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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Un Festival no nace sin dolor de parto

En el balance que todo festival debe realizar entre cuota de cine serio y cuota de “glamour” para robar una esquina de espacio en los medios de comunicación hay una ley inexorable a la que es muy difícil sustraerse. A la máxima de “el medio es el mensaje” hay que hacerle un ligero retoque de maquillaje para convertirla en “el famoso es el mensaje”. A esa norma de obligado cumplimiento para la supervivencia también se ha sometido el BCN FILM FEST, que no sabe muy bien dónde colocar el Sant Jordi, si como nombre principal o como apellido.

En Barcelona comenzó el pasado viernes 21 este recién llegado al panorama de los festivales. Allí hizo su aparición Richard Gere, protagonista de Norman, el hombre que lo conseguía todo, dirigida por Joseph Cedar, una propuesta interesante aunque un tanto desconcertante que uno no sabría si definir como comedia bufa de baja intensidad o como metáfora tal vez involuntaria del rampante sistema –económico- depredatorio actual. ¿Y qué tal está el actor? Bien, gracias. Gere posó ante la prensa en eso que se denomina con el anglicismo “photocall”, o sea un posado ante las cámaras de toda la vida, llegó a la hora prevista a la rueda de prensa después de la presentación a la misma de la película, contestó comedidamente a las preguntas, estuvo discretamente simpático, educado, profesional… lo que se espera de una estrella cuyo brillo álgido comenzó a extinguirse hace más de dos décadas. A pesar de todo, aún le queda algo del embrujo que asomó en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), una cinta mil y una veces repuesta en las cadenas de televisión, cenicienta moderna con un hiperidealizado hombre de negocios, rico, guapo, simpático, desprejuiciado y por supuesto conservador que debe redimir a una muy improbable prostituta con la estructura ósea y la desarbolante sonrisa de Julia Roberts.

Nota al margen: en la documecomedia de los directores argentinos de El ciudadano ilustre, Mariano Cohn y Gastón Duprat, Todo sobre el asado, una odontóloga, exploradora indiscreta en bocas ajenas tirando a repelente, dice saber por razones profesionales que Julia Robert padece de halitosis. Dejo constancia del profundo malestar que me produjo semejante gag de muy dudoso gusto.

A Richard Gere, a salvo, que sepamos, de esos infundios, le concedió Robert Altman una oportunidad -que no desaprovechó- de dar lustre cinéfilo a su dilatada carrera (El Dr. T y las mujeres, 2000). De entre sus muchos personajes yo me quedo con el sonriente abanderado del capitalismo de Pretty Woman, el ginecólogo de Altman y con el apurado seductor y consolador de damas de American Gigolo (Paul Schrader, 1980), libreto que parecía escrito para él en aquella época. Tres papeles en tres décadas: uno para cada una.

Richard Gere es la cuota glamourosa de este nuevo Festival de Barcelona que se reclama con otras señas de identidad y apuestas, de amplio espectro, también hay que decirlo, entre popular y didáctico, entre clásico y actual, combinando sabores en un cóctel ecléctico cuya definición habrá que esperar a ver si se asienta. De las intenciones de la programación dejó mi colega Carles Rull cumplida y detallada información en su blog El cielo sobre Tatouine, de modo que no me detengo a desarrollarla aquí. Pero el glamour tiene cosas desagradables que no cabe achacar a la organización del Certamen ni a los responsables de prensa, sufridores también junto a los verdaderos paganos de los insufribles comportamientos caprichosos de las estrellas, los periodistas acreditados.

Richard Gere y Lior Ashkenazi en «Norman, el hombre que lo conseguía todo»

Tan profesionales a veces, tan irresponsables otras. No es infrecuente que quienes gozan del privilegio de la adulación universal hagan de su capa un sayo a la hora de cumplir con las obligaciones contractuales que determinan un horario para responder a preguntas de entrevistadores. Se han dado casos en los que los fotógrafos se hartaron de esperar, porque el famoso de turno parecía haber olvidado el reloj o no tuvo empacho en acicalarse durante más tiempo del conveniente, y directamente se marcharon con sus cámaras a otra parte. Sonado fue el de Salma Hayek durante la promoción en España, en 2003, de Frida, película que coproducía y protagonizaba, con mucha ceja pero no tanto bigote. ¡Y sólo fue media hora de paciencia! O el enfado monumental con Leonardo di Caprio a cuenta de un retraso de una hora, por razones achacables a los insondables misterios de la aeronáutica (su avión particular tuvo la culpa, según explicó). Di Caprio defendía una excelente película que denuncia los criminales manejos de los contrabandistas de piedras preciosas (Diamantes de sangre, Edward Zwick, 2006), pero sus explicaciones no convencieron a los aguerridos reporteros gráficos que no tuvieron empacho en obsequiarle con una bronca monumental para provocar su perplejidad. Fue tanto el ruido del incidente que ensombreció la calidad del filme.

Richard Gere saluda con garbo y donosura en el BCN Film Festival. EFE

Pues lo mismo hubiera sucedido en Barcelona si los afectados no fueran plumillas a los que no se debe ni consideración ni explicaciones, tropa que está para hacer guardia, callar y obedecer. Tanto Richard Gere como su director, Joseph Cedar, se presentaron a las entrevistas concertadas con dos horas de retraso. Nada más. No pasa nada. Allí estábamos todos esperando lo que hiciera falta. Se entiende que después de comer es muy mala hora para repetir respuestas como papagayos. Bueno, debió de decirse a sí mismo la estrella comprometida con grandes causas humanistas, no les importará esperar un poquito…

Más tarde, a la hora del hacer el paseíllo, pues algo así es lo de la “alfombra roja”, lo más parecido a ese ritual taurino pero sin toros, otra horita más de espera. No pasa nada. Allí las masas enfebrecidas, gritonas y hambrientas, esperan lo que les echen con tal de disfrutar de su ración ocasional de famoso en vivo. Richard tan profesional él, sonriente y amable, se deja querer y cae estupendamente a todas las edades, a las mayores y a las más jóvenes. “¿Quién es ése? Un actor que se tiraba a Julia Roberts que estaba muy buena… Pues él todavía no está nada mal…” La frivolidad es así. ¿De cine, cuándo hablamos?

