José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Archivo de enero, 2007

Gol en propia meta

Una lo hace porque tiene dentro el vicio del regate; otra para demostrar quién es; otra porque tiene memoria, otra más porque lo hacen sus amigas; y otra tal vez porque a su padre le molesta; y aún una última porque jugar con el riesgo es lo que más le satisface. Pero, por encima de todo, todas y cada una lo hacen porque les gusta verlo de cerca, sentirlo, estar encima, dejarse llevar por la pasión. Y no las dejan.

Te tiene que gustar mucho el fútbol para arriesgarte a terminar en la cárcel por ver un partido en el campo. Y tienes que saber mucho de cine, del oficio, para construir una comedia amarga con la estúpida marginación de las mujeres iraníes que tienen prohibido asistir a los campos de fútbol. Jafar Panahi, que sabe mucho de mujeres y de prohibiciones como ya demostró en El círculo, se ríe con seis chicas disfrazadas de hombres, cazadas y encerradas en una jaula al aire libre, al otro lado de la grada del estadio Azadi, en Teherán. Y sufre con ellas, las respeta, y nos permite conocerlas a la perfección. Y se acerca y sufre también con los soldados que las vigilan, obedientes, insensatos y sensibles –sensibles con la pasión del fútbol- torturados todos, unas más que otros, por órdenes absurdas y tentados todos por el rumor desatado que llega desde las gradas repletas de forofos.

Off side es una comedia, un drama político, casi un documental, un pequeño invento con efectos especiales de bengalas y petardos. Juega en muchas canchas a la vez y en todas gana. Con una anécdota mínima manejada con tensión y destreza Panahi enseña todo un mundo, porque sabe que cualquier restricción es el resultado de otras restricciones. Y cualquier resistencia, cualquier batalla sincera, épica o torpe, contra el miedo es el camino imprescindible a la victoria.

Irán ganó a Barheim y se clasificó para el Mundial. La película de Jafar Panahi se pudo rodar a trancas y barrancas; pero no se puede estrenar en Irán. Habrá que esperar al segundo tiempo. Él y las mujeres de su tierra.

(Aquí, por supuesto, hay que buscarla con las copias contadas; aunque tal vez valdría la pena que la vieran los que manejan las pasiones radiofónicas y… Qué digo, qué tonterías estoy diciendo, si sólo sale una jugada y desde lejos, vista de refilón a través de una verja)

Mentiras oportunas

Un regalo. Para agradecer. Un libro de periodistas diferentes, de investigaciones y reportajes de las últimas décadas, desde Robert Fisk, el hombre de The Independent en Beirut, en Bagdag o en Gaza, en todo Oriente Próximo, hasta Seymour Hersh, el caballero de The New Yorker que husmea en Abu Graib y mucho antes el mismo aroma en My lai. Y detalles: los guiones de Edward Murrow para la CBS, o sea, todo lo que tenía escrito antes de decir buenas noches y buena suerte: lo oscuro acabamos viéndolo; lo completamente claro lleva más tiempo.Y más detalles: los reportajes de Anna Politkovskaya que tanto le gustaban a Putin. O los de Günter Wallraf, el tipo que en la antigua RFA podía ser cualquier cosa y disfrazarse de cualquier cosa para meter las narices donde nadie se atrevía a hacerlo y ser periodista indeseable, contra-periodista, cabeza de turco, paciente psiquiátrico, obrero en una cadena de montaje en unos tiempos en que los medios de comunicación oficiales eran especialistas en ocultar lo indeseable.

Basta de Mentiras, lo ha titulado la editorial. El antólogo es otro periodista diferente John Pilguer, un australiano que rebusca en el lado más siniestro del mundo occidental, crítico con “la complacencia con la que los periodistas y sus redacciones aceptan las líneas dictadas por los intereses financieros que las poseen”. Curioso el verbo: poseer. Un tipo, eso sí, que despierta unanimidad entre los pensadores del periodismo oficial que le detestan y al que acusan de explayarse más en su ira que en sus análisis y de ser incapaz de poner fin a sus críticas y condenas en el momento en el que la mayoría de la gente lo consideraría oportuno. Eso, oportuno.

