José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Como piedras

Arrebato Libros había organizado su convocatoria de poetas por kilómetro cuadrado. Una librería de segunda mano que moviliza a los autores, obstinadamente empeñada en que las palabras salgan de los libros, salten de los ordenadores, se escapen de los lápices.Y se digan en voz alta desde un escenario.

Escuché a Marìa Salgado, capaz de hacer vivir de nuevo a Ian Curtis en la Moraleja y salvar para la historia a gimnastas con la columna vertebral rota; jugué con Eduard Escofet, experto desde hace años en todos los ruidos que puede producir la poesía, empeñado en recuperar viejas vanguardias, de Joan Brossa a Felipe Boso y levantarse contra todos los miedos; descubrí a Gonzalo Escarpa listo para seducir con versos sobre la belleza cercada de silencio, la sombra de ojos de una azafata de vuelos baratos, la madre que parió al publicista que inventó la campaña del qué pasaría y a la del alcalde que al que le beneficia; y derrapé con David González poeta autobiográfico, que escribe y escupe sobre sus tatuajes de celda, su pelo largo contra los verdugos o el nudo que en el tobillo se enganchó su abuelo para que pudieran identificarlo en la fosa común donde acabó muerto y fusilado.

Eran versos como piedras, dijo alguno de ellos. De noche, en Madrid, entre copas.

A la salida me di cuenta de que el local donde se había celebrado el encuentro estaba justo enfrente del solar donde diez días antes había comenzado la estúpida batalla campal del puente de mayo. Calle abajo, en la esquina, vigilaba una sorda pareja policial.

(Y, dentro de poco, más)

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Rara la poesía para defenderse

Pasemos páginas y páginas y más lejos, hasta llegar por ejemplo a la poesía, porque si es como ha de ser, debe ser hija de «la indignación, la melancolía, la incertidumbre y los temas prohibidos de la experiencia«. Y eso sana y es fórmula de premio. José Manuel Caballero Bonald, lo sabe.

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Rara la poesía, tanto que se puede buscar fuera de sitio. El último disco de Jorge Drexler es una pócima con parecidos ingredientes: está repleto de incertidumbre, de melancolía y de sinceros secretos; y de música excelente. A Drexler no le dan miedo las palabras. Ni la tecnología: es capaz de transformarla en delicadeza para que apoye sus confesiones de amores rotos y de amores nuevos, de miedos, de desplazamientos, de verdaderas infracciones y de dudas. Pero además le sirve para mantener su mirada sobre el mundo. La versión que hace de la Disneylandia de Arnaldo Antunes , uno de los vértices tribalísticos con Carlinhos Brown y Marisa Monte, pero mucho más, es un ejemplo perfecto de esa forma de ver, que se mueve entre el detalle y el ajedrez caótico de todos los días.

Hijo de emigrantes rusos casado en Argentina con una pintora judía, se casa por segunda vez con una princesa argentina en Méjico.
Música hindú contranbandeada por gitanos polacos se vuelve un éxito en el interior de Bolivia.
Cebras africanas y canguros australianos en el zoológico de Londres.
Momias egipcias y artefactos incas en el Museo de Nueva York.
Linternas japonesas y chicle americanos en los bazares coreanos de San Pablo.
Imágenes de un volcán en Filipinas salen en la red de televisión de Mozambique.
Armenios naturalizados en Chile buscan a sus familiares en Etiopía.
Casas prefabricadas canadienses hechas con madera colombiana.
Multinacionales japonesas instalan empresas de Hong Konk y producen con materia prima brasilera para compartir en el mercado americano.
Literatura griega adaptada para niños chinos de la Comunidad Europea.
Relojes suizos falsificados en Paraguay vendidos por camellos en barrio mejicano de Los Ángeles.
Turista francesa fotografiada semidesnuda con su novio árabe en barrio de Chueca.
Pilas americanas alimentan electrodomésticos ingleses en Nueva Guinea.
Gasolina árabe alimenta automóviles americanos en África del Sur.
Pizza italiana italiana alimenta italianos en Italia.
Niños iraquíes huidos de la guerra no obtienen visa en el consulado americano de Egipto para entrar en Disneylandia.

Es un foto movida del mundo, las mejores, si se miran a la velocidad adecuada.

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La adaptación la firman Drexler y Juan Campodónico, es decir uno de los músicos latinos más deslumbrantes de los últimos años, que está en la base de todo el disco. Productor y clave, junto con Gustavo Santaolalla, de Bajo Fondo Tango Club, hay que seguirle la pista para encontrar a otros músicos sorprendentes. Se llaman el Cuarteto de Nos, llevan veinte años haciendo música y ahora se van a poder oir con regularidad en España. La producción de Campodónico realza canciones intensas, absurdas, retorcidas, más que irónicas casi cínicas y nada banales. Desopilantes, en su definición. Otra forma de poesía rara para defenderse. Los cuatro del cuarteto son capaces de mezclar en sus letras al capitán Spok, Johnny Walker, Channel, George Bush, Los Clash, Britney, El Che, Breton, Molière y los barrios de Montevideo. Porque son uruguayos, como Drexler, y juegan con el castellano como los niños con los puzzles. Todas las formas, todas las rimas. Me los han enseñado esta semana: son generosos y ofrecen su música sólo con encontrarla.

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Cosas que pasan en los rincones. Un grupo de rumanos destrozó nuestra casa. La dejaron para los escombros. Un vacío. Nos asustamos. Luego, durante meses, la rehicieron. Y empezó a ser nuestra casa. Todavía no lo es de la manera en que el tiempo y el espacio son medidos por los bancos. Cuando se fueron, colocaron el piano en un rincón. Antes de despedirse por última vez, Dorel, el que los mandaba, balbuceó un permiso para sentarse a las teclas. Sus manos, con dedos como mangos de maceta, temblaron antes de que su dueño se atreviera a posarlas en el marfil. Respiró y dijo: Bach.

Fue la última obra que nos ejecutó.