Richard Gere en un gesto característico. EFE

No, no, no le voy a hacer eso feo al Festival por culpa de Richard Gere, con lo majo y simpático que es. El BCN Film Festival (por cierto, José María Aresté, director del Festival, déjeme decirle que me parece más honroso añadirle el Sant Jordi por delante o por detrás que la fórmula anglófila con complejo de inferioridad) nace con muy buenos propósitos y me inspira simpatía. Por de pronto, es un certamen que brota en un barrio popular de Barcelona, el barrio de Gracia, lo que de entrada suma puntos, en unos cines que intentan cuadrar el círculo de la supervivencia de la calidad, la versión original, de las películas independientes, etc, en unos tiempos en que la audiencia deserta de las salas al menor pretexto: que si el buen tiempo, que si la televisión de pago, que si las descargas, que si las series, que si el cine en casa, que si el fútbol, que si… ¡Maldición! ¡Adónde iremos a parar con tanto pecador en esta iglesia!

Esta mañana le insinuaba yo a Bertrand Tavernier en mi entrevista para Días de cine esta apostasía de la verdadera religión (la cinefilia), esta desbandada de las catedrales laicas –que diría mi amigo Santiago Tabernero- y el grandísimo director francés exclamaba casi indignado: “¡es que los jóvenes también se atiborran de comida basura en los MacDonald’s y así nos va!”.

Tavernier representa el polo opuesto, no incompatible, a Richard Gere en este Festival. Intentar encontrar ese equilibrio del que hablaba al principio. Un foco de luz clásica para iluminar rincones que el cine de Hollywood deja a oscuras (no dejen escapar su documental Las películas de mi vida, historia del cine de su país desde los años 30 a los 70 atravesado por una corriente de contagiosa pasión). Esa aspiración del BCN también merece todo el apoyo que podamos darle. Es cierto que la programación no puede pretender competir con las lumbreras de otros certámenes, como San Sebastián, Valladolid, Gijón, Sevilla. Todavía. Quién sabe si cuando celebre su 10ª edición se habrá asentado y depurado.

Pero mientras eso se produce, si el tiempo y la autoridad lo permiten, yo he podido recoger en cuatro días un ramillete de películas muy agradables, que o tienen distribución o seguro que la tendrán pronto. Churchill, de Jonathan Teplitzky, un recio y vigorosa retrato, inteligentemente hagiográfico y producido con todas las garantías de calidad por la BBC, más humanizador que desmitificador del prohombre que prometió batallas con sangre, sudor y lágrimas, con Brian Cox y Miranda Richardson impresionantes. Marie Curie, dirigida por la francesa Marie Noëlle, es un biopic decente de una mujer que merece ser mucho más conocida, dos veces Premio Nobel, adelantada a su tiempo en todos los sentidos y referencia de la igualdad entre los sexos. Su mejor historia, de la danesa Lone Scherfig, antigua seguidora del Dogma 95, es una simpática historia que toca casi todos los «ismos»: antibelicismo, feminismo, lesbianismo, romanticismo… en un tono grave a veces y desenfadado otras.

Todo sobre el asado es el documental mencionado de la pareja argentina Cohn-Duprat que aborda el tabú culinario con la ironía, la guasa y la delicadeza que les conocemos. Tavernier presenta, además de su obra citada, Las películas de mi vida (recién ampliada en una serie de 8 horas de duración para televisión, según nos adelantó) un ciclo de viejas glorias agrupadas bajo el epígrafe de Imprescindibles: Juegos prohibidos (René Clément, 1952) Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1953), Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker, 1958) y Madame De… (Max Ophüls, 1953). Cuando ustedes estén leyendo estas líneas yo habré podido ver la última película del gran director polaco Andrzej Wajda, Los últimos años del artista: Afterimage, un biopic del pintor vanguardista Wladyslaw Strzeminski. Será mi última sesión de un festival que continúará hasta el viernes 28 y con un poco de suerte resista durante años a los embates de las olas de la vulgaridad.

Nunca vemos dos veces la misma película

Dice Gonzalo Suárez, uno de nuestros directores más originales y con mayor personalidad, en el documental de la serie “Imprescindibles” de TVE, El extraño caso de Gonzalo Suárez, excelente autorretrato dirigido y realizado por mis compañeros Alberto Bermejo y David Herranz: “Nunca vemos la misma película por segunda vez, igual que no nos bañamos en el mismo río”.

Es lo que tiene la gente con cabeza, los pensadores, porque el director de Remando al viento (1998) es, además de escritor y director de cine y otras muchas cosas, todo un filósofo, en el supuesto caso de que lo sea quien demuestra afán de conocimiento de la vida y sabe expresarse de manera inteligente. Y así, iluminado por esa frase, de repente acabo de encontrar una sencilla formulación del hecho, tantas veces acontecido, de que nunca me han causado el mismo efecto las escasas películas que he vuelto a visitar después de haberlas abandonado en la sala o en la televisión.

Gonzalo Suárez en una imagen de Imprescindibles. TVE

Si uno ejerce la crítica, pensaba yo antes con cierto complejo de culpa, no debe de ser muy presentable cambiar hoy de opinión, así por las buenas,  sobre lo que viste ayer, quién iba a fiarse de tu criterio… Y el caso es que sin llegar al extremo de odiar lo que antes amabas, es muy normal que te pase lo que he vuelto a constatar recientemente, algo que tenía muy verificado desde hace mucho tiempo: que las condiciones subjetivas en que vemos cine configuran el modo en que se va a depositar en nuestro cerebro, dejan buen o mal sabor, tiñen nuestro juicio, arbitrario por más sesudo que se pretenda, de razones y argumentos para defender una obra o atacarla.

Esto me sucedió hace relativamente poco con Frantz, del siempre interesante director francés François Ozon, un director que siempre sumerge la pasión bajo una capa de sólido hielo, salvo en esta ocasión que resulta un romántico de la muerte : la primera vez la vi con sueño y me aburrió; la segunda vez –motivado por el trabajo quise asegurarme de no haberme equivocado- pude descubrir en ella muchas capas de lectura y virtudes que me habían pasado desapercibidas. Me había quedado en la superficie y por fortuna tuve oportunidad de zambullirme más a fondo en ella. En el reportaje que dejo a continuación me explico con más detalle sobre esta revisitación de un tema tratado en 1932 por Ernst Lubitsch (Remordimiento), a partir de la obra de teatro L’homme que j’ai tué (El hombre que yo he matado) de Maurice Rostand, puesta en escena por primera vez en 1930.

Con Las inocentes, un drama basado en hechos históricos dirigido por la francesa Anne Fontaine , me sucedió un poquito lo mismo pero en menor medida. Curiosamente, Ozon nos sitúa al final de la 2ª Guerra Mundial y Fontaine justo al acabar la 1ª Gran Guerra. Dos interesantes películas llegadas del país vecino que yo había visto con las gafas empañadas, una con más vaho que la otra.