Posología de los beneficios

1. No sé cuantos enviados especiales habrá en la India. Alguno debería haber para contarnos el juicio de las patentes farmacéuticas que empieza hoy.

Una mega-empresa, Novartis, que en su último ejercicio económico reconoció exactamente 5.580 millones de euros de beneficio, un 23 por ciento más que en el año anterior, ha denunciado al Gobierno de la India por no haber concedido la patente al Glivec, uno de sus medicamentos contra el cáncer y uno de los más rentables. Novartis quiere mantener la exclusiva de esos y de otros como esos. Lo que se discute no es del precio de tal o cual medicamento, sino del modelo de negocio, de la proporción que debe darse entre beneficio y salud. Y del derecho que tienen los países pobres a fabricar medicamentos genéricos.

La India es el mayor productor de medicamentos a bajo precio del mundo, y su legislación ha permitido en los últimos años fabricar y distribuir millones de fármacos en zonas económicamente deprimidas. La ley India únicamente protege a aquellos medicamentos realmente innovadores mientras denuncia que 7.000 solicitudes de patentes sólo 250 presentan novedades reseñables. Eso quiere decir que existen miles y miles de medicamentos que mantienen patentes y privilegios de fabricación pese a que lo único que tiene nuevo es la caja, el nombre, el anuncio televisivo y el precio. Según los indios, el Glivec es uno esos, la metáfora perfecta de un modelo de negocio que antepone el negocio a la salud.

No todo es blanco o negro. Novartis es una empresa cualquier cosa menos vulgar: gana millones y millones, desde luego; pero es el segundo productor de medicamentos genéricos del mundo y se gasta mucho dinero, además, en regalar medicinas a los mercados más débiles. Para ellos, proteger su patente es imprescindible “para mejorar e innovar al servicio de la sociedad”, y por eso han denunciado a los indios y a sus genéricos. Tiene experiencia, Novartis fue una de las 39 compañías farmacéuticas que hace cinco años demando al Gobierno surafricano que estaba rompiendo el mercado de los medicamentos anti SIDA.

Los responsables de Intermon Oxfam y de Médicos Sin Fronteras, han recogido firmas y han puesto la lupa en esa cuestión: “No podemos permitir que se seque esta fuente clave» de medicamentos, porque las ong de campo y numerosos países, dependen “de medicamentos más económicos y de buena calidad producidos en India” para tratar enfermedades como el VIH/Sida. “Si Novartis se sale con la suya podría significar que los medicamentos esenciales tienen más probabilidades de ser patentados en India, por tanto restringiendo la producción genérica y asegurando un precio elevado para los nuevos medicamentos”, avisan.

De lo que se discute hoy en los tribunales es, pues, de mercado. Nadie es tan iluso como para reclamar la desaparición de los beneficios. Pero sí, tal vez, para establecer una lógica de las proporciones entre la verdad y la cuenta de resultados, entre la investigación, el puro marketing y la posología de los beneficios. Esperemos que el periodismo nos lo cuente.

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2. El presentador –qué difìcil– de los Premios Goya pidió consejo a José Coronado, Antonia Sanjuan, Concha Velasco y Antonio Resines. Libre es de escoger a sus maestros. Se le olvidó –o, tal vez, no pudo– sentarse y escuchar a RMS. Entonces, además de la osadía imprescindible, de la velocidad que traía puesta, menos mal, y de las tablas gansas y los hachazos, habría incorporado un poco más de sutileza y de distancia, de sabiduría; se habría olvidado de algún amigo pegajoso y habría podido estar presente y hacer sitio al mismo tiempo a los que de verdad son importantes: los otros. Y salir definitivamente del círculo vicioso y la endogamia. A punto estuvo. La sigo echando de menos. En fin, gustos.

En la sala, por fin y por lo visto, les dio tiempo a cenar. Estaban muy contentos. Para los de casa, pese al retardo en la retransmisión, alguien no fue a clase el día que explicaron la elipsis. Ganaron los que tenían que ganar, con beneficios amortizados. No todos mis votos sirvieron. Y cenamos muy a gusto.

