¿Qué es la vida sin pasión?

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Estamos vivos pero a veces andamos como si no lo estuviéramos. Recorremos, desvalidos, los mismos pasos, interpretando con la boca marchita una especie de marcha fúnebre. Transitando un camino plano y repetido en el que alguien, no sabemos quién, nos dijo que teníamos que mantenernos. Seguir en él, en el sendero trazado de antemano, sea como sea y pase lo que pase. Aunque a veces falle la respiración y el espejo nos devuelva mirada de insecto. Hay que continuar adelante, pero siempre en él, en una especie de estado vegetativo, en un goteo de días que, «como un aceite rancio», conservamos en recipiente cerrado.

Stefan_Zweig2Hay días en que, sin embargo, nos levantamos revueltos, con el pelo despeinado y la boca sedienta. El estómago grita de hambre y cuestionamos entonces la razón de esta especie de sucedáneo. De ese estado robótico al que nos ha llevado tanto imperativo y tanta obediencia —»sí, señor», «por supuesto, señor», «en seguida,… cómo no, señor»—, y queremos enfrentarnos con ese alguien y preguntarle, cara a cara, por el motivo de esa existencia impostada. Porque, caemos en la cuenta… ¿qué es la vida sin pasión? ¿Tiene acaso algún sentido?

Stefan Zweig describió en su magnífica novela Confusión de Sentimientos, que edita esta semana Acantilado, una escena que viene a responder a esta pregunta y que mantengo grabada a fuego.

En ella, su protagonista, Roland, es un joven estudiante que estaba a punto de abandonar los estudios y que, recién llegado a una universidad de una pequeña ciudad de provincias, acaba de sentir una especie de fogonazo. Una nueva y «ardiente curiosidad» que ha logrado despertar en él un brillante profesor por el que se siente de pronto deslumbrado y que, «como por arte de magia», le hace rendirse a sus pies.

En una hora yo había derribado el muro que hasta entonces me separaba del muro del espíritu y descubría en mí, esencialmente enardecido, una nueva pasión a la que he permanecido fiel hasta el día de hoy: el deseo de gozar de todas las cosas de la tierra, valiéndome del alma de las palabras.

Seguido por este entusiasmo, Roland logra en uno de los primeros encuentros con su maestro, una lección de vida que es en el fondo un reclamo incontenible de autenticidad… y que pasa inevitablemente por «ir al encuentro de las cosas» siempre por el interior, «partiendo de la pasión».

Confirmé a ese extraño el secreto juramento que había hecho de entregarme por entero al trabajo con la seriedad más absoluta. Me miró con aire conmovido. Luego dijo: «No solamente con seriedad, muchacho, sino también con pasión. Quien no se apasiona se convierte en el mejor de los casos en un pedagogo».

Y es que, sin pasión, sin escuchar la «musicalidad del sentimiento», el maestro se convierte en pedagogo como el artista acaba siendo un obrero. O como el periodista se viste, muy a su pesar, de oficinista. Porque sin ese estado de confusión, sin ese «cambio perpetuo, este variar segundo tras segundo», la vida «sería de piedra», que dijo el recientemente fallecido José Emilio Pacheco.

Claro que para entrar en el reino de los cielos al que lleva la pasión hará falta el arrojo necesario para descender a los abismos si es preciso. El valor de estar dispuesto a pagar un precio muy alto, que a veces sólo podrá saldarse con dolor. Un coste  —y una recompensa— que muchos no están dispuestos a arriesgar —allá ellos— y que Zweig describió como pocos.

El austriaco fondeó el corazón humano y, para nuestra fortuna, regresó para contarlo. Para constatar por escrito, como lo hizo su protagonista, ya anciano, que al final sólo queda el recuerdo de lo que vivimos con la piel. Sólo, el latido de noches en que estuvimos muy despiertos. La respiración entrecortada y compartida. El brillo en los ojos que sucede después, por más que luego pueda secarse y por más que pueda acabar por doler. Es lo único que deja intacto la memoria.  De lo demás, sólo restos, y a veces, ni eso.

 

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