No siempre sucede esto. Mejor dicho, casi nunca me ha pasado cambiar el signo de mi percepción con tanta rapidez. Pero si las cosas que nos importan cambian con el tiempo de color y su importancia se relativiza, o si pierden la fuerza y el impacto con que nos impresionaron en el pasado, nada debe extrañarnos que las películas que un día tanto amamos puedan llegar en el peor de los casos incluso a decepcionarnos. O en la más común de las ocasiones a dejarnos una sensación en el cuerpo menos intensa que la primera vez. En tales casos nada ni nadie podría convencernos de no haber visto dos películas distintas.

Endemoniado Klaus Kinski

Tuve la suerte de encontrarme a dos metros de distancia de Klaus Kinski en la 39ª edición del Festival de San Sebastián, en septiembre de 1991. Yo había ido allí con un equipo de Televisión Española para realizar un reportaje para el programa Días de cine que acababa de echar a andar ese mismo mes. Todo era nuevo para mí, el ambiente del Festival, los pases de películas, las ruedas de prensa, las entrevistas. Incluso la proximidad a actores y directores y el hecho de poder hablar con ellos suponían entonces un hecho extraordinario que ponía a prueba la resistencia de una inclinación mitómana hoy ya notablemente mitigada, casi extinguida.

Klaus Kinski en el Festival de San Sebastián, 1991. EFE

Kinski era uno de esos mitos merced a algunos personajes legendarios que había creado junto a Werner Herzog, especialmente el alucinado conquistador español de Aguirre, o la cólera de Diós (1972) que fue el que le dio fama mundial. Después, con el mismo director, le siguieron otros como Woyzeck (1979), Nosferatu, el vampiro (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). Entre éstas y las de más acá y más allá llegó a rodar hasta doscientas películas, un puñado de ellas, excepcionales. Con Andrej Zulawski rodó esa maravilla titulada Lo importante es amar (1974), que calificó en sus memorias de “putrefacto y maloliente mamotreto”; él era así de fino y exigente. En realidad consideraba que todo lo que había hecho era «una puta mierda». Igual lo pensaba sinceramente, pero resulta imposible saberlo.

En aquella ocasión Kinski promocionaba en San Sebastián una película, la última de su carrera, que él mismo había dirigido dos años antes, en 1989, Kinski: Paganini. Lo que inicialmente iba a ser una mini serie para la televisión italiana de dieciséis horas de duración terminó siendo un largometraje, protagonizado por Kinski, que ofició también de guionista e incluso de montador, porque los productores decidieron interrumpir el rodaje cuando vieron el derrotero que llevaban los materiales producidos.

Había que ver y escuchar con qué pasión –o profesionalidad- defendía aquel demonio de artista su obra. Allí sentado, Kinski respondía a las preguntas del redactor Álvaro Feito explayándose en las respuestas. Yo estaba al lado de la cámara y de mis compañeros, el reportero y el ayudante, como realizador. De repente, en un momento indeterminado de la entrevista sus grandes ojos blancos se posaron sobre los míos y permanecieron clavados en ellos con una apariencia inquisitiva que me perforó durante unos segundos. Le hubiera pagado unos whiskies por saber qué diablos pensaba en esos breves instantes que tan largos me parecieron. Me quedé con la curiosidad insatisfecha, por supuesto, pero nunca olvidé aquella mirada. Cuando dos meses después (noviembre de 1991) conocí la noticia, la muerte de Klaus Kinski me causó un gran impacto y aquella anécdota insignificante pareció agrandar sus contornos, la intriga recuperó vigor: ¿qué pasaría por la mente de aquel tipo tan especial?

Teniendo en cuenta la fama de actor insoportable, indirigible e indigerible que arrastraba, me pregunto cómo sería este hombre con la batuta en su mano y los actores y el resto del equipo de rodaje a sus órdenes. Me encantaría saber qué les decía si se veía en la necesidad de hacer varias tomas, él que como actor se negaba a repetir las escenas como si eso fuera una humillación.

Sí, Klaus Kinski era un tipo muy especial. Tanto que Fernando Colomo, que había contado con sus inestimables servicios en El caballero del dragón (1985) le dedicó un artículo cuando falleció que parecía cualquier cosa menos una necrológica. Después de repasar la impagable experiencia de haberle soportado le despedía con este párrafo: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz.”

De la peculiarísima personalidad de ese inolvidable –por tantos conceptos- actor que fue Klaus Kinski tenemos dos testimonios mucho más prolijos en detalles que la experiencia de Fernando Colomo. Dos encuentros con el monstruo que me permito recomendar a todos los interesados en fenómenos inextricables de la naturaleza que amen el cine por encima de casi todas las cosas, un documental realizado por Werner Herzog, Mi enemigo íntimo (1999) y la autobiografía del actor, significativamente publicada en España en 1992 por Tusquets editores en la colección La sonrisa vertical, y de título aún más revelador: Yo necesito amor.

Antes de contratar para cinco largometrajes a su actor fetiche, un inmenso talento para los personajes desquiciados o poseídos por una misión sobrenatural en la vida, es decir exactamente lo que necesitaba, Werner Herzog había conocido a Klaus Kinski a la edad de trece años y convivido con él en Munich durante varios meses. Sabía pues de la furia con la que habría de enfrentarse en una relación de amor-odio que resultó fecundísima en la pantalla y anímicamente muy costosa, seguramente para ambos, pero mucho más para el director. En apresurado resumen -la imagen lo dice todo- vean el cartel de la película que tienen un poco más arriba y anímense a buscarla. A continuación les dejo un fragmento para ir haciendo boca.

El libro de Kinski es punto y aparte en el género autobiográfico. Escritas en una primera persona arrebatadora, las memorias de quien dijo “si no fuera actor, me habría convertido en asesino o habría terminado asesinado” son un testimonio impresionante que revelan a alguien sorprendentemente frágil bajo la capa de bárbaro que le caracterizaba. ¿Hay modo más evidente de condensarlo en una frase: Yo necesito amor?

Confesión a calzón quitado de todas las intimidades, incluso aquellas que sirvieron para entallarle un traje de violador de su propia hija Nastassja, las hazañas, bélicas o civilizadas, se desgranan en un retablo de asombros que no cesan, desde la más tierna infancia propia hasta la devoción por su hijo Nanhoi. A él le dedica muchas de las últimas páginas y las palabras finales: “…te cuento todo esto por si me pasara algo. La gente te dirá que estoy muerto. ¡No les creas! ¡Mienten!… No puedo morir jamás. ¡Solo tú me redimiste!…No podemos volver a separarnos jamás. Hemos vuelto a ser uno: luz, aire, fuego, agua, cielo, viento…”

Hasta llegar ahí, el recorrido vital está plagado de nubes de polvo y de polvos. El polvo en singular y sentido metafórico oculta las debilidades y locuras del personaje, que no deja títere con cabeza, con capítulo aparte para su archienemigo Herzog, a quien consagra piropos como «sucio bastardo que no sabe nada de cine… le cortaría la cabeza» y lindezas parecidas. El mismo vocablo en plural sirve para describir las abundantísimas y variopintas refriegas sexuales, en un desenfrenado sin parar desde la pubertad, que narra sin pudor alguno Klaus Kinski. ¿Entienden por qué lo de publicar sus memorias en la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga? ¿Entienden por qué me impresionó tanto su mirada?