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3.Después de días fuera de casa reviso de vuelta la biblioteca hasta encontrar un texto de Ryszard Kapuscinski. Se murió y yo estaba lejos de sus libros, de mis estanterías. He leído retratos, reseñas y necrológicas en casi todas las cabeceras. Todo el mundo le ha querido en sus páginas, fascinante unanimidad que habla sobre todo de lo que nos gustaría ser como periodistas y como personas: estar cerca, ver, oír, pensar y compartir para poder contar. Me quedo, al margen de todo lo dicho, con dos datos para mí imprescindibles: su capacidad para ocultarse estando siempre presente y dejar así que los hechos y sus protagonistas fuesen lo importante; su gusto transparente por la palabra:

Comencé como poeta, publicando mis versos en la prensa literaria de Polonia. De en vez en cuando, todavía sigo escribiendo poesía. Lo hago porque para mí la poesía es una rama de la literatura de suma importancia: es en este género literario donde sobrevive el lenguaje. Las únicas personas que realmente se ocupan del idioma _de su riqueza, de su precisión, de su expresión– son los poetas. Un novelista puede escribir cuando ha imaginado la historia, cuando ha delineado los personajes, cuando ha definido la estructura de su obra. Pero para un poeta el lenguaje es lo más esencial. Si se quiere dominar el idioma, si se quiere escribir de una manera bella, hay que leer poesía constantemente, hay que estar en permanente contacto con la imaginación poética, con el sabor de la palabra que tiene este género. No hay otro puente de belleza y de riqueza del idioma más que la poesía. Por eso hace años ya que no leo novelas, pero sigo leyendo poesía porque allí me encuentro con el idioma y lo refresco.

Escribo poesía, pero nunca he tratado de escribir novelas porque no tengo ese tipo de talento. Acaso la razón de fondo sea que la vida real me parece fascinante. Soy un pobre reportero que, desgraciadamente, carece de la imaginación de un escritor: si la hubiera tenido, jamás habría ido a esos lugares terribles en donde estuve.

Yo aquí me quedo.






Mayas y el corazón de la aventura

Entonces, ha empezado: otomíes, yaquis, zapotecos, mixtecas, nahñú, mije, triqui, kikapú, tzotzil, tzeltal, tojolabal, chol, huichol, seri, nahua. Y media docena más que no me dio tiempo a apuntar. Son todas etnias que poblaron el territorio de lo que hoy es México y sus enormes fronteras. Ha sido una suerte que Tiosha, uno los compañeros de estos días en Valencia fuese nativo de esas tierras y que hayamos compartido Apocalypto, la película de Mel Gibson. Así que ha sido fácil descubrir con él la ausencia de sutileza histórica, constatar el riesgo medido de hacer hablar a todos los protagonistas en un falso maya, unificado, mecánico pero deslumbrate; detectar entre los actores fenotipos que no corresponderían en absoluto al pueblo que pretenden representar (qué hace Ronaldhino con lanza); concluir que los mayas habían desaparecido como poder imperial mucho antes de la época en la que ocurre la historia, y que la disolución de su hegemonia fue paulatina y no súbita; que si de algo sabían era de astrología y que los ritos de sacrificios tenían más de honor que de castigo.

Ha sido fácil concluir que la misma historia podría haber sido contada entre sioux y cheyenes, por ejemplo; o entre serbios y croatas, entre ingleses y franceses, o por supuesto entre españoles de dos lados distintos de la historia. Una palanca. Pero también nos hemos puesto de acuerdo en que hay que mirar lo que la película (con sangre, pintura azul y un padre de familia: marca de la casa) sí tiene: los tiempos, los ritmos y los guiños del viejo cine de aventuras; que con apenas dos docenas de frases, no hay muchos más diálogos, se puede plantar una historia; que el maquillaje y los complementos de vestuario merecen una atención fascinadora; que con imágenes poderosas se fabrican emociones poderosas, primitivas – las del espectador- en un relato circular medido, con rimas visuales que resuenan, cuarenta minutos de persecución impecable y un director que sabe siempre lo que hace, aunque la parte más etnográfica sea la menos convincente y aunque se desequilibre en un aluvión de cadáveres usados como pretexto únicamente. Bueno, segurante eso es bueno si sirve para desatar polémica que arrastra a la taquilla.

