José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Ese soy yo

La gente vista de espaldas mientras va a trabajar.
Del fantástico proyecto de Daniel Lobo yo podria ser ese de arriba.
De hecho, lo soy.

Me voy a otro sitio. Otro trabajo.
Estos meses han sido un placer. Un duro, diario, placer.

Gracias a Arsenio.
Gracias a todos vosotros.
Los amigos, ya se sabe.
Nos veremos, quizás, de vez en cuando.







Nada en contra

Durante diez años he leído fielmente La Contra, la entrevista de la última página de La Vanguardia, la mejor sección de la prensa española. La mejor, buscando voces nuevas o viejas voces siempre con nuevas respuestas.

Si hubiera que definir lo que me sugiere utilizaría sus propias palabras:

Adicción.
Curiosidad.
Conversación.
Complicidad.
Gusto.
Placer.
Estilo.
Silencios.
Ironía.
Cordialidad.
Juicio.
Compromiso.
Aprender del otro.
Y preguntas: habrán hecho más de 50.000 preguntas.

Ahora a Víctor Amela, Lluis Amíguet e Ima Sanchís, los tres periodistas que firman la página cada día, les hacen una exposición, a ellos y a los 3.900 nombres a los que han escuchado. Pocas veces los periodistas vivos llegan a los museos: pocas veces un museo ha sugerido tantas respuestas.














BBerlín, sus ojos

En una plaza menuda de mi barrio una mujer aventurera ha abierto una galería de fotografía. Antes era un galpón vacío, un mancha de ladrillo y cemento, una puerta siempre cerrada, un agujero negro en plena calle. Ahora se ha llenado de color porque Blanca Berlín lo ha rastreado. Es la última de las suyas. Aventuras, digo. De momento. Ha viajado por casi todo el mundo, ha sobrevivido con menos de lo puesto, en otras épocas ha tenido completo el carné de baile, ha hecho urbanismo y ha sido vecina de calle, ahí al lado, durante años. Claro, y ha sabido mirar siempre desde la perdición profunda de sus ojos. Es lo que tiene Blanca Berlín, ojos. Por eso es fotógrafa, digo yo.

Decidirse a buscar un espacio, construir después un territorio donde se sientan cómodas las imágenes y los que las vemos, sin más solvencia que su apellido, toda su su fortuna, es un riesgo de valientes. Y despegar con el maestro Ramón Masats está únicamente al alcance de los elegidos. Insumiso, contumaz, sabio, el color que aporta Masats, por primera vez además en gran formato, recorre, por ejemplo, cerraduras refulgentes , escaleras de musgo, abrigos de sombrilla, perfiles de mármol, ventanas de espuma, fugas de amarillo, lanas numeradas, fantasmas desgalichados y negros, arenas de sueño y mar de fondo. Todo para ser visto. Ahora que se avecina una larga primavera fotográfica bueno es empezar por la gloria.

Tápame

Cosas que pasan en los rincones. Se despertó sin querer, sin saber cómo. Abrió los ojos por inercia. Era de noche todavía. El hombre de al lado no se movía, sólo su respiración de arena delataba que seguía vivo. La semana pasada los servicios de urgencia se llevaron a uno que no lo estaba, que ya no: la humedad inesperada le había derrotado. Hacía frío. Los cartones eran como una puerta abierta, pura corriente. No tenía nada de beber. De lejos se oía una radio, una televisión tal vez, el último voto escrutado. Se levantó. La pared estaba empanada de carteles electorales. Arrancó los primeros y se llevó un abanico de fotos y promesas hasta el rincón de la calle en que dormía cada noche. Se arrebujó entre ellos y se arropó con la calva de Sebastián y la corbata que ahoga el cuello de Simancas. No tenía nada de beber. Le quedaba un cigarrillo, pero no tenía nada de beber. El hombre de al lado seguía respirando serrín.

Un poder de mentira

Dos notas sobre Borrachera de Poder, la película de Claude Chabrol: Vamos a ver, por una parte, de la reciente edición se Cahiers de Cinema /España.