Un sirio muy serio y divertido, de Kaurismäki

Al otro lado de la verja, no me refiero en particular a la de Melilla, sino a la del paraíso en el que supuestamente vivimos, sigue despedazándose el mundo. Más allá de nuestras fronteras, no las españolas sino las europeas, millones de personas siguen creyendo que pueden encontrar aquí comprensión, acogida, solidaridad, un futuro para sus familias. Nosotros sabemos hasta qué punto están equivocados, hasta qué punto es despreciable el modo en que son tratados los que llegan y lo serán los que sobrevivan a su penoso viaje.

Pero no todo es miseria moral en nuestro mundo. Hay cineastas, como Aki Kaurismäki, que nos lo recuerdan y dan fe de que existe un resquicio para la bondad. Once años después de aquel precioso cuento portuario que tituló Le Havre, presenta otro relato sobre sobre la inmigración ilegal, que es la manera que tenemos aquí de llamarle a la desesperada lucha por la supervivencia, El otro lado de la esperanza.

Requerido en el Festival de Berlín (en el que recibió el Oso de Plata al Mejor Director) sobre la posibilidad de que fuera ésta la segunda entrega de una trilogía, respondió que sí, que quizás, o que tal vez se tratara de una trilogía de dos películas. Cuestión de etiquetas, pero sí es cierto que estos dos títulos manifiestan una sensibilidad agudísima con el fenómeno de los refugiados y una ternura infinita al diseñar el dibujo de esos personajes. “Me avergüenzo de ser europeo”, “los refugiados son personas que aman y necesitan ser amadas, y sufren por el trato inhumano que les damos”, “en mi país se les trata como basura”…

La peculiar y lúcida mirada de Aki Kaurismaki. Javier Etxezarreta/EFE

En las entrevistas concedidas en el proceso de promoción de El otro lado de la esperanza Kaurismäki adopta un punto de vista esencialmente moral, de una radicalidad ejemplarizante que golpea la estúpida parálisis mental en la que parece que nos desenvolvemos, narcotizados como estamos por unos medios de comunicación que están en manos de los que defienden tanto el poder como las políticas inhumanas dictadas por el gran capital.

Proclamando a cada ocasión que se le presenta un pesimismo a prueba de bombas, el mundo de este cineasta finlandés es tan personal e intransferible como que bastarían cinco minutos de cualquiera de sus películas para reconocer su autoría. Los colores cálidos y saturados de la fotografía (incluso cuando rueda en blanco y negro) debidos a la mano de Timo Salminen, los inolvidables rostros de sus actores, serios como un palo de escoba pero hilarantes como Matti Pellonpää,  Sakari Kouosmanen o Ilkka Koivula, el tempo pausado dentro del cuadro y el ritmo parsimonioso con que se suceden los escasos acontecimientos…

El insólito restaurante de «El otro lado de la esperanza»

Y el humor que a nosotros nos remite a Buster Keaton pese a que Kaurismäki se reconoce antes en Charles Chaplin (“en el plano general ves comedia, en el primer plano, tragedia”). Es un sentido del humor tan genuino que debería llevar su nombre si no resultara casi impronunciable: lo cotidiano visto a través de un prisma ingenuo y descacharrante.

Pero por encima de todas estas señas de identidad, Kaurismäki vuelca en sus películas un humanismo arrebatador y esto es lo que les confiere el salvoconducto definitivo para que con su poesía surreal pueda penetrar en nuestro endurecido corazón, en el que lo tendrían difícil sus personajes inexpresivos, sus silencios prolongados, la indescifrable apatía en la que patinan como sobre el hielo.

Con esas claves estilísticas El otro lado de la esperanza es una nueva historia mínima sobre un mundo descorazonador habitado por perdedores descarriados, como ese refugiado sirio que cruza su camino en Helsinki, adonde ha llegado en barco enterrado en carbón, con una galería de almas cándidas y solidarias, comenzando por el flemático empresario que le ofrece trabajo y calor humano.

Kaurismäki se siente íntimamente escandalizado y conmovido por el infierno que retrata, pero lo hace con tal delicadeza que pareciera temer causar daño a los espectadores. Todas las aristas se suavizan en el plano formal para dejar intacta bajo la superficie la carga desoladora y triste que contiene el relato. Tragicómica, triste, muy triste, pero divertida, como son todas sus películas. Lo que no tengo tan claro es lo que hay al otro lado de la esperanza.

Sherwan Haji y Sakari Kuosmanen, en «El otro lado de la esperanza»

David Lynch nunca va al cine

Debo advertir de que el documental David Lynch: The Art Life, estrenado este viernes, puede resultar decepcionante para quienes no se incluyan entre los incondicionales de este singularísimo cineasta, un tipo que confiesa no ir nunca al cine o ser incapaz de escoger su escena favorita (¿aunque se lo pidieran con un dónut y un café humeante como contrapartida? pregunto yo). ¿Por qué? Porque sus autores, Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm pretenden mostrar la cara oculta del monstruo, las raíces del mal que asoma en sus películas en forma de inquietantes atmósferas, perturbadores seres, oníricas secuencias, surrealismo a borbotones… las raíces pero no el tronco ni las las ramas, o sea que no muestran en ningún momento fragmentos de ellas, bien por carecer de los derechos o por coherencia narrativa.

Autorretrato de David Lynch en las etapas germinales de su personalidad como artista, desde su propia infancia. Lynch habla ante un micrófono frente al que se ha sentado con ese aire inconfundible de genio abstraído que se sabe admirado, ese individuo del que nos interesa cada palabra que se resbale de su boca, cada inflexión de su voz. La propia imagen del director cede el espacio a documentos de un indudable interés, fotografías, rollos de súper 8, rastros del pasado fundamental, huellas en forma de recuerdos que podemos asociar con toda claridad a escenas imperecederas clavadas en nuestra memoria, desgajadas de algunas películas clave de su filmografía.

