José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Tápame

Cosas que pasan en los rincones. Se despertó sin querer, sin saber cómo. Abrió los ojos por inercia. Era de noche todavía. El hombre de al lado no se movía, sólo su respiración de arena delataba que seguía vivo. La semana pasada los servicios de urgencia se llevaron a uno que no lo estaba, que ya no: la humedad inesperada le había derrotado. Hacía frío. Los cartones eran como una puerta abierta, pura corriente. No tenía nada de beber. De lejos se oía una radio, una televisión tal vez, el último voto escrutado. Se levantó. La pared estaba empanada de carteles electorales. Arrancó los primeros y se llevó un abanico de fotos y promesas hasta el rincón de la calle en que dormía cada noche. Se arrebujó entre ellos y se arropó con la calva de Sebastián y la corbata que ahoga el cuello de Simancas. No tenía nada de beber. Le quedaba un cigarrillo, pero no tenía nada de beber. El hombre de al lado seguía respirando serrín.

Mapas de navegación aérea

Cosas que pasan en los rincones. De madrugada, alguien comenzó a contar historias de azar y de ciudades:

un hombre de barba escueta recordó un despiste policial en París que le llevó a la gendarmería y a una cena de lujo pagada por el Estado para cubrir el error: el camarero que le sirvió tenía su mismo apellido y ni una sola coincidencia familiar;

una pareja, él y ella, siguió con Nueva York, un invierno de mucha nieve y el azar de recibir visitas inesperadas en la barra de un bar solitario: gente a la que no ves en la vida, la encuentras una noche de perros americana;

una mujer vestida como quince años antes de sí misma exhibió detalles precisos de Roma y el Trastévere, sus cuestas empinadas bajadas a toda velocidad mientras la perseguía un grupo de tiffosi: la salvó de lo incomprensible un niñato al que había ahuecado la almohada hacía doce horas;

un hombre demasiado gordo para respirar con ritmo sacó del cuarto de baño una camiseta hecha en Barcelona y comprada en un mercado al aire libre en Ciudad del Cabo: el vendedor y el obeso se conocían de cuando coincidieron en el servicio militar conduciendo ambulancias treinta años antes.

Durante cuarenta minutos llenos de kilómetros las historias se cruzaron y aparecieron otras: Chicago, Bruselas, La Habana, Saigón, Praga, El Cairo. Todos eran viajeros de uniforme, todos empleados de líneas aéreas, todos maestros en pasillos de hotel, estancias fulgurantes y paseos de media jornada para matar el tiempo, tantas veces repetidos que se habían convertido en expertos en geografía, esquinas ciudadanas, decoración funcional de interiores y casualidades que podían repetirse en cualquier parte del mundo.

Desde un rincón , una mujer hasta entonces callada y escondida en el humo de sus cigarrillos, se hizo un hueco cuando las historias de los otros ya no podían estirarse más. No era un azar propio. El viaje, sí: Sao Paulo; y no era laboral, al menos no con uniforme.

Había ido a Brasil a recoger papeles legales para la esposa de un compañero de trabajo: una mezcla de amor y de política, alguien casado para una residencia con una mujer que no podía volver a su país. Ella se había ofrecido a hacer el trámite. Una tarde de tormenta incomprensible, en un cruce que quería ordenar un semáforo tuerto e impotente, se acercó un niño a mendigar a la ventanilla de su taxi: estoy secuestrado, dijo, llévame contigo.

Algo, un impulso invencible, le hizo abrir la puerta y rescatar al niño perseguido al rebufo por el resto de los pedigüeños y por algún tipo mas alto que amenazaba con un teléfono móvil o una pistola en una mano. Luego, cientos de papeles, una embajada exprimida en sus funciones y un segundo billete de avión para el regreso.

Cuando, de madrugada, entregó los papeles a la pareja que esperaba en el aeropuerto, la mujer y el niño rescatado cruzaron una mirada y un chispazo de reconocimiento: eran madre e hijo, los mismos ojos, la misma memoria recobrada.

