José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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El mundo enorme del cuarto de estar

Dos días sin salir de casa. O dos años. La vida siempre en el cuarto de estar. ¿Qué se es en el cuarto de estar? Allí puede haber pateras en el parqué y colosos de cristal de araña, iluminaciones; alambradas laberínticas, trampas, dálmatas de encaje, manchas, mapas para la existencia de cada día; tesoros escondidos tal vez, rincones oscuros, fracasos, hombres florero, pulverizados de palabras, árboles de espejo, soldados colgados de la lámpara.

Es difícil de creer, pero existe. Todo, hecho de papel, impreso, dibujado, grabado; y luego triturado en finas tiras paralelas, tallarines impresos para ser colocados de nuevo sobre un marco, reconstruido hasta formar, entonces sí, un cuadro, una escultura diferente, un punto de vista sobre la vida interior, sobre el individuo cercano en su cuarto de estar, su fragilidad guillotinada y rediviva.

Es asombrosa la fuerza y la credibilidad y la delicadeza que pueden transmitir cada una de las piezas así fabricadas. La energía, la resistencia del papel, sus enormes posibilidades al ser manipulado, roto y reconstituido, idénticas a las que con él se representan: en una docena de esculturas planas, delicadas, profundas se fija el entorno más próximo de todos nosotros cuando, simplemente, estamos. Concha García es una artista y tiene las claves.

La vanguardia va a la luna y vuelve

1.Laurie Anderson se pasea por España, escalas en León, Madrid, Gerona. La mujer que vale para todo, para dar clases de escultura asiria, o hacer música con explosivos, la juglar tecnológica que ha firmado con Burrowhs, Brian Eno, con Philip Glass, o Lou Reed, por supuesto, (ahora comparten intimidad) y que ha hecho de la tecnología su altar, llega ahora ligera de equipaje. Ya no necesita dos caminones cargados de aparatos, ni grandiosas pantallas. Se conforma con dos mochilas y un violín. Y su relato, por supuesto. La mujer multimedia que deslumbró a principios de los años 80 con una llamarada pop – aquel Superman antibelicista- vuelve ahora para pensar y recitar sobre la guerra, el nuevo terrorismo y la pérdida del mundo tal como lo conocemos, el tiempo y como pasa: The end of the moon. Todo eso después de haber estado casi en la Luna, buscando el arte entre los científicos de la NASA como artista residente. ¿Qué encontró allí? Todavía no lo sabe, porque arte y ciencia tienen mucho en común: ambos no saben qué están buscando, dice. Lo encuentran, en todo caso. Su último gran descubrimiento del siglo XXI: lo mínimo, la miniaturización, la sencillez, la pureza.

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2. En Barcelona, en el Museo de Arte Contemporáneo, también rastrean la pureza, la primera mirada. Pocas palabras, la misma música que acompaña a Laurie Anderson, y miles de imágenes, entre ellas las de Stan Bakhage, uno de los grandes del cine experimental, sin sonido, sin narración, que a principios de los años 60, ya buscaba la inocencia, trasladando el expresionismo abstracto a sus películas. Pintó los fotogramas, los rayó, hasta encontrar la esencia de la imagen, de la mirada, la luz :

«Imaginad un ojo libre de las leyes de la perspectiva creadas por el hombre, un ojo no influido por la lógica compositiva, un ojo que no responde a los nombres de las cosas, sino que debe conocer cada nuevo objeto descubierto en la vida a través de una aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en un prado para el niño que gatea, ignorante del verde? ¿Cuántos arcoiris puede crear la luz para el ojo que no ha sido educado?»

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3. Cincuenta años de distancia para llegar al mismo sitio.
Nos llegan las viejas vanguardias neoyorquinas y allí rastrean los surcos de nuestros clásicos.

Al final, los pequeños, los raros, los otros, terminarán compitiendo en los museos.






Grande, grande. Pequeño, pequeño

El Gran G., el amigo, se ha cansado de los grandes grandes macro festivales de verano. Y de invierno. Durante años peregrinó de primera línea en primera línea de escenario. Soportó atascos, tormentas, piedras debajo de la tienda, baños atestados, autobuses machacados, barro, sangre, sudor, retrasos y entradas de varias rayas. Pagó para ver a los mejores, a los más nuevos, a los diferentes. Ya no más.

Es esos años se dió gusto al oído, es verdad, con lo que mejor que pudo descubrir. Cuando entonces llegaban los grandes grupos había noventa, cien minutos para recordar. Ahora, sólo cuarenta, si son tantos, a toda velocidad, sin posiblidad para la degustación. Los grandes grandes macro festivales se han convertido en acontecimientos y sólo es el gran acontecimiento el que funciona. Y ya ni siquiera son Glastonbury, o Woostoock, o Monterrey, o Canet, que le contaron los de más memoria. Este último verano, por ejemplo, hay que acordarse, hubo listas largas, repetidas como deudas. El Gran G, que pisó todas las pistas de barro se ha cansado de los acontecimientos y de que la música que a él tanto le ha hecho moverse se haya convertido sólo en la cara B. Ya no le gusta ese formato. El gran formato.

El Gran G. necesita una cura. Música en la intimidad. Que le quieran. Necesita el Festival Minúsculo. Ironía y delicadeza improvisada en cinco, diez, no más de quince minutos, en la distancia corta, para recuperar la respiración y el gesto. O eso dicen. Música al oído. Un artista improvisando con todo, saxofones ordenadores o guitarras, y cualquier cosa, carpetas, mecheros cinturones con hebilla, y seis oyentes. Puede escoger. Pablo Rega, Ricardo Massari Expiritini. Ingar Zack. Wade Matthews, grandes improvisadores para nano-audiencias. Todo a lo pequeño, menos las colas. Si no entra, le dejo una pista.