No era obligatorio el rigor, el respeto a las etnias, ni la verdad. De acuerdo, es otra cosa, es una película de aventuras. Y tampoco es obligatorio hacerle caso.

Blancas y negras

He visto un piano colgado de cadenas y otro reducidos a virutas. Uno más dando vueltas como un autómata alrededor de enormes cabezas de Bach. He visto un piano adolescente con teclas pornográficas y otro con orejas gigantescas, uno más con una hélice de turbo y otro con lágrimas. Y, además, decenas de fotos con pianos; y revistas y portadas de discos y programas de conciertos y partituras y poemas visuales y películas con interminables teclados de piano.

En Valencia, dónde trabajo esta semana, me he encontrado en el Centro de Cultura Contemporánea con cuarenta años de la vida de Carles Santos un artista de de imposible calificación, provocador, original, completo. Un músico, por supuesto, pero también escritor y poeta y director teatral, autor de obras cinematográficas, de espectáculos teatrales y productor de potentes imágenes visuales. Por una película, de un plano fijo, pasa el torso de Santos transformado en un pirata, un bombero, una vicetiple, un cardenal, un militar franquista, un esquiador, un payaso, una reina egipcia, un senador romano, un remedo de Groucho Marx, un hippy, un minero, una viuda triste, una viuda alegre. Hay miradas de Joan Brossa, el poeta, de Tapiès, el pintor, de Portabella, el hombre del cine, de toda la vanguardia española desde los años sesenta y setenta. Hay muchísmo placer musical y también el dolor del esfuerzo, de la dedicación, y un acercamiento a los límites de la vanguardia y una reivindicación absoluta de todo lo que se puede hacer con la imaginación. Hay, además, un poderosa y cercana sensación de sinceridad, de que todo ese derroche es verdadero, sin pizca de afectación, transparente, todo menos pedante, al alcance de muy pocos

El piano es un mundo, en la cabeza, en los dedos y en el sexo de Carles Santos. La exposición se llama Visca el piano, antes estuvo en Barcelona, y no podía tener otro nombre.

Paso de cebra

Cosas que pasan en los rincones. Ahora sí, ahora ya podía imaginarse un futuro. Tenía el título en el bolsiillo y sólo debía esperar a que llegaran las ofertas: experto en lectura lejana de labios: las televisiones le buscarían para analizar las batallas verbales de los deportistas en cualquier rincón del campo, insultos, desafíos, secretos; de los chiquilicuatres de revista, insultos, misterios, golfadas, bodas, bautizos, conspiraciones. Y los servicios de inteligencia, y las policías diversas y las empresas: el podía descifrarlo todo con su título.
Llegó al paso de cebra y, para entretenerse, rastreó las conversaciones de enfrente, al otro lado de la carretera: dos hombres altos hablaban de ciencia ficción; dos niñas, de historia sagrada; a su lado, una mujer aburrida miraba el suelo, un hombre solo ni siquiera miraba; y una rubia…, una rubia delicada le miraba a él, sus ojos fijos en los suyos, mientras hablaba. Nadie podía enterderla porque susurraba, seguro que sususrraba, pero él tradujo sus palabras:
-Ahora sí, te dejo mi cuello, y mi pecho, y…
El parpadeó, ella parpadeó. El enfocó mejor, pero era indudable: a través de las gafillas estrechas que le enmarcaban la cara la rubia le miraba; el pelo le arropaba las orejas en las que brillaban dos pendientes plateados, dos destellos y los ojos estaban perdidos, extasiados. Y seguía susurrando, la cabeza inclinada, entregada:
– … y luego yo te lo hago a tí, sí, ahora mismo, ahora en cuanto…
El tenía el título y ella le estaba diciendo todo eso, lo de la espalda y los labios, los mordicos, los… Ella se calló. Y se rió, justo con el semáforo en verde.
Cuando se cruzaron en el centro del paso de cebra él pudo descubir los dos destellos que la rubia tenía en las orejas, dos auriculares de teléfono por los que su novio ahora le estaba haciendo disfutar.