Imposible habérselo inventado.

Cerca de casa

– Pero, ¿qué hace durante todo el día?

-¿Qué cree que hago? Miro.

Cartier Bresson se ha dejado ver. Hoy es el último día.

Cosas que pasan en los rincones. Cerca de casa, en el rincón de un cajero automático, duerme cada noche un hombre bajo un cartón. Ese es todo el crédito que se le concede.

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Cosas que se hacen por dinero y cosas que no

1. En Arizona, mientras elegían senador y representantes, también los electores fueron convocados para aprobar una propuesta: sortear un millón de dólares entre los que votantes. Cada voto una papeleta y entre todas las papeletas un millón para la elegida. La idea quería combatir el mal de la democracia: el olvido, la displicencia, la ignorancia, la abstención. Obviamente, no fue aprobada. Los que votan se toman en serio, en conciencia, el rito y no necesitan el millón para votar. A los que no votan, les sobra el dinero, o su falta de empatía es más cara. Aunque no se haya aprobado ya sabemos el mítico valor del voto: un millón.

2. Para ganar una elecciones hay que salir mucho en los periódicos, en los carteles, en la televisión, en internet. Cuesta mucho conseguir cada voto. Hay que patearse los barrios, los portales, invadir los teléfonos móviles, controlar los medios, tener un partido, una red, una página web. Para todo eso hace falta dinero. Uno de los mejores métodos es tener razón y voluntad. Para eso no es imprescindible el dinero. Eden Pastora, el mítico comandante cero, el sandinista puro que llegó a Managua en la revolución de 1979, aventurero, personaje ya más que individuo, también se quiso presentar a las elecciones de la última semana. Lejos, por supuesto, del turbio, pragmático y camaleónico Daniel Ortega, y fuera de la renovación transparente del nuevo sandinismo, Pastora no tiene demasido dinero, ni mucha razón, pero mantiene una indomable voluntad. Su partido era él. Y su avioneta. Voló con ella por los campos y los pueblos y con un megáfono pedía el voto desde las alturas. Sacó un puñado, el 0,29 por ciento. No debía tener pilas.

3. Cosas que pasan en los rincones. La chica vio la película sentada en un rincón de la sala y encontró la frase para justificar su historia. La decía el gángster, el viejo socio, el compañero, a otro gangster, a otro socio, a otro compañero, justo antes del disparo final en cualquiera de sus formas. Así que ella antes de cumplir con su oficio la repitió en voz alta:
No es nada personal, sólo negocios.
Y se fue directa al sexo del que la pagaba. Era prostituta. Y era nueva. Al otro le costó más de la cuenta. No sabía que a los clientes no les gusta la verdad.

4. Me han dado un abrazo gratis. En el Paseo del Prado, en Madrid, un chico y una chica y un chico se acercaron y pidieron permiso para abrazarnos. Y nos dieron una pista: era sin ánimo de lucro siguiendo aquí una campaña comenzada lejos. Siguen queriendo cambiar el mundo.

Foto



Días raros

Cosas que pasan en los rincones. Los contempló durante minutos. Sobre un banco, en la calle, en cualquier calle, en un rincón, bajo un árbol, una acacia, desde luego, estaban extendidos, arrojados, dos trajes de baño femeninos: como bacalaos secos, decrépitos, como globos vacíos, exprimidos, como restos del cambio de piel de dos serpientes, como fundas de torsos de maniquíes, como nudos a medio deshacer, como madejas sin simetría, como cortinas esquivas, secretas, entreabiertas, como un ramo apurado de dos flores marchitas que conservan todavía el lazo que las une, como si el otoño hubiera cosechado por fín los últimos restos del verano que se andaban por las ramas. Luego llovió. Y pasó el camión de la basura.
Cierto,
eran días raros. Mi estómago y mi cabeza lo susurraban. Días extraños.

