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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Nunca vemos dos veces la misma película

Dice Gonzalo Suárez, uno de nuestros directores más originales y con mayor personalidad, en el documental de la serie “Imprescindibles” de TVE, El extraño caso de Gonzalo Suárez, excelente autorretrato dirigido y realizado por mis compañeros Alberto Bermejo y David Herranz: “Nunca vemos la misma película por segunda vez, igual que no nos bañamos en el mismo río”.

Es lo que tiene la gente con cabeza, los pensadores, porque el director de Remando al viento (1998) es, además de escritor y director de cine y otras muchas cosas, todo un filósofo, en el supuesto caso de que lo sea quien demuestra afán de conocimiento de la vida y sabe expresarse de manera inteligente. Y así, iluminado por esa frase, de repente acabo de encontrar una sencilla formulación del hecho, tantas veces acontecido, de que nunca me han causado el mismo efecto las escasas películas que he vuelto a visitar después de haberlas abandonado en la sala o en la televisión.

Gonzalo Suárez en una imagen de Imprescindibles. TVE

Si uno ejerce la crítica, pensaba yo antes con cierto complejo de culpa, no debe de ser muy presentable cambiar hoy de opinión, así por las buenas,  sobre lo que viste ayer, quién iba a fiarse de tu criterio… Y el caso es que sin llegar al extremo de odiar lo que antes amabas, es muy normal que te pase lo que he vuelto a constatar recientemente, algo que tenía muy verificado desde hace mucho tiempo: que las condiciones subjetivas en que vemos cine configuran el modo en que se va a depositar en nuestro cerebro, dejan buen o mal sabor, tiñen nuestro juicio, arbitrario por más sesudo que se pretenda, de razones y argumentos para defender una obra o atacarla.

Esto me sucedió hace relativamente poco con Frantz, del siempre interesante director francés François Ozon, un director que siempre sumerge la pasión bajo una capa de sólido hielo, salvo en esta ocasión que resulta un romántico de la muerte : la primera vez la vi con sueño y me aburrió; la segunda vez –motivado por el trabajo quise asegurarme de no haberme equivocado- pude descubrir en ella muchas capas de lectura y virtudes que me habían pasado desapercibidas. Me había quedado en la superficie y por fortuna tuve oportunidad de zambullirme más a fondo en ella. En el reportaje que dejo a continuación me explico con más detalle sobre esta revisitación de un tema tratado en 1932 por Ernst Lubitsch (Remordimiento), a partir de la obra de teatro L’homme que j’ai tué (El hombre que yo he matado) de Maurice Rostand, puesta en escena por primera vez en 1930.

Con Las inocentes, un drama basado en hechos históricos dirigido por la francesa Anne Fontaine , me sucedió un poquito lo mismo pero en menor medida. Curiosamente, Ozon nos sitúa al final de la 2ª Guerra Mundial y Fontaine justo al acabar la 1ª Gran Guerra. Dos interesantes películas llegadas del país vecino que yo había visto con las gafas empañadas, una con más vaho que la otra.

No siempre sucede esto. Mejor dicho, casi nunca me ha pasado cambiar el signo de mi percepción con tanta rapidez. Pero si las cosas que nos importan cambian con el tiempo de color y su importancia se relativiza, o si pierden la fuerza y el impacto con que nos impresionaron en el pasado, nada debe extrañarnos que las películas que un día tanto amamos puedan llegar en el peor de los casos incluso a decepcionarnos. O en la más común de las ocasiones a dejarnos una sensación en el cuerpo menos intensa que la primera vez. En tales casos nada ni nadie podría convencernos de no haber visto dos películas distintas.