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Las salas de cine pierden espectadores, vale. Pero el cine no. Y menos el cine a lo grande: hay que buscar en los sitios adecuados, y servirse uno mismo.

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En Elástico también les interesa lo grande y lo pequeño. Micro personajes sobreviviendo en la ciudad. Macro realidades de Ron Muek para mirarnos de cerca.

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Cosas que pasan en los rincones.Durante meses Rubén Roque Darío picoteó trabajos y esquivó como pudo la ausencia de papeles. Luego le cayó una mala racha y estuvo husmeando las calles sin ser visto y contando las heridas del techo de una habitación prestada. Pagó y cuando se acabó lo que le dieron improvisó una comida con los restos que quedaban, despedida, última deuda. Le pidieron más así que improvisó más y llegaron entonces aproximaciones y variaciones del ajiaco y el congrí, los tostones, la yuca salcochada, y luego el vigorón y la sopa de mondongo con lo que había y la chica de maíz, y más tarde la pepitoria de chivo y la bandeja paisa y el pan de bono, más o menos. Grandes veladas. Meses viviendo a cambio de la mesa puesta, inventando para seis.

Luego, por fin, llegaron los papeles. Y un contrato: pequeños rituales repetidos cada día en un rincón.

Ya no pudo inventar nada.

Gracias







El robo más falso jamas contado

La película que más veces he visto estas semanas es un clip de publicidad. La que he visto ayer, también. La primera me ha asaltado en todas las pantallas de cine que he visitado: Gary Oldman ofrece la receta para el éxito. La segunda es un éxito del marketing desde las pequeñas pantallas de la red. La una vende individualidad y teléfonos; la segunda solidaridad y comunicación.


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Dice Gary en la primera que para tocar el cielo se necesita una estética rompedora, localizaciones epectaculares, iluminación expresiva, diálogos impactantes, amor, conflicto, misterio, efectos especiales, mensaje entre líneas, algo con lo que filmarlo… y un protagonista. Oldman vende una cámara y mucho más: la posiblidad de convertirte en protagonista, de ser protagonista. Otra vez. A este paso va a tener razon Banski, el artista conceptual, reivindicando el anonimato como la mayor de las victorias y dando la vuelta a los quince minutos de gloria de Andy Wharhol.

Los autores del robo más falso jamás contado, asalariados de una agencia de publicidad, se reivindican discípulos de Bansky, el representante por excelencia del activismo artistico que, precisamente, juega a romper la lógica del consumo y de sus mecanismos: los impuestos publicitarios tradicionales son muy altos y se trata de buscar la eficiencia por otros medios. El misterioso Bansky trabaja desde el anonimato y es capaz de poner en cuestión el mismo concepto de obra y de museo (ha colgado sus propios cuadros en los huecos de las obras maestras del MOMA de Nueva York), de activismo político (ha burlado la vigilancia del ejército israelí para asaltar su muro), o ha hecho añicos no hace mucho la imagen de producto musical de la patéticamente famosa Paris Hilton, colocando un disco con sus versiones dentro de las cajas del lanzamiento del de la rica heredera.


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Así que toda esa la acción publicitaria para poner los objetivos del milenio en la actualidad huele a Banski, pero también a las capacidades de los nuevos medios para inventar la realidad. Al menos, la informativa. Reducir la cuestión a un asunto de seguridad y expedientes es convertir un fenómeno en un delito.

Que durante mucho tiempo se dudara de si lo que aparecía en el vídeo era el verdadero Congreso de los Diputados y el verdadero sillón del presidente, esa frontera entre la virtualidad y la realidad da para mucho, nos sirve para preguntarnos por la existencia del propio Congreso y del propio Presidente y de su sillón en asuntos como el de los Objetivos del Milenio.

El que se haya imaginado, financiado y puesto en marcha saca a luz las tantas y tan diferentes maneras de hacer política que nada tienen que ver con las instituciones y que permanecen subterráneas. El que haya saltado desde la red a los medios tradicionales con esos mecanismos escandalosos pone en cuestión, precisamente, la opacidad de los medios tradicionales a según que temas y la necesidad de utilizar formatos de esas características para romper bloqueos.

La duda es que la campaña sea tan poderosa, tan contaminadora, que se hable de marketing y no de pobreza.


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Un par de citas, para volver al principio.

Michael Kruger, editor, agnóstico, lúdico y descubridor de libros.

«Cada uno de nosotros se siente ninguneado por la fama: ese arbitrario mecanismo que impone el conocimiento de los personajes que interesan al poder y decreta el anonimato del resto. Eso es lo que proclama la tele, que divide la humanidad en los que salen en ella y los que los vemos.(…)Somos insignificantes hormiguitas afanadas en contribuir a la globalización de estructuras gigantescas que apenas entendemos. ¿Qué somos nosotros, qué somos los seres que amamos? ¿Porque no se merecen que sepamos tanto de ellos como sabemos del cantante o el futbolista o el politicastro. Las hormiguitas anónimas tenemos miedo»

Con una vuelta de tuerca del más retorcido de todos:

La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco nos hemos dado cuenta y estamos, muy, muy cabreados.

Chuck Palahniuk. El Club de la lucha

Vía Pixel y Disel