Gabriel Albiac sueña con filósofos eléctricos en las noches de agosto. Está en Logroño y el fantasma de Jim Morrison entra en la habitación. La gota de leche queda cerca y, en uno de los baños, Brian Jones practica vudú con un replicante con el rostro de Nico. Gabriel Albiac escribe hoy sobre su amigo José Luis Rodríguez García mientras el vinilo rasga con su aguja peligrosa los surcos del recuerdo.
Es el número 240 de los cuadernillos del Planeta Clandestino, es R&R, tres acordes y unas cuantas décadas contemplan la obra. Treinta años, 1988, Urbino, tinta roja, como escribe Pablo Lópiz en el prólogo. Ya habían pasado veinte años de la muerte de Hendrix y todavía faltaban treinta para hoy: «Llamo mío, /y no al infinito espacio/de las finitas cosas/que, innumerables, me admiran/y me hieren la inocencia«.
«¿Cuánto hace que Gabriel Albiac canceló su suscripción a la resurrección de la carne y decidió que todo lo que era propio quedara en el papel?»
Hay un hotel en cualquier ciudad sumergida donde el tiempo y los corazones se confunden y los taxis no se detienen nunca: «y la noche es fría y llueve. /Y el corazón se te caló hace tiempo». El mito de Alicia, en un lado y en el otro del espejo, con la química en la papila gustativa, San Francisco es una parada de camino al infierno, al auténtico «¿recuerdo algún hogar con mayor fuerza/con precisión más justa? El rancio aroma de mujeres y bourbon». En una encrucijada Robert vendió su alma al diablo por una guitarra de diez dólares y algo de talento. A partir de allí se quedó siempre atado al servicio de la Reina de Nueva Orleans. Héctor, Atenea, Sybila y la lingua sacra. Elena de Troya era una autoestopista que Mike Scott recogió mientras viajaba hacia la luna. Mira cómo la tormenta llama a sus jinetes: «Yo les hablo del llanto de los héroes al pie de la muralla/que nunca más verán del otro lado, /y practico, en lo que puedo, un absentismo saludable».
Sobre la almohada el último caballero visita París en sueños, entre las piernas de Marianne Faithfull encuentra la verdad que todo filósofo busca: la vida es poesía y algo de opio. Como en el último baile, una más pide la banda, Bob Dylan hace rato que se marchó del edificio y solo quedas tú, Gabriel, tú y ella, la poesía, la poesía, ya lo he dicho, tiene nombre de mujer. «Nosotros, Marianne, ¿Quién nos lo hubiera dicho? /Tú y yo, también algún que otro de los nuestros, /tan, tan viejos».