Lo que vemos

De una crónica fechada este último domingo en Nueva York, sobre orígenes, causas y tendencias de la criminalidad:

«El más sorprendente de los valores favorables al descenso de la delincuencia violenta es la inmigración. «Los inmigrantes revitalizan los barrios: llegan a áreas degradadas y establecen tiendas que están abiertas durante toda la noche, lo que trae gente a las calles durante esas horas y esto combate a la delincuencia, argumenta Andrew Karmen, veterano criminólogo de la Universidad de Nueva York. Estados Unidos tiene una política inmigratoria que genera posibilidades para que se produzca el reagrupamiento familiar. En contra de lo que dicen los grupos anti-inmigrantes, ciudades que recibieron intensivos flujos de hispanos desde El paso, en Texas, San Diego, California, o Nueva York, han registrado fuertes descensos de la delincuencia violenta. El impacto positivo de las inmigraciones corrobora estadísticamente el hecho de que los inmigrantes están infrarrepresentados en las poblaciones carcelarias, si se compara con la población total de inmigrantes».

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He estado por la mañana en un museo pequeño. Al mediodía, en uno enorme. En los dos casos, trasiego fluido, relajado, sin agobios y con paradas mínimas frente a lo expuesto. También en los dos casos una sala acogía multitudes, hasta hacer imposible la entrada: aquella donde un audiovisual explicaba lo visto, como si hubiese más deseo -y necesidad- de que nos enseñen a que sólo nos lo enseñen.

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El soldado tartamudo pidió destino en ametralladoras: hablaban el mismo lenguaje.

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Juan de Marcos construye sus fotografías con imágenes cotidianas a las que añade un elemento de representación, de escenificación, que obliga a sacudirse el desconcierto y preguntarse qué es lo que está ocurriendo realmente en lo que vemos.

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¿Quién podía pensar que los Productores de Cine tuvieran un Sindicato con buen gusto?









Misterios sordos

Cosas que pasan en los rincones. Dejó de lado el atasco sinfónico que ya sólo podía intuir en los los rostros amartillados que resbalaban por delante de sus ojos. El diagnóstico había sido claro: un audífono podía devolverle el misterio del sonido que se esfumaba de su vida. Alcanzó el escaparate. Una gama eterna de acabados, diecisiete atractivos colores, tonos discretos o metálicos, le impedían decidirse. Leyó en un cartel con letras diseñadas para sordos que los audífonos estaban fabricados con inteligencia artificial, es decir principios que puede ayudar a construir sistemas y lograr los mejores resultados en entornos imprevisibles. Y ahí estaba él, pegado al cristal, ante una duda imprevista: necesitaba uno, desde luego, ¿pero cuál? Se deleitó con el Rojo Cabernet; le sedujo el Beige champagne; le impactó el Gris carbón; ante el Ajedrez, se quedó imantado; y se rió con el Marrón chocolate; con el Morado Intenso, reflexionó; y con el Negro Diamante, le brillaron los ojos; ante el Verde Camaleón, no supo que pensar y eso le atrajo; con el Plata de Alta Tecnología, vibró; le relajó el Azul Noche; y el Madreperla, le hizo cosquillas; imaginándose el Verde inglés se sintió elegante; con el Azul Samoa, viajero; ante el Violeta Pálido, se quiso amable y sereno; el Naranja Atardeder, le acarició con una brisa melancólica; con el Wallstreet, se tensó y recuperó energía; y ante el Vida Salvaje, el del rincón, el último, se quedó definitivamente paralizado, definitivamente indeciso. Entonces fue cuando voló por los aires embestido por una motorista policial. Los peatones se había apartado ante los bocinazos del agente empeñado en superar el atasco por la acera, pero el sordo todavía estaba eligiendo el mejor color para su oreja.

