José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Lo que dice el silencio

Uno de los misterios del cine, el más esquivo, el más importante, es el tiempo. El tiempo interno, el que pasa mientras la película discurre en la pantalla, el de los ojos del espectador, el tiempo que se cuenta, el que se oculta. Con una pequeña cámara digital y otra de superocho, sin luz artificial, con seis meses por delante y dieciséis años de paciencia, el director alemán Philip Gröning rodó más de 170 horas en la Grand Chartreuse. Las ha convertido en 164 minutos de película para intentar contar la eternidad, el tiempo detenido, la vida monástica de un grupo de monjes cartujos en Los Alpes.

La película se llama El Gran silencio y tiene un tiene un sonido majestuoso: cada roce de los hábitos, cada paso, cada página de libro, el viento, las puertas, los copos de nieve, todo suena en las celdas, en los claustros, en la huerta, con una nitidez poderosa. Y, sobre todo tiene imágenes del secreto, con una luz de ventanas y rendijas que encuentra réplicas de Zurbarán y de la pintura tenebrista, objetos cargados de experiencia, retratos quietos de los monjes ante la cámara que son como confesiones mudas y un paisaje exterior grandioso que cierra el paréntesis donde la comunidad se ha recluido. Lo mejor, lo fascinante, es precisamente ese misterio cotidiano desvelado en imágenes silenciosas, ese ir y venir, de las rutinas, los oficios, el trasiego, la luz calma, los rezos, los símbolos que mantienen su forma de vida en pie, el misterio más allá de los altos muros, la comunidad autosuficiente, la experiencia.

Grönig es creyente y no parece importarle cómo y porque han llegado hasta allí esos ascetas, cómo y porqué se han escondido del mundo (haber nacido en una ciudad con Cartuja tiene esas cosas: rumores de huidas, de refugios, de secretos de grandes familias, de vocaciones repentinas al lado de otras convincentes); al director cristiano le interesa más el testimonio y supongo que por eso al final deja que un monje -ciego como aquel Jorge de Burgos inventado por Umberto Eco que perseguía la risa- hable para dar razones de su fe, no de su experiencia. No era necesario, en mi opinión, ese discurso final, esa lección absolutamente respetable, desde luego, que chirría y que sólo se explica por el miedo y la apuesta del director a que su película no se perciba como equivalente a místicas del otro lado del mundo.

A mi lado, en el cine, alguien pasaba una cuentas zen; un poco más allá, alguien dormitaba. El resto de la sala, a rebosar, no perdía detalle, fascinada.

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Hay otros silencios, sin embargo, que hay que romper, definitivamente.

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Y otros silencios que sirven para que afortunadamente hablen los poetas.

Un día el mundo se quedó en silencio;
los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos,
y nosotros sentíamos bajo nuestra piel
el movimiento de la tierra.