Lynch habla de la primera vez que, siendo niño, vio a una mujer completamente desnuda, con la boca ensangrentada, caminando llorosa por mitad de una gran avenida en Shoshani (Wyoming). Y la efigie de Isabella Rossellini en Blue Velvet (1986) acude a nosotros presurosa con toda su fuerza perturbadora como respondiendo a una llamada imperecedera.

Isabella Rossellini en Blue Velvet, 1986

Una infancia idílica, junto a  unos padres que jamás discutían en su presencia y una madre cariñosa, si bien tampoco particularmente efusiva, a quien pronto decepcionará el adolescente por entablar amistades poco recomendables –ese tipo de amigos que no se deben tener, dice él-  el triángulo de jardín de hierba, las dos manzanas de extensión de su mundo en el que “todo estaba allí”… Imposible no imaginar en su relato la aparición de una oreja humana que interrumpe con su abrumadora simpleza la cotidianeidad en el espacio de juegos infantiles. No, esa anécdota en particular no existe – o no la cuenta- pero sí otras, como cuando fue por primera vez a la escuela, en Virginia, bajo el aguacero implacable de un gigantesco huracán, o cuando un soberbio “colocón” le hizo detener su coche en mitad de una avenida. Impagable también cuando el universitario recibe a su padre y le muestra en el sótano la colección de animales que guarda en distinto grado de descomposición ante lo cual el progenitor espantado le recomienda no tener nunca hijos.

Retrato de familia, David Lynch primero por la derecha

El director de El hombre elefante (1980) va escarbando en su memoria y rescatando nombres y acontecimientos, amigos, lugares, destacando hechos como una auténtica “llamada telefónica que te cambia la vida”, con la que le comunicaron que le había sido concedida la beca para estudiar en el American Film Institute, o cuando se casó con Peggy Reavey con quien tuvo su primera hija, Jennifer.

Mientras Lynch habla, sus manos no paran afanadas en el despliegue aparentemente espontáneo de su actividad pictórica y escultórica. En presencia de su hija más pequeña, que a veces observa su trabajo con cierta perplejidad, el cineasta se entrega a un ejercicio que se empareja con la primera de las anécdotas rememoradas, cuando sus padres le introdujeron junto a un amiguito en un agujero excavado en la tierra a modo de bañera natural, un charco de barro en el que ambos críos se entregaban al indescriptible placer de estrujar la tierra con las manos y embadurnarse de libertad, algo así como la felicidad absoluta. Casi se diría el retrato de un pintor más que el de un cineasta. En realidad, es difícil saber en qué esfera artística encontramos más a fondo al verdadero David Lynch porque en todo lo que hace afloran fantasmas similares.

El artista y su hija pequeña

El largometraje provoca al concluir una sensación de coitus interruptus porque el relato se detiene en el momento justo en que el director se dispone a realizar su primer largometraje, Cabeza borradora (1977) experiencia que eleva a la categoría de mística. Los productores Jon Nguyen y Jason S. ya participaron  en la elaboración del documental Lynch, en el curso del rodaje de Inland Empire (2007) y tal vez pretendan que David Lynch: The Art Life sea complementario con aquél.

Bajos instintos, 25 años después

Instinto básico se tituló en Hispanoamérica Bajos instintos, y habrá quienes le agradezcan al lumbreras que eligió tal obviedad que le llamara al pan pan y al vino lo que esconden las piernas. Seguramente pretendía ser un modo –innecesario- de atraer a más público a las salas porque la película del holandés Paul Verhoeven ya venía cargadita de publicidad gratuita, la que generan a toque de corneta los enemigos de la lujuria, el vicio  y el desenfreno en cuanto se descubre un palmito de piel más de lo acostumbrado.

Estamos en 1992 y una actriz desconocida llamada Sharon Stone se convierte en toda una celebridad por un quítame allá esas bragas en una escena de una película cuyos valores cinematográficos quedaron completamente eclipsados por lo que en pantalla duraba apenas un segundo. Casi le dan a uno ganas de no contarlo porque es dudoso que alguien no lo recuerde o no lo conozca, el famoso cruce de piernas de la escritora Catherine Tramell, sospechosa de asesinato, ante unos pasmados policías que parecían estar a dieta de sexo (de la alimenticia, no).

Hasta Michael Douglas se arrepentiría de no aceptar la propuesta de Verhoeven de mostrar en la película su miembro viril (en estado de entusiasmo) porque Sharon Stone le robó el plano, la secuencia y la película entera. La estrella era él y cobró sus buenos dividendos, pero ella brilló muchísimo más.

Me ahorro la descripción de la escena, magnífica, por cierto, como toda la película, un thriller cargado de tensión, huelga decirlo, sexual, y suspense que encumbraría también a su guionista, Joe Eszterhas; cobró lo que no está escrito por sus siguientes libretos, después de orquestar una secuencia de interrogatorio mítica que les pongo aquí debajo.

Ni siquiera cuando acertó, como con Showgirls en 1995, una de las películas más infravaloradas de la historia del cine, dirigida también por Paul Verhoeven, nunca más llegaron a buen puerto los guiones de Joe Eszterhas. Pero supo mezclar como nadie en la coctelera de un thriller el sabor ácido del crimen y el aroma embriagador de los flujos venéreos. Del resto se habían encargado Verhoeven, Douglas, Stone y un puñado de artistas más entre los que se olvida con frecuencia a Jerry Goldsmith, a quien se le debe una partitura inolvidable con la que estuvo cerca de ganar un Oscar.

El caso es que Stone repitió la jugada años más tarde, en 2006, en una infumable secuela que no hacía más que intentar patéticamente aprovechar las cenizas de aquel éxito planetario y pinchó en hueso con Instinto básico 2: Adicción al riesgo. Los estragos de la edad hicieron que la actriz perdiera su gancho y no le ayudaron a mantenerlo sus incursiones en el quirófano en busca de la piedad de Fausto, que no suele hacer favores a cambio de nada. Y ni el guión, ni el director, Michael Caton-Jones, le llegaban a la altura del talón de su referente. Sharon Stone estuvo en Madrid y se mostró muy simpática, pero cuando la vi de cerca en la rueda de prensa se me desvanecieron los rescoldos de aquellas brasas que aún perduraban agazapadas bajo el recuerdo de Instinto básico.

