Desaceleración transitoria: Michel Houellebecq (Parte I)

Una vida, dos vidas. Michel me estará escuchando ahora mismo. Fumará mirando el mar o a escondidas de su mujer en el cuarto de las escobas. Fumará, eso seguro. Y yo le escribo, como quien lanza una botella al océano, con un papel digital y en un idioma ilegible. Houellebecq, el último dandy desarrapado, que bebe y fuma con una compulsión antigua, analógica y transgresora. Escribe versos con rotuladores indelebles mientras las distopías que imagino se desmoronan, como se desmoronan todas las distopías cuando se cumplen, a su alrededor.

«Houellebecq, que ha consagrado toda su vida a la provocación, a la sexualidad occidental, a todas la represiones que segrega la sociedad del primer mundo, es el último dique frente a la cultura de la cancelación.»

Sus manuscritos, de un potencial narrativo creciente, van aliñados de un exigente bagaje científico que permite a los ingenieros con vocación literaria —como yo— sentirse todavía importantes. Cómo no quererte, Michel, no tendrás el carisma de Boris Vian ni tus dedos artríticos recogerán los premios oficiales de Emmanuel Carrère, pero tú me amas, con ese pelo de cartón, con tus petardos contra las democracias fatuas. Yo te amo, porque sé que Fernando Arrabal está de tu lado, porque dejas fluir el conocimiento como una tóxica mancha de aceite que cubre los pocos metros cuadrados de tu apartamento. Porque tú vives en un chalet y también vives en una colmena prefabricada de un barrio periférico y en una vieja casa en un pueblo perdido de la España profunda, porque tú, Michel, vives conmigo, vives con todos.

Unos pocos francos nuevos para poner en marcha la máquina del tiempo. Entre septiembre de 1999 y el verano de 2000 suceden los siguientes hitos: la tarde del 5 de agosto de 2000 Michel Houellebecq con sus pantalones demasiado grandes, fumando, por supuesto, y tratando de contener la calvicie con peinados inventivos deambula sobre el escenario del Festival Internacional de Benicassim presentando su disco Présence humaine que ha grabado junto con Bertrand Burgalat. Yo todavía no sé quién eres ni qué es el spoken word. Pero en aquellos días la explosión de la música francesa había llegado hasta España. Estaba de moda todo lo que viniera desde el país vecino. El sello Green Ufos desde Sevilla nos descubrió a Dominique A, Françoiz Breut o Katerine. Luego llegaría la violencia de Experience y su Aujourd´Hui maintenant, Michel Cloup era el demonio, como lo acabó siendo Bertrand Cantat, el cantante de Noir Desir. En aquella edición del FIB 2000 las cabezas de cartel venían de Manchester y aledaños: Oasis (sin Noel Gallaguer), Ian Brown, Johny Marr y Primal Scream. También los Placebo, Elastica, Mojave 3 y Lambchop. Los Planetas, claro, Mercromina, Sexy Sadie, Cecila Ann y los Fresones Rebeldes. Y la tos de Houellebecq.

En algún momento, mientras escapo del cambio de siglo a base de fanzines y pastillas contra la ansiedad compro un cedé que se llama Au coeur de Tricatel y que incluye una serie de canciones con producción de Bertrand Burgalat. El quinto corte es Séjour-Club y su rítmica es seductora. La voz, el recitado, es de Michel Houellebecq. El último tema es una versión del Goodbye Marylou de Michel Polnareff hecha por Nick Cave. El disco me acompaña en casi todas las sesiones que hago de pinchadiscos pero nunca encuentro el momento de poner ninguno de los temas que aparecen en la recopilación. Bertrand Burgaralat tiene algo de arreglista sesentero, de fuzz y música soul europea. Burgalat escapa de lo minimal y se acerca más al Benjamin Biolay de Rose Kennedy. Es el trasunto de Alain Goraguer, hace que April March suene más lúbrico que France Gall, busca colocar su nombre junto al de André Popp y aparecen reportajes suyos en los periódicos gratuitos que reparten en las universidades españolas de provincia.