Parkinson y relojes

No hay que parecerse a James Bond para ser agente del Mossad. Los espías israelíes tienen que hablar idiomas, saber moverse con discreción, soportar tensiones físicas y mentales; y pensar rápido, porque, por lo visto, ser espía es un arte, no una ciencia. Hay que ser eficiente, ser capaz de adaptarse a nuevas situaciones y combinar los medios tecnológicos y los humanos. Así les buscan, dice Efraim Halevey, jefe del Mossad entre 1982 y 2002 y agente secreto durante 40 de sus 72 años. Es una entrevista de estos días, más o menos de mil quinientas palabras para hablar de la tercera guerra mundial, mezclar genios del mal, estrategias del odio y amenazas existenciales. Mil quinientas palabras y ni una sílaba que no tenga al lado el adjetivo terrorista para la población palestina, para las primeras razones, a pesar de las lecciones para «comprender la realidad y poder actuar»

El mensaje (interesado) del espía es que su guerra será eterna y por eso su oficio de guerra siempre será imprescindible. Y deja escapar una clave para entender ese mundo mental que desde el frío de los servicios de inteligencia ha contagiado toda la gestión política de la zona:
–Usted ha ordenado operaciones en la que posiblemente agentes suyos o personas inocentes (ensalada personal del entrevistador) resultaron muertas. ¿Le tembló la mano?
–Está terminantemente prohibido temblar.

Me lo quedo para un diálogo de cine.

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Decía Cortázar que lo irracional era el terreno en que más cómodo se sentía. Pues acomodémonos ahí para meternos en un mundo todavía más extraño, Mas extraño que la ficción, la historia inacabada de un hombre atrapado por un reloj, y al tiempo la historia de quien le da la cuerda. Y también la historia de alguien que necesita empaparse de realidad para intentar inventar algo y cuando lo encuentra duda y tal vez tenga que cambiarlo; y también la historia de alguien que aprende a vivir cuando tiene la muerte cerca, tan cerca que la oye, y que aprende a morir en el momento justo, porque ese es su destino natural, perfectamente diseñado para dar sentido a todo lo anterior.

Más extraño que la ficción es una película, una dulce comedia romántica entre un metódico inspector de hacienda y una abogada frustrada que encontró su personaje entre galletas. Pero como a estas alturas las comedias dulzonas no dan para mucho, -hemos visto tantas y son tan imposibles- ha habido que encajarle un punto de vista levemente amargo sobre el oficio de inventar, las técnicas, las dudas y el dolor de manejar la vida cuando se cuenta (o no poder hacerlo). Y un invento fantástico además para defendernos de los finales que el mundo tiene previsto para cada uno de nosotros: si no podemos dominar nuestras vidas, intentémoslos convencer a quién nos las cuenta. O empecemos a hacerlo nosotros mismos.

El director y el guionista ( sobre todo el guionista) se las apañan para tejer y destejer todo eso con gusto, aunque tal vez, si de finales se trata, en el el último de todos ellos les ha podido la ración de azúcar. Va en gustos. Suena a los juegos híbridos de Charlie Kauffman con la realidad, la ficción y el manejo de lo que lo que nos queda de todo eso en la cabeza (sin la amargura de Olvídate de mí, sin el delirio de Cómo ser John Malcovitch y, claro, sin la esquizofrenia de Adaptation) y a Pirandello, claro.

Pero donde de verdad se mueve es en el terreno que a Cortázar le gustaba, así que, como aperitivo o como postre, va en gustos, recordemos, porque siempre es una inspiración, una pequeña obra maestra de un minuto:

Instrucciones para dar cuerda al reloj

Julio Cortázar

Preámbulo.

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Instrucciones para dar cuerda al reloj
Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.






Vigilantes y papeleras

Cosas que pasan en los rincones. El único vigilante de seguridad con el que he tenido una cierta relación personal era una chica, una tipa estupenda a la que le encantaba husmear en las papeleras.

Seguro que hay un nombre y hasta un síndrome para las prácticas de T. Ella se lo tomaba por el lado detectivesco, un poquito filosófico y, por supuesto, social. Hacía el turno de noche y forcejeaba con la gente de la limpieza para que la dejaran echar un vistazo antes de que todos los restos el día se acumularan en un gran bidón que luego desaparecía por el montacargas hacia las tripas perdidas del edificio. Quería estar al día del resto del mundo.