Veinticinco años después dice Sharon Stone que Paul Verhoeven fue muy malo porque la engañó durante el rodaje del celebérrimo plano. El director le pidió que se quitara la prenda para que no se le viera cuando descruzara las piernas y ella, angelito, le hizo caso. “Así que me quité la ropa interior y se la metí en el bolsillo de la camisa», afirma candorosa. Cuando vio el resultado en la gran pantalla asegura que le dio un síncope, tan inocente ella a sus 34 años de edad: «me quedé en estado de ‘shock», asegura Stone. «Al terminar la película, me levanté, me acerqué a Verhoeven y le di una bofetada» e insistió al director para que lo suprimiera, cosa que ya sabemos que no hizo. Y gracias a ello hoy nos acordamos de Sharon Stone.

Esta semana se han cumplido esos cinco lustros desde que, otra vez, una solemne tontería devenida en acontecimiento hiciera olvidar la calidad de una gran película para convertirla en el epicentro de un ridículo terremoto que toma su energía del puritanismo y la hipocresía. Ha pasado con otras muchas, algunas de ellas obras maestras de la misma época, como El último tango de París de Bernardo Bertolucci (de la que hablaré en otra ocasión) El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, La gran comilona, de Marco Ferreri, o Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Y se volverá a repetir. Y cuando suceda seguro que tendremos que asistir al espectáculo patético de la tormenta en un vaso de agua. ¿Qué pretenderán ganar con ello?

 

El dolor en tres tiempos

El dolor de una niña huérfana, el dolor de una hija ante la agonía de su padre, el dolor de una madre por su hijo y por su pueblo. Tres películas que conmueven porque nos acercan a la comprensión del ser humano en todas sus escalas, individual, colectiva e histórica. Dos de ellas son españolas, Verano 1993 y No sé decir adiós y ayer fueron honradas por el Festival de Málaga, no tardarán en estrenarse. La tercera es francesa, Una historia de locos (Une histoire de fou) y nos llega con un retraso de dos años, incomprensible, pues la firma Robert Guèdigian, el director francés que testimonia con su cinematografía valores tan devaluados en el tiempo presente como la solidaridad, la amistad y el amor, que dice él puede sonar cursi pero es el oxígeno para la vida humana.

  1. EL DOLOR DE UNA NIÑA. VERANO 1993 (Estíu 1993). Carla Simón.

Captar el dolor y el estupor de una niña de seis años cuando pierde a su madre y se ve obligada a cambiar de vida, de colegio, de espacio de juegos, de padres a los que sustituyen sus tíos, es una tarea dificilísima. Carla Simón ha optado por una estrategia narrativa naturalista con la que reproduce la cotidianeidad expresada en los detalles que aparentemente carecen de toda relevancia pero que son las cosas que configuran el universo infantil, la negativa de la niña a beber la leche, el baño en el rio, los juegos con muñecas de ella y su prima… Toda la película pasa a través de los ojos de esa niña, prodigiosamente encarnada por Laia Artigas, que nos pregunta constantemente con su tristeza contenida si es justo lo que le ha pasado.

En su opera prima, que llegó a Málaga con el premio del jurado Generación Kplus de la Berlinale y se lleva del Festival la Biznaga de oro a Mejor Película, Carla Simón afronta la labor de mostrar ese dolor, el dolor de su propia infancia y la pérdida de sus padres, con la decisión firme de desdramatizar la situación, poseída por un sentido del pudor que le impide crear secuencias lacrimógenas que desvirtúen la verdad de algo tan vigorosamente incomprensible. A la voluntad manifiesta de los tíos de la niña de desterrar la tristeza para que no sufra y supere lo antes posible la herida se suma idéntico propósito en la directora.

La aflicción soterrada en el ánimo de la pequeña asoma de tanto en tanto de manera imprevista y sofocada y alcanza su máxima expresión en la última secuencia, la única en que la emoción desborda todo deseo de contención de Carla Simón y pone de relieve tanto el valor de su apuesta estilística como el de la increíble interpretación de la niña Laia Artigas, que instantes después de estar jugando alegremente prorrumpe en un llanto desconsolado que le impide articular una sola palabra.

Y la Academia, que tiene prohibido conceder Goyas a menores no podrá ni nominarla. Que me perdonen pero yo no lo entiendo.

  1. EL DOLOR DE UNA HIJA. NO SÉ DECIR ADIÓS. Lino Escalera. 

Lo que lleva a Carla, inmensa Nathalie Poza, como acostumbra, a llevarse a su padre, inmenso Juan Diego como siempre, a otro hospital tiene mucho más que ver con la impotencia que con el raciocinio, con la negación de la realidad que con el cálculo de probabilidades de cura del cáncer, tan avanzado como para ofrecer una perspectiva de vida cifrada en semanas.

Natalie Poza ha sido reconocida con la Biznaga de Plata a Mejor Actriz en Málaga y doy fe de que no es una decisión tomada a la ligera porque en mi humilde opinión es una de las intérpretes más sólidas y creíbles de nuestra escena, que lamentablemente no se prodiga demasiado en el cine. Desde que Manuel Martín Cuenca me permitiera tomar conciencia de su valor, primero en La flaqueza del bolchevique (2003) y después y sobre todo en Malas temporadas (2005) tengo para mí que estaba pidiendo a gritos un personaje como el que le ha ofrecido el también debutante, Lino Escalera, él igualmente necesitado de exorcizar fantasmas del pasado, como Carla Simón,  y arreglar cuentas emocionales con un destino que le arrebató a su padre sin contemplaciones y con paños avinagrados por el cáncer.

Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón han cerrado el arco descriptivo de los personajes hasta dejarlo en la médula, la esencia del relato que penetra en los pacientes, no sólo en el moribundo, sino en sus sufrientes hijas, para reventar el dolor en carne viva. Ese moribundo, como he dicho más arriba, es Juan Diego a quien el jurado de Málaga ha querido pedir perdón por no otorgarle una Biznaga de Plata a Mejor Actor sacando de la chistera la idea de la Biznaga a actor secundario. Poco importa. No hay premios ya que estén a la altura de una carrera en la que, papel tras papel, el actor se la juega entregando el alma. El Festival de Málaga ha sido avispado y generoso con Juan Diego y se ha prestigiado a sí mismo concediéndose el honor de premiarle hasta en cuatro ocasiones, una de ellas, en la décimo segunda edición en 2009, a toda su carrera; la última vez en 2014 por su entrañable y gruñón paralítico en Anochece en la India (Chema Rodríguez).

Es sorprendente el rigor y la espartana determinación de Lino Escalera de contar cómo se muere su padre y en qué extraño desconcierto se sumen sus dos hijas (“chapeau” también para Lola Dueñas con un personaje menos propicio para el lucimiento). Directo al hueso del suplicio, sin regodearse en él y sin la menor concesión, sin coartadas de humor desengrasante, sin elementos de relajación para el espectador. Tan solo la minuciosa descripción de cómo el cuerpo de un padre se apaga y una hija siente cómo le amputan una parte importante de sí misma.

