadalupe tocó con el puto Charly García.

Ya había avisado. En 1996 Charly publica Say no more. Es la época más desquiciada de Charly. Say no more, La hija de la lágrima, el disco con Mercedes Sosa y El aguante. Estaba en llamas cuando me acosté. Es imposible distinguir quién toca qué tras tantas capas de spray, delirio y brazaletes. No hay un plan. Y Christina lo sabía. Lo sabía porque luego hizo lo que quiso.

Así que teníamos un guitarra de blues y una panda de rockeros argentinos. Y Andrés Calamaro puluando. Y Alejo Stivel cantando. Y Claudio Gabis, uno de los padres fundadores del rock nacional con Manal o grabando con La Pesada, Daniel Melingo (y Justo Bagüeste, que no tocó, pero los tumba a todos por carácter y resistencia y, además colaboró con la Rosevinge.

Bueno, más bien la Rosenvinge colaboró con él IPD, en el 2005, en su disco Bestiario, junto a Suso Sáiz. Allí Christina recita un poema de Silvia Grijalba -que además toca el Theremin-, sobre los mantras de spoken word del gran Justo). Y si estaba Justo estaba Javier Arnal. Tengo una foto suya en uno de esos discos de opio y ajenjo de Javier Corcobado, un LP de barbies tóxicas y sirenas, otra vez sirenas, pasadas de láudano.

Christina tuvo un miembro de la banda de Charly García y a un Chatarrero de Sangre y Cielo en los Subterráneos. Y tocaban en directo, porque no tenían repertorio suficiente, una versión de The Band: The Weight. Mientras estoy escribiendo este artículo muere Robbie Robertson. En la primera línea se habla de la llegada a Nazareth-Pensilvania. Paris-Texas. Nazareth-Pensilvania. En el libro de Carlos Hernández alguno de los miembros de la banda recuerdan haberla tocado en directo. Es cierto: hay un registro aquí.

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Los años subterráneos de Christina Rosenvinge (Primera parte)

Una nueva entrega de la colección Elepé de EfeEME, en esta ocasión dedicada al primer LP en solitario de Christina Rosenvinge, “Que me parta un rayo” me anima a volver al comienzo. Sí, este libro me ha provocado una hinchazón emocional de la que no tengo muy claro cómo voy a salir. Porque , «Que me parta un rayo. La mirada eléctrica de Christina Rosenvinge» de Carlos Hernández Vázquez, recorre la génesis de uno de esos discos que se merecen llamar generacionales. Un disco en el que está todo: el cine, la nueva literatura, el rock eléctrico, la pérdida de la inocencia, los últimos estertores de la Movida, Dylan, Gainsbourg y, claro, Leonard Cohen. Y la Hardy, Kerouac, García-Alix, las agujas de los chatarreros, el theremin y la pluma de Silvia Grijalba y las guitarras de Gonzalo Lasheras y Suso Saiz. También, aunque no lo diga nadie, está Charly García. Porque Charly siempre está. Como Félix Romeo. Que también está siempre. Y un personaje oculto, alero, con nombre de pez y gafas molonas. Pero eso me lo reservo para más adelante.


Todas las fotos son de José Vizcaíno


Mi hermana en la habitación compartida. En la cama nido. Debajo de la mía. Todos los días, a las diez, sacaba el colchón y levantaba las patas. Ella era muy pequeña, siete años menos que yo. Se metía a la cama y yo me ponía el flexo y estudiaba. Estudiaba mucho. Y ponía el cedé de Christina y los Subterráneos. Y ella lo escuchaba. Y no dormía, escuchaba las canciones. Se lo aprendió de memoria. Iba en el coche con mis padres. Camino de Salou. La cinta de Física y Química. Con Antonio García de Diego y Pancho Varona. A la orilla de la chimenea. Peor para el sol. Las pastillas, los guitarristas de Loquillo. Y Sabina. El primer gran Sabina. Y el nombre de Christina Rosenvinge en aquellos créditos. Me ha costado unos años entender el porqué.


Lou Reed paseando con traje desde el lado salvaje. En el primer tema. Fito Páez componiendo un tema sobre Thelma y Louise en El amor después del amor. En 1992. Creo. Todos salen corriendo. Mientras escribo esto vuelvo a leer “Crónicas de Motel” de Sam Shepard. La colección de compactos de Anagrama nos salvó la vida. Eso ya lo dijo Andrés Calamaro muchos años después de llegar a España: “toda mi cultura europea, mis libros compactos de Anagrama, con Bukowsky, con Burroughts, con Jack y con Sam” . Dice Shepard en el libro: ¿Estoy en Texas o en Berlín Occidental? Editado en 1982 en la editorial Golden Lights de Frisco. La de los beatniks. Luego hablaremos de sus camisas a cuadros. De Lou Reed, recoge el satélite del amor. Luego volveremos a Berlín. Pero ahí estaba ya Lou. Completamente limpio, caminando de la mano con Laurie Anderson por el parque de atracciones de Coney Island.

Cuatrocientos golpes. Un póster de “Al final de la escapada”, Godard&Truffaut. Los dos, el vídeo de Cádillac Solitario. Un pedazo. Mil pedazos. Estuve años usando la metáfora, acabo estando tan manida que no sé qué valor puede tener. La de un cristal roto contra el suelo. Por mucho que agarres los trozos y los vuelvas a pegar nunca quedará igual. La señal que te devolverá será deforme, como las de la casa magnética o como coño se llame la atracción del parque de atracciones.

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