«La materia que sinceramente le interesa al cineasta: el registro analítico de la presencia como máscara de la esencia, el trabajo que permite revelar la fisicidad como la piel equívoca y ambigua de ese organismo complejo y misterioso que una y otra vez se deja tentar por impulsos cuya dinámica propia acaba siempre por dominar a la conciencia».

Por otra parte, del suplemento Culturas/La Vanguardia:

«El cineasta sabe que los contornos del poder suelen ser difusos, pero la materialidad de quien lo ostenta o de quien lo padece es bien palpable. Interesado por los efectos del poder sobre el individuo más que por la naturaleza del poder en sí, el cineasta refleja la corrupción como algo que esta ahí, omnipresente y poco aprensible, claro síntoma de una sociedad viciada. Por eso prefiere centrarse tanto en la la intimidad de la pesquisa judicial como en la propia privacidad de la juez obsesionada por su tarea.»

A la segunda, lo he entendido. Mejor. El retrato que Claude Chabrol hace en Borrachera de poder de una juez rastreando basura de gama se centra, es verdad, en la metamorfosis que sobre las personas provoca esa peculiar embriaguez. Chabrol descuenta la corrupción en el relato y desiste de contarla con detalle: sólo es un magma, una estilo de vida, la forma en la que grandes señores con chaquetas adornadas con la Legión de Honor tomas decisiones, hacen negocios y sentencian: así son las cosas.

Chabrol acepta, pues, que es irrelevante contar bien la corrupción, desmenuzarla de verdad, denunciarla, como si aceptara de paso que la forma mejor o peor de narrarlo fuera estéril para para influir sobre el mundo que la produce. Y se centra, entonces, en la parte más débil, en la jueza que poco a poco se embriaga de poder y consigue cambiar, para mal, únicamente su vida. Para entonces otra forma superior de poder ha acabado con ese estado de irrealidad, con esa ficción que ha vivido sintiéndose tan poderosa.

El verdadero poder liquida, el de la toga sólo es un disfraz. Y el cine un apunte inteligente y sincero sobre todo eso, aún con el cierto desaliño y hasta hastío que desliza el estilo del último Chabrol.

La juez pública, fascinante Isabelle Huppert, armada sólo con su autoridad y unos guantes rojos, es implacable interrogando y ordenado papeles que dan luz a la trama corrupta. La juez privada, aún más fría Isabelle Huppert, fuma y duerme poco, pierde un matrimonio que no le interesa y descubre el sabor del fracaso. Los hombres que mandan fuman grandes puros, ella come regaliz en el juzgado. ¿Y entonces? Que les den, es la última frase de la juez Huppert. Así son las cosas.

Eva Joly era la juez que investigó el caso Elf, una trama de comisiones que en los últimos años del siglo pasado ( hace sólo una década) desajustó la Francia del lujo y la alta política. En 2003 buena parte de sus protagonistas recibieron altas condenas. La juez dejo dicho: «La corrupción es un sistema, no un accidente».

Encima de los adoquines


Ahora que el gran debate de fondo es si los que inventaron el mayo del sesenta y ocho son los mismos que están dispuestos y empeñados en acabar con su herencia, confundiendo interesadamente delirios, responsabilidades, revanchas y miedos, ahora que todo eso sólo sirve si sirve de idea fuerza publicitaria, una copa les puede ayudar a hacer la digestión.

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Mapas de navegación aérea

Cosas que pasan en los rincones. De madrugada, alguien comenzó a contar historias de azar y de ciudades:

un hombre de barba escueta recordó un despiste policial en París que le llevó a la gendarmería y a una cena de lujo pagada por el Estado para cubrir el error: el camarero que le sirvió tenía su mismo apellido y ni una sola coincidencia familiar;

una pareja, él y ella, siguió con Nueva York, un invierno de mucha nieve y el azar de recibir visitas inesperadas en la barra de un bar solitario: gente a la que no ves en la vida, la encuentras una noche de perros americana;

una mujer vestida como quince años antes de sí misma exhibió detalles precisos de Roma y el Trastévere, sus cuestas empinadas bajadas a toda velocidad mientras la perseguía un grupo de tiffosi: la salvó de lo incomprensible un niñato al que había ahuecado la almohada hacía doce horas;

un hombre demasiado gordo para respirar con ritmo sacó del cuarto de baño una camiseta hecha en Barcelona y comprada en un mercado al aire libre en Ciudad del Cabo: el vendedor y el obeso se conocían de cuando coincidieron en el servicio militar conduciendo ambulancias treinta años antes.