Foto vía. Para que Pilar rastree el humo.


Grande, grande. Pequeño, pequeño

El Gran G., el amigo, se ha cansado de los grandes grandes macro festivales de verano. Y de invierno. Durante años peregrinó de primera línea en primera línea de escenario. Soportó atascos, tormentas, piedras debajo de la tienda, baños atestados, autobuses machacados, barro, sangre, sudor, retrasos y entradas de varias rayas. Pagó para ver a los mejores, a los más nuevos, a los diferentes. Ya no más.

Es esos años se dió gusto al oído, es verdad, con lo que mejor que pudo descubrir. Cuando entonces llegaban los grandes grupos había noventa, cien minutos para recordar. Ahora, sólo cuarenta, si son tantos, a toda velocidad, sin posiblidad para la degustación. Los grandes grandes macro festivales se han convertido en acontecimientos y sólo es el gran acontecimiento el que funciona. Y ya ni siquiera son Glastonbury, o Woostoock, o Monterrey, o Canet, que le contaron los de más memoria. Este último verano, por ejemplo, hay que acordarse, hubo listas largas, repetidas como deudas. El Gran G, que pisó todas las pistas de barro se ha cansado de los acontecimientos y de que la música que a él tanto le ha hecho moverse se haya convertido sólo en la cara B. Ya no le gusta ese formato. El gran formato.

El Gran G. necesita una cura. Música en la intimidad. Que le quieran. Necesita el Festival Minúsculo. Ironía y delicadeza improvisada en cinco, diez, no más de quince minutos, en la distancia corta, para recuperar la respiración y el gesto. O eso dicen. Música al oído. Un artista improvisando con todo, saxofones ordenadores o guitarras, y cualquier cosa, carpetas, mecheros cinturones con hebilla, y seis oyentes. Puede escoger. Pablo Rega, Ricardo Massari Expiritini. Ingar Zack. Wade Matthews, grandes improvisadores para nano-audiencias. Todo a lo pequeño, menos las colas. Si no entra, le dejo una pista.


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Las salas de cine pierden espectadores, vale. Pero el cine no. Y menos el cine a lo grande: hay que buscar en los sitios adecuados, y servirse uno mismo.

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En Elástico también les interesa lo grande y lo pequeño. Micro personajes sobreviviendo en la ciudad. Macro realidades de Ron Muek para mirarnos de cerca.

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Cosas que pasan en los rincones.Durante meses Rubén Roque Darío picoteó trabajos y esquivó como pudo la ausencia de papeles. Luego le cayó una mala racha y estuvo husmeando las calles sin ser visto y contando las heridas del techo de una habitación prestada. Pagó y cuando se acabó lo que le dieron improvisó una comida con los restos que quedaban, despedida, última deuda. Le pidieron más así que improvisó más y llegaron entonces aproximaciones y variaciones del ajiaco y el congrí, los tostones, la yuca salcochada, y luego el vigorón y la sopa de mondongo con lo que había y la chica de maíz, y más tarde la pepitoria de chivo y la bandeja paisa y el pan de bono, más o menos. Grandes veladas. Meses viviendo a cambio de la mesa puesta, inventando para seis.

Luego, por fin, llegaron los papeles. Y un contrato: pequeños rituales repetidos cada día en un rincón.

Ya no pudo inventar nada.

Gracias







Rara la poesía para defenderse

Pasemos páginas y páginas y más lejos, hasta llegar por ejemplo a la poesía, porque si es como ha de ser, debe ser hija de «la indignación, la melancolía, la incertidumbre y los temas prohibidos de la experiencia«. Y eso sana y es fórmula de premio. José Manuel Caballero Bonald, lo sabe.