Todo esto que te estoy contando, Michel, ya ha sucedido. Todavía no he hablado de tus libros, pero sospecho que tenía en mis manos Renacimiento, un libro de poemas editado en Francia en 1999 y que Acuarela, la discográfica de Sr.Chinarro, la discográfica de Jesús Llorente, edita en 2000 en una colección extraña, que incluye libros de Nacho Vegas – a punto de convertirse en famélico adicto al láudano con plagios de Brett Easton Ellis en sus letras— y Dennis Cooper. El libro me lo regala Alberto Navajas. Los dos vivimos entre química en un laboratorio lleno de gases y botes cerámicos y paladio, que es más caro que el oro o el platino. Tomo unas pastillas naranjas que se llaman Katovit hasta que las prohíben por la cantidad de anfetamina que llevan. Me siento muy bien con ellas. Estudio, estudio mucho. Hago un fanzine. Trato de besar a las mujeres. Voy a la consulta de una psiquiatra que ha estudiado en Alemania. Su marido me recibe en la puerta. Le doy 50 euros por cada sesión. Él sonríe y mete el billete en un cajón. Nadie me da ningún recibo. Cada semana mis padres me dan un billete de 50 euros.Mantengo separada la química que me da la doctora de la química que hay en los garitos. También del alcohol y demás destilados de alcantarilla. Llega un momento en el que no puedo. Mezclo. Mezclo y sigo mezclando. En un momento dado me detengo. Cambio la química por el sexo. Los besos de las mujeres. Escribo y escribo. Fumo. Reparto mis trabajos al 50%, creativos y repetitivos. Escribo. Gracias a los libros a veces tengo sexo. Pienso que si algún día soy padre le explicaré el truco.

La mayor parte de los textos de aquel libro de poemas servirán como letras para el disco que Houellebecq presentará en el FIB. Cuando leemos el libro, Houellebecq hace años que se ha bajado de aquel escenario. Si salto hasta 2021 me doy cuenta de que aquel escritor, casi desconocido en su Francia natal, ya vive atrapado en la alucinación de lo cotidiano: un viaje en TGV se convierte en el devenir asombrado del urbanita ante los animales, domésticos, de compañía, del sector primario ¿Fue el comienzo de un espacio literario que reposado y más prosaico daría lugar a El mapa y el territorio o Serotonina.

«Es un poeta que trasciende a la realidad y busca en la matemática interna de la existencia visos de una divinidad, monstruosamente objetiva, sin ningún signo de bondad. ¿Es una especie de alucinación colectiva como venía proponiendo Philip K. Dick donde lo vulgar es señal de buen funcionamiento y las más leves alteraciones química desequilibrada que indica un error en el lenguaje de programación de la realidad?»

Escribe: “Círculos que tenían un cierto relieve; de pronto media la impresión de que el suelo del tren respiraba”. Houellebecq está atrapado en la maraña de Lovecraft y se esfuerza por ser razonable. Pastilla roja, no tanto como Mátrix, que sería demasiado vulgar, quizá más cercano a un Lewis Carroll, también acusado de perverso, en sus obras que cruzan el espejo y donde siempre existe la duda de qué es la realidad y qué el mundo imaginario. La edición de la matemática en el mundo de Lewis Carroll con edición de otro afín a la causa como era Leopoldo María Panero —en una de sus épocas más lúcidas, oxímoron que me permito en mi propio Motel, ya lo saben—, podría servir de guía. En otro momento escribe: “Por todas partes se mata; El cielo no alumbra más que ruinas”. De nuevo la compulsiva obsesión por los restos de civilizaciones: lo que hoy es gloria mañana será pasto para los habitantes subdesarrollados o esquivos vegetales troncocónicos ávidos de atención divina. En la ciudad, que es también resto y averno, mutación máxima, los sentidos engañan. El cuerpo segrega su propio discurso: “Silencioso, las calles estaban vacías y escuché a la muerte llegar”. Es la noche oscuridad o llega la oscuridad con la noche. Lo importante no es el color del vino, es el alcohol que contiene. Por eso la luz del día resulta amenazante: “Ahora el sol atraviesa las nubes, su luz es brutal: su luz cae intensa sobre nuestras aplastadas vidas, es casi mediodía y el terror se instala”. La extrañeza del cuerpo propio, que escribiría desobedeciendo, casi de manera reptiliana, como en una estación subversiva, pronto llegar la estación de las revueltas: “Recojo los restos de una mano demasiado nerviosa”.

En este viaje en el tiempo, en esta galería de puertas abiertas a distintos años, me detengo en el primer piso del siglo XXI, habitación 2003. En el número 8 del fanzine Confesiones de Margot (valor de mercado 3×166,36 pesetas) Alberto Navajas y Daniel Lisbona ya hablaban de Houellebecq y El mundo como supermercado. El ensayo de Anagrama estaba muy reciente, Houellebecq vivía en una pequeña isla en la costa de Irlanda, alejado de los medios pero no de la polémica. Faltaban unos años para que se decretara la saria contra él o que le otorgaran el Goncourt de novela, pero todo el mundo lo consideraba visionario, perturbador y profético. Todos los que lo leían, todos los que lo conocían.

«Entonces, año 2003, repito, pensábamos que leer a Houellebecq nos permitía adentrarnos en un mundo vacío, donde la sociedad postmoderna destrozaba a los individuos, donde no existía posibilidad de amar debido a la certeza absoluta de que nada tenía sentido. Cada uno debía ser explorador en la jungla, cada uno era responsable de su propia esperanza».