Durante cuarenta minutos llenos de kilómetros las historias se cruzaron y aparecieron otras: Chicago, Bruselas, La Habana, Saigón, Praga, El Cairo. Todos eran viajeros de uniforme, todos empleados de líneas aéreas, todos maestros en pasillos de hotel, estancias fulgurantes y paseos de media jornada para matar el tiempo, tantas veces repetidos que se habían convertido en expertos en geografía, esquinas ciudadanas, decoración funcional de interiores y casualidades que podían repetirse en cualquier parte del mundo.

Desde un rincón , una mujer hasta entonces callada y escondida en el humo de sus cigarrillos, se hizo un hueco cuando las historias de los otros ya no podían estirarse más. No era un azar propio. El viaje, sí: Sao Paulo; y no era laboral, al menos no con uniforme.

Había ido a Brasil a recoger papeles legales para la esposa de un compañero de trabajo: una mezcla de amor y de política, alguien casado para una residencia con una mujer que no podía volver a su país. Ella se había ofrecido a hacer el trámite. Una tarde de tormenta incomprensible, en un cruce que quería ordenar un semáforo tuerto e impotente, se acercó un niño a mendigar a la ventanilla de su taxi: estoy secuestrado, dijo, llévame contigo.

Algo, un impulso invencible, le hizo abrir la puerta y rescatar al niño perseguido al rebufo por el resto de los pedigüeños y por algún tipo mas alto que amenazaba con un teléfono móvil o una pistola en una mano. Luego, cientos de papeles, una embajada exprimida en sus funciones y un segundo billete de avión para el regreso.

Cuando, de madrugada, entregó los papeles a la pareja que esperaba en el aeropuerto, la mujer y el niño rescatado cruzaron una mirada y un chispazo de reconocimiento: eran madre e hijo, los mismos ojos, la misma memoria recobrada.

Imposible habérselo inventado.

Adiós a todo eso

Delante del espejo cuando el niño se busca, cuando rastrea la imagen de su hermano desaparecido, lo que tenía que ser, lo que le ha impedido a él ser lo que pudo ser, me he visto a mí mismo en un salto de décadas mientras espiaba mis imperfecciones estallando delante de mis ojos.

Evocar es un triunfo al alcance sólo de historias excelentes, las que convocan una expedición por nuestras propias emociones.

El fin de la inocencia, la película de Michael Cuesta, que llega tarde y a escondidas, es un viaje triste, intenso, por una adolescencia cargada de dolor y de venganza; un tiempo de decisiones y de ejemplos, un excelente historia de soledad, crecimiento y violencia. He tardado mucho en aceptar que aquellas esquinas fuera de foco son mi firma. Yo estaba ahí, inseguro, herido, buscando donde no había, aprendiendo.Y, ahora, como padre, también lo estoy. Porque, al cabo, la peripecia de los dos chicos y de su amiga, la historias de amor, la de venganza y la de superación que se cruzan en la película, no son más que variantes de lazos entre padres e hijos y de como lo que somos deja huella, destruye o abre puertas.

Michale Cuesta, que firmó la resbaladiza L.I.E. y ha escarbado en varios episodios de A dos metros bajo tierra, sabe que se aprende a amar como a vengarse y que una pistola es siempre un mal final.