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Rara la poesía, tanto que se puede buscar fuera de sitio. El último disco de Jorge Drexler es una pócima con parecidos ingredientes: está repleto de incertidumbre, de melancolía y de sinceros secretos; y de música excelente. A Drexler no le dan miedo las palabras. Ni la tecnología: es capaz de transformarla en delicadeza para que apoye sus confesiones de amores rotos y de amores nuevos, de miedos, de desplazamientos, de verdaderas infracciones y de dudas. Pero además le sirve para mantener su mirada sobre el mundo. La versión que hace de la Disneylandia de Arnaldo Antunes , uno de los vértices tribalísticos con Carlinhos Brown y Marisa Monte, pero mucho más, es un ejemplo perfecto de esa forma de ver, que se mueve entre el detalle y el ajedrez caótico de todos los días.

Hijo de emigrantes rusos casado en Argentina con una pintora judía, se casa por segunda vez con una princesa argentina en Méjico.
Música hindú contranbandeada por gitanos polacos se vuelve un éxito en el interior de Bolivia.
Cebras africanas y canguros australianos en el zoológico de Londres.
Momias egipcias y artefactos incas en el Museo de Nueva York.
Linternas japonesas y chicle americanos en los bazares coreanos de San Pablo.
Imágenes de un volcán en Filipinas salen en la red de televisión de Mozambique.
Armenios naturalizados en Chile buscan a sus familiares en Etiopía.
Casas prefabricadas canadienses hechas con madera colombiana.
Multinacionales japonesas instalan empresas de Hong Konk y producen con materia prima brasilera para compartir en el mercado americano.
Literatura griega adaptada para niños chinos de la Comunidad Europea.
Relojes suizos falsificados en Paraguay vendidos por camellos en barrio mejicano de Los Ángeles.
Turista francesa fotografiada semidesnuda con su novio árabe en barrio de Chueca.
Pilas americanas alimentan electrodomésticos ingleses en Nueva Guinea.
Gasolina árabe alimenta automóviles americanos en África del Sur.
Pizza italiana italiana alimenta italianos en Italia.
Niños iraquíes huidos de la guerra no obtienen visa en el consulado americano de Egipto para entrar en Disneylandia.

Es un foto movida del mundo, las mejores, si se miran a la velocidad adecuada.

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La adaptación la firman Drexler y Juan Campodónico, es decir uno de los músicos latinos más deslumbrantes de los últimos años, que está en la base de todo el disco. Productor y clave, junto con Gustavo Santaolalla, de Bajo Fondo Tango Club, hay que seguirle la pista para encontrar a otros músicos sorprendentes. Se llaman el Cuarteto de Nos, llevan veinte años haciendo música y ahora se van a poder oir con regularidad en España. La producción de Campodónico realza canciones intensas, absurdas, retorcidas, más que irónicas casi cínicas y nada banales. Desopilantes, en su definición. Otra forma de poesía rara para defenderse. Los cuatro del cuarteto son capaces de mezclar en sus letras al capitán Spok, Johnny Walker, Channel, George Bush, Los Clash, Britney, El Che, Breton, Molière y los barrios de Montevideo. Porque son uruguayos, como Drexler, y juegan con el castellano como los niños con los puzzles. Todas las formas, todas las rimas. Me los han enseñado esta semana: son generosos y ofrecen su música sólo con encontrarla.

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Cosas que pasan en los rincones. Un grupo de rumanos destrozó nuestra casa. La dejaron para los escombros. Un vacío. Nos asustamos. Luego, durante meses, la rehicieron. Y empezó a ser nuestra casa. Todavía no lo es de la manera en que el tiempo y el espacio son medidos por los bancos. Cuando se fueron, colocaron el piano en un rincón. Antes de despedirse por última vez, Dorel, el que los mandaba, balbuceó un permiso para sentarse a las teclas. Sus manos, con dedos como mangos de maceta, temblaron antes de que su dueño se atreviera a posarlas en el marfil. Respiró y dijo: Bach.

Fue la última obra que nos ejecutó.