  1. EL DOLOR DE UNA MADRE. UNA HISTORIA DE LOCOS (Une histoire de fou). ROBERT GUÈDIGUIAN.

Hay quienes se empeñan en que Robert Guèdiguian no salga con sus bártulos de Marsella. Con su troupe de actores irrenunciables y sus temas locales que él convierte en universales gracias a la alquimia de su cámara, a este francés de origen armenioalemán, ateo y comunista irredento, se le toleran todas las variaciones de que sea capaz en un estilo que alcanzó su máxima definición en Marius y Jeannette (Un amor en Marsella), 1997, pero se le reprocha que saque los pies del tiesto con obras históricas rodadas en otras tierras

Lo hizo con un retrato sereno del último presidente francés que reclamaba para sí la estirpe de la “grandeur” en la recta final de su ciclo político y vital: Presidente Miterrand (El paseante del Champ de Mars), 2005. Y cuatro años después narró la lucha heroica de combatientes internacionales en la Resistencia francesa comandados por el poeta obrero armenio Missak Manouchian: El ejército del crimen. Pero tenía pendiente un encargo que había recibido decenas de veces allá por donde iba con sus películas, dar testimonio del dolor de su pueblo, el dolor que no cesa por la memoria de un genocidio que ocupa un puesto muy bajo en la clasificación por importancia de los holocaustos (porque hay uno de primera y los demás son de segunda o de tercera división), el genocidio armenio de principios del siglo XX perpetrado por el imperio otomano, cuyos descendientes turcos nunca reconocieron.

Una madre armenia, quién si no Ariane Ascaride, se siente responsable de haber empujado a su joven hijo a combatir por su pueblo. Aram, nacido en Marsella, se enrola en una organización terrorista a través de la que hacer estallar una bomba contra el embajador turco en París y posteriormente parte para ser adiestrado en Beirut. La madre vive un infierno cuando conoce las actividades de su hijo y decide ir al encuentro de un superviviente, víctima casual del atentado.

Guèdiguian nos habla del dolor de la madre con la fuerza que le da la interpretación de su fiel compañera, Ascaride; nos habla del destrozo físico y moral sufrido por el joven que accidentalmente se encontraba en el lugar del atentado. Y sobre todo nos habla de la mutilación de todo un pueblo, el armenio que sufrió entre 1915 y 1923 el asesinato indiscriminado y la deportación de más de millón y medio de ciudadanos. Un pueblo que reclama desde hace casi un siglo la reparación del Gobierno turco mediante el reconocimiento de aquéllos brutales hechos históricos que aún hoy sigue tozudamente negando.

José Antonio Gurriarán se encuentra con los autores del atentado

Para elaborar el guion de Una historia de locos Guèdiguian ha rescatado la historia del periodista español José Antonio Gurriarán, subdirector del diario Pueblo cuando sufrió en su propia carne el 30 de diciembre de 1980 la fatalidad de encontrarse en el lugar de un atentado. Lo que le interesó de ella fue la inaudita decisión de Gurriarán, narrada en su novela La bomba, de interesarse por los motivos que movían a quienes le habían destrozado las piernas y la vida. El periodista español, como el protagonista de la película de Guèdiguian, viajó a Beirut para encontrarse cara a cara con el hombre que pulsó el detonador. No para reprochárselo amargamente, sino para que ambos compartieran y comprendieran el dolor del otro. Toda una lección de humanidad. (Ver reportaje en Días de cine)

Gladiadores y Aliens: esperando a Ridley Scott

He perdido la cuenta de cuántas veces ha visto Gladiator (Ridley Scott, 2000) mi cuñado Gregorio. Siempre me han admirado quienes son capaces de devorar con el mismo entusiasmo que la primera vez una película que han visto «tropecientas» veces. Y no se trata de variar las versiones, habida cuenta de que con frecuencia uno puede disponer de la original, la extendida, el montaje del director, con subtítulos, sin subtítulos, doblada, con final A o con final B… ¡Uff!  No, no, la misma cuyos diálogos casi se saben de memoria.

Viene esto a cuento porque según Entertainment Weekly en una noticia de la que se hacía eco la prensa mundial el lunes 13, Ridley Scott planea revivir a Máximo Décimo Meridio, comandante de las tropas del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio. ¿Revivir? Claro, esta hipotética secuela tropieza con el pequeño inconveniente de que el general romano convertido en esclavo que con tanta fuerza y belleza incorporaba Russell Crowe moría en el empeño de vengar el asesinato de su mujer e hijo, tras una pelea cuerpo a cuerpo en la arena contra el infame emperador romano Cómodo, al que imprime un eficaz y repulsivo rictus Joaquin Phoenix.

Dejando a un lado las licencias narrativas que todo guionista se permite buscando la eficacia dramática, de las que hay unas cuantas en Gladiator, este enfrentamiento directo entre el héroe y su máximo antagonista traspasa con descaro la raya de lo creíble. Es cierto, ¡pero qué puesta en escena en las batallas, y qué luchas sobre la arena con ese majestuoso y terrorífico tigre! Secuencias así nos hacen flexibilizar nuestras exigencias acerca de lo inverosímil y de lo inadmisible y tolerar excesos que nos parecerían intolerables en otras películas mediocres. Lo uno por lo otro, el balance global hace de Gladiator una puesta al día del género que antaño llamábamos «de romanos», que ideológicamente se emparenta con el clásico de Kubrick, Espartaco (1960) y que no le envidia nada en espectacularidad.

Y al decir esto no nos dejamos impresionar por los cinco Oscar que conquistó (Mejor película, Actor protagonista, Diseño de vestuario, Sonido y Efectos visuales; aunque tuvo 7 nominaciones más pero sólo rozaron la estatuilla con las yemas de los dedos Scott, Joaquin Phoenix, y Hans Zimmer con su fantástica y recordada música) pero es justo recordarlo.

No sé con qué insospechados vericuetos querrá sorprendernos mi admirado Ridley Scott (no sólo a mí, también encandila a mi compañero de pupitre, Carles Rull) y cómo solventará los estragos –sobrepeso y esas cosas- que los diecisiete años transcurridos han operado sobre el físico de la estrella australiana, si es que ésta acepta el envite. Si lo pienso dos veces, no acabo de creerme que la cosa llegue a buen puerto. Pero no apuesto nada. Al fin y al cabo, nunca hubiéramos pensado que Harrison Ford volviera al universo de los replicantes y estamos ansiosos por verlo.