Faltaba menos de un año para el 11M y sus 193 muertos. Faltaban tres años, cuatro años, cinco años según en la parte de Occidente en la que estuvieras para conocer la Crisis, con mayúsculas. En España gobernaba Zapatero, en España había carteles con una enorme E que era un vacío infinito colocado verticalmente. Desaceleración transitoria ahora más intensa. Un buen título para un artículo sobre Houellebecq.

Vuelvo a su poesía, tomo nota de uno de los versos: “ La circulación se agiliza/la noche descubre su venas”, empieza el carrusel de la paranoia. Hay lugar para despiece completo de la sociedad occidental. “Construidos por nuestros objetos, hechos a su semejanza, existimos por ellos./En nuestro interior, sin embargo, yace el recuerdo de haber sido dioses”. En unos años leeré su ensayo de H.P. Lovecraft, aquel que plantó la semilla de la malsana divinidad en el cuerpo de los hombres. “Y la vida que recoge una a una sus cartas”. El fantasma de Occidente, el cuerpo sin alma. Cuando Houellebecq escribe sus versos de Renacimiento ya empieza a poder copular con sus fans tras los recitales pero no sabe que alcanzará el éxito a través de la desesperanza. Cabalgando en la desesperación. Para Houellebecq la ciudad es una mina donde “solo queda cavar dócilmente”. Un fragmento más: “La suerte está echada desde hace tiempo/solo seguimos con la partida por costumbre” remite al Jean Paul Sartre de A puerta cerrada o Hamm y Clov, esperando el final de los tiempos junto a unos cubos de basura. ¿Es hora de mi medicina? Siempre estamos esperando algo de medicina. La química legal es el mejor de los alimentos. En Paris-Dourdand, que será uno de los temas a los que Bertrand Burgalat insuflará un aliento casi de música disco, hay un momento de asqueo antes los modernos barrios periféricos, los prefabricados de una zona semi-residencial. Las guitarras del músico de Tricatel elevan a oración el desfase entre el centro de París, donde la ciudad vomita a sus bárbaros después de ver a las palomas paralizadas, atraídas por las luces, dejando que su vida se acabe, exhaustas. Es el triángulo del odio occidental, del hipócrita que come paninis de salmón y fuma de manera compulsiva, las calles del Barrio Latino, las periferias a las que se llega en inhóspitas líneas de autobuses y la anhedonia inherente a la vida rural contra la que escribirá en Serotonina.

2010. Mi padre me dice que me haga funcionario. En ese momento no sé que la desaceleración transitoria de mi vida ha comenzado. Me he enamorado. Comienzo a recorrer la región de instituto en instituto. He olvidado a Houellebecq y la rabia se desplaza a otros lugares de mi cuerpo. Un lustro sin novelas del maldito. Imagino que la debacle física es inminente. Con El mapa y el territorio le otorgan el Premio Goncourt de novela. Eso son palabras mayores. Mis padres tenían en las estanterías del cuarto de estar varios tomos lujosamente encuadernados de los ganadores del Goncourt en los setenta.

La que va a ser mi mujer compra la edición de Anagrama. Me acerco al libro. Es septiembre u octubre de 2011, mi segundo año dando clase en institutos. No le cuento a Ana, mi mujer, la madre de mi hijo, que una vez bailé con los discos de Michel. Recuerdo cómo me acercaba a las líneas del libro tal y como el protagonista lo hacía a las carreteras y autopistas de las guías Michelín. El urbanita decadente había desaparecido y, a cambio, se había embolsado un buen puñado de euros. Ahora busco el libro entre los estantes de mi casa y lo sostengo con las dos manos. En las primeras páginas habla de Damien Hirst y el personaje es un fotógrafo llamado Jed Martin. La relación con el padre y la aparición de Houellebecq convertido en personaje de su propia novela, en un paso atrás o hacia delante de ser un personaje en su propia vida maravilla al lector.

«Matarse a sí mismo en una novela es algo que solo los que creen en el materialismo profundo de la existencia pueden atreverse a realizar. Novelizar la reacción del mundo hacia tu asesinato es una neblinosa manera de exorcismo emocional».

Mi amigo Félix muere en 2011. Me deja unos correos electrónicos pidiéndome que ayude a su amigo Jesús Llorente a montar una fiesta aniversario del sello Acuarela en el Mar de Dios. Cierran el Mar de Dios y yo junto a Sr. Chinarro y Georges Perec para escribir una sucesión de casualidades que aparecerá en uno de mis libros. Ahora pienso en Mariano Gistaín, que también aparecía junto a Jesús Llorente y Félix en uno libro que se llamaba After hours : una muestra de cult fiction. Todos le dábamos fuerte al Katovit en aquellos días. Empiezo a pensar que Mariano había viajado en el tiempo para supervisar todo aquello. Busco rastros de partículas básicas, neutrinos y bosones, sobre todo, que queden como briznas de materia del pasado entre las hojas del poemario. La poesía de Houellebecq tiene algo de universo multidimensional y como un monstruo abandonado por sus devotos, deja fluir su conocimiento desde su propia casa.