La cosa empezaba siempre con la ceremonia de los rescates. Sobre una mesa coloca las piezas cobradas y a partir de lo salvado deducía el día de cada compañero. De un folio exprimido con saña concluía fracasos deportivos o decisiones que cambiarían destinos laborales; de notas tachadas, carencias amorosas, desajustes familiares, angustias pequeñas pero trascendentes según la época del año; de los mínimos pedazos de un lápiz roto, el idilio desbaratado de dos colegas que hasta entonces se amaban en secreto; de un carnet abandonado, la fugacidad de lo establecido, la perpetua necesidad del cambio. Sabía de hijos por los clips anudados; de ascensos, por el exceso de ceniza, de viajes por las esquinas dobladas de una revista abandonada.

Digo yo. O eso decía ella. La escuchaba mientras yo recogía mis papeles y tomaba el último café de la máquina antes de marcharme. No era una espía, jamás delató a nadie y, además, no se llevaba bien con sus jefes ni con los nuestros. Seguramente por eso tenia el turno maldito que le aislaba del mundo. La pequeña operación forense le servía para seguir en contacto con el día, saber de la suerte de todos nosotros, estar a nuestro lado, aunque sólo fuese con lo que dejábamos perdido a nuestro paso.

Durante unos meses nos dio tiempo a hablar de ríos -no sé por qué pero sabía decenas y decenas de nombres de ríos, afluentes y arroyos, el color del agua según los tramos, las riberas más pobladas de arbolado; de medicamentos, también era experta en posologías y contraindicaciones; y de cocina, de lo poco que le gustaba la cocina: sobrevivía con uvas, jamón empaquetado y distintas variedades de muesli. Todo en ráfagas mientras hacía sus análisis y yo buscaba ya el ascensor y la puerta. Me iba y ella se quedaba sola en el edificio las siguientes nueve, diez horas, haciendo sus rondas supongo, y sentada después en el rincón menos descubierto de la entrada.

Nunca supe nada más que lo que cuento. Un día desapareció. No vino. No sé, dijo su sustituto, el de las palabras enanas. Nadie supo decirnos demasiado, las empresas de seguridad son burocráticas y opacas.

Cuando me fui aquella noche quise hacer el rito de las papeleras pero la gente de limpieza se rió y se esfumó por el montacargas. Eso sí, antes de marchar me acerqué hasta el rincón donde ella pasaba las noches y miré en el rincón en de su papelera a la caza de una pista: el resguardo de un billete, los añicos de una quiniela, una etiqueta, la astilla coja de un tacón, un trozo de cristal que me permitiera adivinar su futuro, si la habían cambiado el destino o ella había decidido darle una vuelta al uniforme. La papelera estaba vacía a conciencia, limpia, incluso reluciente y yo me quedó ni rastro.

Una vez hace años, quisimos hacer una historia con aquel recuerdo. Pero no cuajo. Querían muchas más cosas además de una vigilante que monologaba con la basura. Pero no tenían dinero ni para convencer a un muerto de hambre. Y no hubo plan. No hubo personaje.

Me he vuelto a acordar de ella a la salida del cine. Porque Aki Kuarismaki, el director finlandés, ha utilizado a un vigilante para contar la historia de Luces al atardecer. Un tipo simple, un personaje con la cabeza llena de pájaros pequeños, ridículos, intentando convencerse a sí mismo de que no es transparente para el resto de la humanidad, de que tiene futuro y que no está condenado a terminar en la papelera de la historia. Así que está el pelele y, claro, una mujer fría como el mármol, un atraco y una traición, y un perro atado a una farola; y ese humor impávido y escondido en medio de las desgracias que habita las películas de este hombre contenido y melancólico.

K. es fiel a sí mismo, no engaña: para lo mejor, la enorme capacidad expresiva con los mínimos detalles -una flor en un jarrón, las luces de un puesto de salchichas- incluidas las interpretaciones de yeso de sus actores; como para lo difícil, los silencios, la puesta en escena de escuadra y cartabón, sin una sola concesión al exceso, sino es el de sus propias imágenes, genuinas, de firma; para las elipsis inteligentes, los espacios, el color cargado de significado y para la cadencia de arena en un reloj.

Al atardecer, en fin, un tipo al que se le hielan los sueños y una mujer sola consiguen cogerse de la mano gracias a la defensa de un perro tan perdido como él mismo. Y seguir viviendo.