Ridley Scott en el rodaje de Alien: Covenant

Por cierto, Scott, no sabe uno muy bien por qué, es un director al que cierta crítica inconoclasta convierte en pim pam pum a las primeras de cambio despreciando muchas de sus películas. Que sí, reconozco, no están a la altura de obras maestras como Alien: el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982). Pero, un peldaño por debajo, son obras notables Los duelistas (1977), Black Rain (1989), Thelma y Louise (1991), la propia Gladiator (2000), Hannibal (2001), Prometheus (2012. Sí, sí, la precuela de Alien incomprendida y vapuleada) e incluso El consejero (2013.  Sí, sí, el feroz cuento moral con guion de Cormac MacCarthy sobre el narcotráfico en la frontera mejicana con EE.UU. en el que Javier Bardem alucinaba con un numerito sexual de Cameron Díaz en el parabrisas de un coche, también masacrado por los killers de las redes y la prensa más «cool»).

Scott se encontraba en el Southwest Film Festival in Austin, Texas, promocionando precisamente la continuación de Prometheus, Alien: Covenant, cuyo estreno mundial está previsto para el próximo mes de mayo. Debo advertir que, a pesar de mi confesado entusiasmo por el vigoroso estilo narrativo de Ridley Scott, el tráiler de esta segunda entrega de precuelas –que al parecer no será la última- me da un desagradable tufo a déjà vu, es decir a repetición de la jugada. Y eso no me gusta nada, nada.

Pese a lo cual tengo que concederle un –prudente- voto de confianza porque seguro que al menos será un festín para los ojos. Hay pocos directores que sean tan narradores puros como este caballero, entendiendo por tal los cineastas que, sin menospreciar el obligado interés de fondo, combinan fluidez y espectacularidad en dosis superlativas. Pero ¿Gladiator 2, de veras?… habrá que verlo para creerlo.

Los heterodoxos van al cielo

Me lo perdí y bien que lo lamento. Me hubiera gustado estar en Pamplona el viernes 10 de marzo, enfilada ya la clausura del Festival Punto de Vista, del que ya he hablado aquí, para escuchar a Víctor Erice hablar de Jorge Oteiza.

Erice presentó una sesión de título tan poético y evocador como “Oteiza, el hombre que huye”, parafraseando la sentencia del propio artista guipuzcoano que figuró en el frontispicio del Baluarte, o Palacio de Congresos y Auditorio de Navarra: “El hombre que huye entra en el cine”.

El cineasta mantuvo una relación de admiración y diálogo con Jorge Oteiza, al que consideraba un visionario como artista, como escultor y pensador, “personaje barojiano hasta las cachas… que soñó con una comunidad de hombres liberados de la angustia de la muerte”, según le retrató en octubre de 2011.

Víctor Erice y Oskar Alegría en Pamplona

En Pamplona, me cuentan, recordó conversaciones entre ambos, desgranó anécdotas y afirmó que muy probablemente Oteiza se hubiera convertido en “hacedor de películas”, de haber tenido a mano la tecnología actual, ya que le rondaba la idea de que “su primera película iba a ser en realidad su última escultura». En fin, dos espíritus “engolfados de arte”, que diría Teresa de Jesús, esa mujer tan adelantada a su tiempo que parecía haber nacido siglos más tarde.

De la cinefilia de Oteiza da buena cuenta el libro que editó el Festival navarro, Oteiza al margen, en el que se reproducen páginas y portadas de publicaciones sobre las que han crecido, como hongos de sabiduría y perspicacia, las anotaciones marginales del genial artista de Orio, Guipúzcoa. Le debe el trabajo de investigación y recopilación al director hasta esta XI edición de Punto de vista, Oskar Alegría.

De entre los numerosos hallazgos que contiene el volumen seguramente el más sorprendente, por heterodoxo a nuestros ojos de hoy, sea las anotaciones que Oteiza deja caer para referirse al gran maestro de la intriga: “Falso suspense de Hitchcock / distraer no es suspense / donde hay suspense auténtico no se define al concluir la película / coleccionistas de sucesos más o menos curiosos”. No me consta lo que opina Erice al respecto de esos pensamientos, que parecen una “boutade” pero no deben de serlo, y me hubiera encantado poder preguntárselo, porque si hay alguien apropiado para entenderlos es él, precisamente un heterodoxo a la fuerza.

Debe de haber pocos cineastas tan respetados en España como Víctor Erice con tan solo tres largometrajes dirigidos en solitario, dos de los cuales se consideran obras maestras indiscutibles (El espíritu de la colmena, 1973, y El sur, 1983) y el tercero, un poema dedicado a la luz y el trabajo del pintor Antonio López (El sol del membrillo, 1992) tan ambicioso artísticamente como exiguo desde el punto de vista de la producción, que los amantes y conocedores de la pintura seguramente apreciarán mucho mejor que el gran público, pues no es plato para todas las bocas este documental.

Debió de ser muy duro trabajar durante tres años en la escritura de un guion, El embrujo de Shanghai, una y mil veces corregido  hasta concluir una versión que entusiasmó al autor de la novela, Juan Marsé, lo que resulta casi tan difícil como acertar una quiniela sin rellenar el boleto, y que el productor (Andrés Vicente Gómez) termine encargándole el proyecto a otro realizador por “asuntos de financiación”, una fórmula que  suele ser reveladora de una desconfianza absoluta en el resultado. Quien llevó finalmente a cabo esa adaptación, sin que pueda atribuírsele ninguna responsabilidad en el embrollo,  fue Fernando Trueba pero las expectativas depositadas en Erice habían sido mucho más altas que el nivel alcanzado por su película.

En 2002 realizó el cortometraje titulado Alumbramiento incluido en el filme de aportación colectiva, Ten minutes older: the trumpet, junto a Jean Luc Godard, Wim Wenders, Jim Jarmusch y Bernardo Bertolucci, entre otros nombres sagrados de la cinefilia, pero no se estrenó en España, aunque sí pudieron verlo los afortunados seguidores del Festival Punto de vista en la clausura de la tercera edición celebrada en 2007. Trabajos de corta duración en obras colectivas de indudable interés, pero ¿hay quien entienda que este hombre no haya vuelto a estrenar ningún largometraje desde El sol del membrillo?

¡Cuántas veces no habremos pensado quienes amamos el delicioso misterio atrapado en los ojos de las niñas y la voz serena de Fernando Fernán Gómez en El espíritu de la colmena, y la azul melancolía de la inacabada El Sur, que si Víctor Erice intentara una nueva aventura cinematográfica sería la noticia del año! ¿Habría algún productor que confiara en él? ¿Se lo habrá propuesto en algún momento? Si alguien sabe algo que lo diga, o en todo caso que no calle para siempre.