Entre 2011 y 2015 me voy alejando de mi ciudad. Busco encontrar mi genética entre las lágrimas de la mañana, mis amigos mueren a mi alrededor y yo tengo que escapar. Tengo la mesa llena de apuntes y libros y más apuntes y problemas resueltos de una oposición que aprobaré unos meses antes de ser padre. La espalda me duele, el piramidal, una zona desconocida hasta hace poco para mí comienza su aullido prolongado. Pronto empezaré a calmarlo con distintas encarnaciones del tramadol. Ya no fumo. Intento descargarme El secuestro de Michelle Houellebecq en alguna de las múltiples páginas piratas. No hay manera, demasiado exclusivo. No lo estrenan en Zaragoza y acabo gastándome una barbaridad de dinero en un DVD que compro en la web de Cameo. Se lo regalo a Ana, que se sienta detrás de mí, espalda dolorida con espalda dolorida. Estudiamos y pasan los años sin tener un momento para ver la película. Houellebecq es un escándalo. Houellebecq comiendo una bagette untada en foie y bebiendo vino a la temperatura justa. Pero come con la boca abierta. Resbala un hilo de saliva. No sabe que en una biblioteca de un pueblo de 1999 habitantes hay un club de lectura que ha comenzado a leer su novela Plataforma. Mi suegra está entre ellas y abandona el libro por demasiado sórdido. Quizá le zumban un poco los oídos mientras se enciende otro gitanes. Asumo que son gitanes porque no podría ser otra marca. Leen Plataforma en su edición de compactos de Anagrama y la cosa no arranca. Todo en grandes cantidades.

En 2015 se edita Sumisión. Ya he abandonado la ciudad y hay otros 1999 habitantes en el pueblo donde doy clases de matemáticas. El porcentaje con el que me cruzo cada mañana es bajo, el total lo es todavía más. Me acostumbro a la rutina. He suspendido las oposiciones y solo vuelvo a Zaragoza para ver partidos de baloncesto con mi padre. En la misma biblioteca donde mi suegra leerá o ha leído Plataforma, llega la novedad de Michel Houellebecq. Por un momento vuelve el alacrán y lo devoro en unos pocos días. Aprovecho para volver a Michel. Nadie quiere escuchar la historia de cómo escribíamos sobre él en los fanzines del cambio de siglo. Mis alumnos bastante tienen con entender algo del álgebra que les farfullo. Sigo tomando tramadol.

«Es simplista considerar esa novela como islamófoba o racista. Si lo haces es que no te la has leído. Me fascina el estilo degradado de su literatura, la manera en la que describe a la perfección cómo el intelectual occidental medio se dejaría arrastrar hacia la comodidad del supremacismo genital. No entiendo que los islamistas radicales se sientan ofendidos por este texto. No entiendo a los islamistas en general».

Algunos de mis alumnos son hijos de emigrantes, la mayor parte marroquíes. Quieren fútbol y playstation. Les cuesta respetar a sus profesores. Más si son mujeres. No es mi problema. Cada vez me doy cuenta de que mi problema está en aprobar las oposiciones. El 7 de enero de aquel año dos hombres enmascarados entran en la redacción de Charlie Hebdo y asesinan a 12 personas. Habían publicado caricaturas del Profeta Mahoma. En la España sumisa la revista El jueves decidió no hacerlo.

En 2019 ha nacido Román y Houellebecq publica Serotonina. La portada española es un globo rosa en el segundo anterior a explotar, pero hay algo lúbrico y genial en la manera en la que está compuesta. El Houellebecq del centro de la ciudad ha desaparecido. Escondido entre las malezas de la Francia rural pelea por abrirse paso en la dicotomía entre la química y la libido. No hay alivio en París ni en la costa mediterránea, las mujeres lo contemplan como un espantapájaros y solamente encuentra la paz en los frondosos recovecos del sector primario galo. Leo con interés sobre la problemática del vino, los quesos, el foie y demás luchas entre los agricultores y ganaderos franceses contra la Unión Europea. Michel no perdona un manuscrito sin un poco de impotencia y sexo explícito. Armas y supermercados. Pisos compartidos con fantasmas. Serotonina no es tan rompedor como sus primeras novelas ni tan valiente como Sumisión, pero demuestra una madurez narrativa que no esperábamos entre el declive alopécico. Donde no llegue la tinta fresca lo harán las cámaras y los recuerdos. Acompáñenme hasta el siguiente estadio.

Gracias a la Biblioteca Julio Cejador de Ateca, a Inés Roncal y Ana Lacarta. A Alberto Navajas.

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