•••

Y una disgresión. Una debilidad, más bien. Llegue medio minuto tarde a la sala y ya habían pasado los primeros créditos. Cuando su rostro apareció yo no estaba muy seguro. Cada vez quiero saber menos de las películas antes de sentarme en la butaca así que no sabía que ella había vuelto. Es verdad, unos capítulos de Los Soprano, un relámpago junto a un culpable Vin Diesel, más televisión de la que no veo… y ahora estaba allí, a toda pantalla: una psicoanalista atenta, una madre descuidada, siempre con una afinación cercana y tan seductora. Para mí. Cualquier película con Annabella Sciorra es mejor. Mucho, cuando ella está presente.



El mundo enorme del cuarto de estar

Dos días sin salir de casa. O dos años. La vida siempre en el cuarto de estar. ¿Qué se es en el cuarto de estar? Allí puede haber pateras en el parqué y colosos de cristal de araña, iluminaciones; alambradas laberínticas, trampas, dálmatas de encaje, manchas, mapas para la existencia de cada día; tesoros escondidos tal vez, rincones oscuros, fracasos, hombres florero, pulverizados de palabras, árboles de espejo, soldados colgados de la lámpara.

Es difícil de creer, pero existe. Todo, hecho de papel, impreso, dibujado, grabado; y luego triturado en finas tiras paralelas, tallarines impresos para ser colocados de nuevo sobre un marco, reconstruido hasta formar, entonces sí, un cuadro, una escultura diferente, un punto de vista sobre la vida interior, sobre el individuo cercano en su cuarto de estar, su fragilidad guillotinada y rediviva.

Es asombrosa la fuerza y la credibilidad y la delicadeza que pueden transmitir cada una de las piezas así fabricadas. La energía, la resistencia del papel, sus enormes posibilidades al ser manipulado, roto y reconstituido, idénticas a las que con él se representan: en una docena de esculturas planas, delicadas, profundas se fija el entorno más próximo de todos nosotros cuando, simplemente, estamos. Concha García es una artista y tiene las claves.

Cosecha negra

Puede que últimamente nadie lea De ratones y hombres o La perla, o incluso Los hechos del rey Arturo; puede que un premio Nobel de 1962 haya pasado a un olvido de desierto. Pero John Steinbeck merece, al menos, una cita:

«Boileau dijo que sólo los reyes, los dioses y los héroes eran personajes adecuados para la literatura. Un escritor sólo puede escribir sobre aquello que admira. Y los reyes de hoy en día no son interesantes, los dioses se han ido de vacaciones y los únicos héroes que nos quedan son los científicos y los pobres»

De hace setenta años o de ahora mismo. El drama, la emoción, el movimiento, es el futuro y la supervivencia. Lo demás es maerkting. En fin, como Steinbeck tenía mirada de periodista y le interesaba el mundo en que vivía y los pobres héroes que lo habitaban escribió en 1936 siete reportajes en The San Francisco News para contar las miserias de los emigrantes del medio oeste estadounidense que tuvieron que viajar a California para intentar sobrevivir en plena Depresión. Recibidos con desprecio, pagados con sueldos de miseria, aún mas bajos que los de los braceros latinos que fueron expulsados para hacer hueco a los nuevos parias, esos emigrantes que huían del polvo tormentoso de Oklahoma, encontraron la palabra precisa, sobria y siempre bella de Steinbeck para pasar al mundo de la literatura y de la decencia.

Esos reportajes fueron el sustrato de Las uvas de la ira, la novela con el que ganó el Premio Pulitzer en 1940. El libro también es el fondo sobre el Nunally Johnson escribió el guión para que John Ford hiciera una película para la historia.

Todo eso está ahora al alcance de la mano, de una hora de lectura. Un pequeño y delicado volumen, Los vagabundos de la cosecha, primorosamente editado y rescatado por Libros de Asteroide, con un magnífico prólogo de Eduardo Jordá que abarca historia, técnicas literarias y reflexiones sobre lo que necesitamos que nos cuenten, y las fotografías de Dorothea Lange que encuadraron en blanco y negro aquella época. Y aquel Tom Joad que inventó Steinbeck, que encarnó Henry Fonda, que cantó Woody Guthrie, que volvió a cantar Bruce Springsteen y que ahora seguramente llega con otro nombre a las costas de Canarias o a las alambradas de Melilla.