Campo Modular de Pirámide (2023)

Cuando uno ya piensa que nada le sorprenderá, que no habrá melodía ni ritmo que provoquen cambios sensibles en su vida, llega algo, llega alguien, llega una mezcla nueva, algo que te deja un sabor metálico, de raíz intensa, un estruendo mántrico que devuelve el amor agónico que te queda por la música. Y eso es Pirámide, eso es Campo Modular, un disco editado por Lunar Discos, que recoge la esencia popular y la mezcla con ambientes desestructurados hasta enhebrar un potente compendio de temas que te hacen volver una y otra vez la aguja al comienzo del vinilo. Giros y giros, vueltas y vueltas. Escuchen… vean, saboreen, toquen. Es un campo de álgebra compleja con gritos al pasado.

El aullido del “Uvero”, ciencia ficción de vino rancio, de tratamiento robótico, una plegaria a los primordiales, casi como un Daft Punk pagano en bajón de estramonio. O la trepidación de “Carita”, con el rostro de He-Man el máster, el universo cumbiero, con un fraseado que nos lleva a la electrónica descacharrante de los que nos alimentamos de los Plastilina Mosh o los Titán cuando el siglo moría o el siglo empezaba. De dónde sacaron ustedes esos sintes, esas cajas de ritmo, en el corazón de Eternia los gigantes se sueltan sus cadenas y suben hasta los campos infinitos del sur para besar a “María de las Mercedes”, trompeta de Semana Santa laica, virgen asceta de frontera, como Silvio tocando un korg con un coñac en la mano. Patillas y dientes negros, las novelas de Fernando Navarro, su Malaventura, el amor es todo lo que cabe en una canción, en una plegaria junto al río. Más cerca del Pedro Salinas que embriaga a Les Conches Velasques que al Triana del órgano hammond reventado.

Pero todo es como un garfio que se lleva por delante las “Rebabas” de tu alma, con ese ritmo ajustado al corazón del oyente, una guitarra de fuego, un tembloroso bajo que se repite a sí mismo, como camino de encierro hacia los lugares donde montan la fiesta los Babasónicos con esos sintetizadores que son cubos de luz heredados de la parte más íntima de Bronquio. Es el tiempo de los platos, de avisar a mi amigo Fuxedo, el ideólogo de Magnus Imperial Club, por si quiere conocer a los primos hermanos más allá de Despeñaperros. Bombo a negras que nos lleva a “Fractales”; como poner música a “Caos y orden” de Antonio Escohotado, dejándose llevar por la ensoñación pop, el sonido es turbio, de agujas y de moratones. El interludio es un cuadro, una letanía, unas palabras, “Canal de presos”, romancero de humerales y serpientes, un instante de oscuridad para llegar hasta “El día que yo muera”, que tiene nombre de copla y arreglo de tecnopop con autotune, muy en la onda de las verjas donde Jota se fuma el chino que le ha recetado el médico. Camino de lo blanco, del fraseo narcótico, del amor con recetas, el amor perfecto. Escucho a La Plazuela y les pido que suba los BMP para acercarse a la servidumbre de lo más agrio que trae “Pintor de loza”. Y es que no hay que irse lejos, ni cerca, ni mañana, ni ayer. Es hoy, es una noche infinita, es campo abierto y grupos electrógenos o las pupilas que miran con la sensualidad reservada a tiempos mejores como en “Patitas”. Todas las promesas que se hacen son promesas que van son una tara, con un asunto pendiente, así que el arrullo pendiente tiene algo de “Culpita”. Pero no eres tú, ni soy yo, es el recuerdo de cuando creíamos que Caribou o Burial nos iban a salvar a base de quiebros. Y escucho hasta el final, hasta que ya no me queda aire, para retomar el mundo subterráneo, la camiseta de Orbital que llevaba Peter Parker, pills and mind, “Pastillero” es, claro, un mapa del tesoro en la búsqueda de la legendaria receta de las mescalinas valencianas.

No me digas que no tienes ganas de volver a ellos. No pongas excusas, es tan sencillo como pulsar un botón, como comprar un vinilo. Un vinilo, un plato, un tatuaje, velocidad variable y un pulsar que haga de rosario para la Virgen de la Esperanza. Edita, ya lo he comentado, Lunar Discos.

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